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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (6 page)

Desplegó otra carta:

Almuerzo de Hermandad de

Excombatientes Río Besra,

con motivo del aniversario

de la gloriosa acción del Frente de Besra

Consomé

Salmón a la parrilla con mantequilla y finas hierbas

Tomates en guarnición

Medallones de rape al aroma de trufa

Verduras de temporada en guarnición

Solomillo Besra con salsa Victoria

Guisantes del país en guarnición

Melocotones helados

Tarta milhojas

Delicias de almíbar

Café y copa

Solomillo Besra. Salsa Victoria. Medallones de rape. Los lujos de aquellos años, los únicos permitidos después de la guerra. Delicias de almíbar, tarta remilgada. Melocotones helados.

Elsa grande no era la primera de la familia que había tenido que huir de Desrein. Sin saberlo, repetía el mismo viaje que su abuelo había hecho al terminar la guerra. También él, cuando había perdido del todo la esperanza, había abandonado Desrein y se había refugiado en la tranquilidad de Duino. A diferencia de sus amigos, los otros ancianos que vivían detrás de los periódicos, Esteban nunca restó importancia a los sucesos que vinieron más tarde: no se aferró a la guerra para reprochar nada a los jóvenes, ni su cobardía, ni su desinterés, ni el desdeñoso ademán con que acogían las comodidades.

Suponía que si la situación se repitiera, surgirían hombres que actuarían del mismo modo que ellos habían hecho: con docilidad, sin convicción, con un vago orgullo por cumplir con lo que se esperaba de ellos y un miedo feroz que paralizaba las piernas y los dedos. Había salido con bien de la empresa. No había muerto, ni siquiera resultó herido; aprendió grandes lecciones sobre el valor y la ruindad, y en su mente se abrió paso, inquebrantable, la certeza de que nada podría ser peor que aquello.

Cuando estalló la guerra había cumplido veintidós años. Todavía la semana anterior se había hecho un retrato: flaco, la mandíbula cuadrada y unos ojos azules muy alabados. Como su padre, trabajaba de viajante para la misma fábrica de tejidos. Los rumores y los periódicos manchados de tinta indicaban un recrudecimiento de las tensiones. Los trabajadores estaban inquietos, y hacía días que los estudiantes repartían octavillas por las calles, pero nadie esperaba una guerra. De ahí que por esos días Esteban hubiera viajado con toda tranquilidad, sin extrañarse en exceso por la presencia de uniformes en las estaciones y en los alrededores de las fábricas.


Mientras yo no me meta en líos
—se decía—
no tiene por qué sucederme nada malo. Eso es lo único que trae la política: problemas, huelgas y desocupados.

Vivía en una pensión que olía a repollo y a gato viejo. A veces uno de los gatos se colaba en su habitación a oscuras y se despertaba, sobresaltado; la noche en que la guerra comenzó estaba también despierto, y escuchó los tiros y los gritos que insultaban y maldecían. Permaneció inmóvil, con una sensación gaseosa en el cuerpo, como si de un momento a otro pudiera volar.

Todo lo vivido hasta entonces desapareció. Cuando se presentó en la fábrica, dos obreros que esgrimían unas palancas le anunciaron que habían encerrado al gerente, y que, si no buscaba problemas, era mejor que no insistiera.

—Pero hombre ¿cómo os metéis en estos fregados? —les dijo.

Los dos obreros le miraron de arriba abajo y apretaron con mas fuerza las palancas, seguros de su situación. Esteban perdió la confianza.

—¿Qué hago? —preguntó, desorientado.

—Lo que todos hacen. Correr a un lugar seguro.

Al abandonar la pensión, con la maletita con la que viajaba siempre, le robaron la documentación; en esos momentos hubiera sido libre para perderse, o para montar en algún tren e intentar cruzar la frontera, pero no era un hombre resuelto, y la idea de que pudieran detenerle o matarle por indocumentado, por sospechoso, le aterraba. Como muchos otros, no encontró modos para evitar alistarse; le raparon el pelo, le asignaron un número y un uniforme y lo metieron durante doce horas en un tren junto a otros novecientos jóvenes, camino a un lugar secreto, donde recibirían una instrucción mínima.

En el vagón abarrotado, algunos, los más sensatos, aguardaban acontecimientos sin perder la calma; unos cuantos, que deberían de haber sido rechazados, por debilidad mental, o por excesiva sensibilidad, lloraban y se desesperaban, pero la mayoría cantaba a voz en cuello y se divertía dando patadas en el suelo al ritmo de una canción.

—Mírame, que me entierro en esos ojos negros…
—patada, patada—
mírame, mujer, que te pesará tu crueldad luego…

Eran jóvenes, y partían con unas botas nuevas y un fusil a la aventura. A la mayoría, la guerra los sacaba de casa por primera vez. El uniforme despertaba un interés insospechado en las mujeres, y ellos zapateaban por las calles, mientras las botas crujían y, en el norte, en las tierras del interior, los cañones comenzaban a desgranar otra canción que no hablaba de ojos negros pero que sabía mucho de amores imposibles.

Durante mucho tiempo Esteban se ocupó de trabajos administrativos. Redactaba cartas, y se encargaba de conducir los coches de los militares de rango superior y de mostrarse discreto, casi invisible. Luego lo movilizaron. Según le dijeron, se preparaba una gran batalla, la batalla que decidiría el final de la guerra. Esa contienda se llamó luego la batalla del Besra. El horror.

En esa primera campaña, camino del frente, Esteban trabó amistad con un compañero: se llamaba José, y hablaba con el acento suave de los desreinenses. Sus ademanes desenvueltos y calculados apenas escondían una brutalidad encubierta, al acecho. El uniforme no disimulaba el pecho cubierto de vello, que le poblaba también las manos. La guerra le tenía muy contrariado, porque acababa de casarse; se dieron muchas bodas precipitadas en los primeros días de la guerra y a lo largo de los tres años que duró; las mujeres sentían miedo al contemplar la carnicería a la que enviaban a los hombres. Mejor viudas que solas. Y los soldados repartían sonrisas, chocolate, pequeñas prendas robadas, un anillo, con tal de aferrarse por unos días a una atadura, por una foto a la que mirar cuando se encontraran lejos; por una excusa por la que regresar.

—Por una sonrisa tuya voy voluntario a la muerte —decían, aún vivos, y sin pensar en nada que no fueran los ojos frescos y la vida que estallaba.

El de José no había sido un enlace de ese tipo: la novia se llamaba Rosa, y la conocía desde hacía años, gracias al teatro; ella era bailarina, él, acomodador. Cuando la guerra terminara, José alimentaba la esperanza de convertir un local que había comprado por cuatro perras en una cafetería de postín, o una sala de baile, y las amistades de Rosa le resultarían útiles. De entre ellas pensaba conseguir artistas, cantantes y mujeres con las que los clientes pudieran tomar una copa y alquilar una habitación. Durante las tardes de calma chicha, en las que no había otra cosa que hacer más que esperar órdenes, José animaba a Esteban a que se asociara con él.

—Estos negocios jamás decepcionan. Después de estos años difíciles, la gente correrá a divertirse.

Esteban movía la cabeza, divertido, y le daba largas.

—Pregúntamelo mañana.

Despreciaba a su amigo por querer aprovecharse así de su mujer, a la que consideraba una bestia de trabajo más.

Además, él no se encontraba completamente libre de compromisos, y así lo recordaba en los momentos más inoportunos, cuando no podía dormir, o cuando los trabajos rutinarios —la limpieza, cavar o limpiar las armas— invitaban a escapar. Y para una conciencia escrupulosa como la suya, sentirse cercano a Jóse de otra manera que no fuera la militar le rebajaba y humillaba.

Varios meses antes de la guerra, en Duino, había conocido a una muchacha; la encontró ante un escaparate. Tenía el perfil bonito y la cintura fina. Después de cavilar durante un buen rato, se acercó a ella.

—Perdone la libertad, señorita… ¿la calle del Monasterio?

Vivía en ella desde niño, pero no se le ocurrió otro modo de trabar conversación. Luego, para corresponder a la amabilidad, la invitó a un helado; ella, sorprendentemente, aceptó, y habían pasado la tarde ante la copa de helado derretida, hablando de buen modo y riendo. Cuando se despidieron, ella se negó a que la acompañara, pero, a cambio, le permitió que le estrechara la mano, tal vez para que reparara en el guante de cabritilla, de corte moderno y muy caro.

—Espero verle de nuevo —había dicho, y luego hizo que sus pestañas aletearan como una mariposa mareada antes de alejarse de la heladería.

Esteban ya había caído en la cuenta de que se trataba de una chica de buena familia, alegre y un poco vacua, pero a la que, si le quedaba un poco de buen juicio, no debía mirar más de dos veces. Sin embargo, no pudo arrancársela de la cabeza: sentía una devoción infinita por la gente con dinero, y, además, la muchacha le gustaba. Repasó durante días enteros la conversación de la heladería, los graciosos hoyuelos en las mejillas y cómo el cabello, muy claro, con un aspecto casi vivo, con el brillo de una manzana jugosa, caía sobre ellas. Puso a un par de amigos sobre aviso, y averiguó que la chica no le había engañado: realmente se llamaba Antonia, vivía en el portal que le había dicho y frecuentaba las amistades sacadas a colación en la conversación.

Buscó ocasiones con ella, y ella no las rehuyó. Se conocía que le agradaba el descaro de Esteban, un descaro poco habitual en él y que no volvió a repetirse. Se vieron varias veces, y lo que más lamentó cuando estalló la guerra fue que no pudo despedirse de ella. Cuando, en un viaje en que él conducía, pasó de nuevo por Duino, él hizo lo posible por verla. Una tarde, la esperó en el portal, y ella se quedó en pie, con el llavín en la mano y la mirada incrédula, antes de abrazarle. Recuperó en seguida las formas, y se apartó de él. La sonrisa le había cambiado, y provocaba pliegues tristes alrededor de la boca.

—Todo un comandante del ejército mayor —se burló, tirando de las solapas del uniforme.

Entonces él se atrevió; la citó para el día siguiente. Quería verla a solas. Ella se retorcía las manos, y las llaves tintineaban como campanitas.

—¿Dónde?

—En la heladería del primer día,

—No, no —replicó ella, y movió la cabeza—. Venga usted aquí. A mi casa. A eso de las cinco. No nos molestará nadie.

Luego echó a correr escaleras arriba. Esteban dudó durante todo el día si aparecer por la casa o no. Algo no le cuadraba: o la chica no era lo que él había supuesto, o realmente la guerra trastornaba las mentes y las costumbres.

Antonia no vivía sola en la ciudad, como había llegado él a pensar: su madre y una criadita joven la acompañaban. A media tarde el piso quedaba vacío: las tres acudían al rosario de la catedral, por todos los soldados de la guerra, y en especial por su padre y su hermano.

Esa tarde ella no se encontró bien. Se tumbó en la cama con una botella de agua caliente y una manzanilla. La madre se sintió confusa por unos momentos, tironeada entre el deber maternal y la devoción.

—Id vosotras —les rogó Antonia—, y encended una vela por mí.

A las cinco en punto Esteban llamó a la puerta; llegaba escamado, y pronto a huir ante la menor sospecha de trampa. No tuvo necesidad de escapar. Antonia, temblorosa, le hizo pasar al salón, y allí continuaron charlando muy modosamente, aunque con la manita entregada entre las de Esteban.

—Debe prometerme que tendrá cuidado, y que regresará para verme.

Esteban hinchó el pecho casi sin darse cuenta.

—Ni todas las guerras del mundo impedirán que nos volvamos a ver.

Pero aun así, no estaba muy tranquilo, y temía a cada momento que alguien entrara y los sorprendiera. El no tuvo valor para pedirle nada más. Se le habían olvidado las canciones sobre los ojos negros en los que los soldados se enterraban y que tan buenos resultados parecían dar. Cuando supusieron que la madre y la criada regresarían, la chica le acompañó hasta la puerta, y se dejó besar allí, en la escalera. Afortunadamente, quedaban ya pocos vecinos, y no eran demasiado curiosos.

Ése era el gran secreto. Antonia le había escrito varias veces, y él había contestado sin esperanza de volver a verla.
Querido Esteban: espero que al recibo de ésta… Querida Antonia: espero que al recibo de ésta…

La muerte jugaba al escondite, y aunque llegara a esquivarla, aunque la guerra terminara y le permitiera escabullirse por esa vez, con la paz llegaría el orden establecido: deseaba regresar a su vida, al trabajo monótono pero seguro de representante de tejidos, conseguir una maletita idéntica a la que le acompañaba en sus viajes y descansar tranquilo por las noches. Pero tal vez, si deseara casarse, si el desorden hubiera irrumpido con tanta fuerza en la existencia que nada pudiera ser ya igual, la suave Antonia fuera un cauce tranquilo por donde navegar.

Entonces entraron en combate. El frente del Besra. En medio de la agitación, un extraño silencio: por primera vez mató a un hombre, soportó el retroceso del fusil sabiendo que para salvar su vida debía rasgar la de aquel hombre. El resto fue barro, sangre, la lluvia incesante que desorientó a los oficiales y que convirtió aquella batalla en una matanza.

Murió José, el desreinense. Rosa podría agotarse esperándole en vano. Muchos otros, algunos de los jóvenes que habían golpeado el suelo del tren con las botas nuevas, quedaron allí, con los ojos llenos de barro. A él, a Esteban, le tocó retirarlos, supervisar después de la batalla la lista con muertos y bajas mientras los heridos y los oficiales descansaban. Se hizo cargo de las cosas de José, y se propuso entregárselas a su viuda, la bailarina. Se juró también no intimar con nadie más: hablaría con todos, y trataría bien a todos pero no permitiría que nadie le contara su vida, que trazaran planes que llegaran más allá del desayuno, de la cena, de la siguiente guardia.

Por el permiso de Navidad, con la alianza de boda de José en el bolsillo y cuatro fruslerías más rescatadas del desastre, se dirigió a Desrein; conoció a Rosa, a quien los retoques de la foto habían privado de una piel de leche y una mirada expresiva. Conoció también a Silvia Kodama. Conoció otra vida.

Pero también esa vida terminó a su debido tiempo, y cuando sus avatares en Desrein finalizaron, se despidió de la Kodama, regresó a Duino y buscó a Antonia; la encontró, como a todos los duineses, calentándose las manos al calor de los escombros de la ciudad. De su fortuna, que nunca fue tanta como se había supuesto, la familia perdió la mayor parte. Les quedaron las posesiones en un pueblo cercano, en Virto, y dos solares. El piso en el que Esteban había entrado mientras ardía una vela por la vida de los soldados se había desvanecido. Antonia se enfrentaba a la reconstrucción con las manos casi tan vacías como las suyas.

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