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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

Las pinturas desaparecidas (12 page)

Cuando volvió a llamar, justo una hora después, la conversación fue algo más fluida y quedó claro que la fase siguiente se había puesto en marcha.

—Peter Kurth al teléfono.

—¿Están ustedes de acuerdo con mis condiciones? Responda sólo sí o no.

El «sí» se produjo tan rápido que no tuve tiempo de sentir tensión alguna por la reacción de Peter Kurth.

—El jueves que viene por la tarde cogerá usted un taxi delante de su oficina a las cinco y media en punto. Llevará el dinero encima, en billetes de doscientos euros, dentro de una bolsa de plástico de los supermercados Aldi. Procure que la bolsa esté bien a la vista. Recibirá instrucciones a través del móvil, así que manténgalo encendido y con la batería cargada. Por lo demás, se lo vuelvo a advertir: nada de trucos. Conozco su cara, vaya usted solo. Si noto algo sospechoso, el asunto no seguirá adelante. Le llamaré el jueves que viene a las cinco y media de la tarde.

Así acabó la conversación.

¿Cómo podía conocer a Peter Kurth y cómo había conseguido su número de teléfono? ¿Le habría estado vigilando y así podría haberle visto de cerca? Tal vez había consultado la página web del ALR. Allí aparecían él y la gente de su equipo con la fotografía correspondiente, puesto y breve descripción de sus antecedentes profesionales. De la única de quien no había foto era de Maria Wienecke. Para conseguir el número de teléfono habría tenido que esforzarse más, porque no aparecía en la página, pero quizá había sido suficiente una llamada a la recepcionista.

Cuando hablé con Peter Kurth le advertí del error que había cometido:

—Menos mal que la señora Lisetsky no estaba a su lado cuando intentó negociar, pues de haber estado, probablemente ahora usted estaría haciéndole compañía a su hermano en el hospital. Su respuesta fue tajante:

—Por lo visto, usted lo ve de otra manera, pero quien ha de pagar una cantidad tan elevada puede pedir ciertas garantías, ¿no?

La mía fue tranquila, pero inequívoca:

—No creo que pueda ser de otra forma. Además, los financieros de los Lisetsky comprenderán que quien quiere conseguir un rendimiento elevado también debe de estar dispuesto a correr un gran riesgo. Esto en el mundo financiero es de sobra conocido. Nuestro informante ha enviado una prueba muy convincente; en lo que a mí respecta, garantía más que suficiente para atreverse a correr ese riesgo, pero eso no es lo más importante; a lo que me refiero es a que usted nunca tendría que haber puesto nervioso a ese hombre. Ya se lo dije antes, probablemente ahora lo esté pasando peor que usted. Si me permite darle un buen consejo, el jueves que viene haga exactamente lo que le diga. Le deseo suerte y confío en que todo salga bien.

En la despedida hubo cierto resquemor, pero mis buenos deseos habían sido sinceros.

Ese jueves no pude quitarme a Peter Kurth de la cabeza desde el mismo instante en que me levanté de la cama. Me preguntaba adonde le habrían enviado y si podría mantener el control.

No me llamó hasta ya avanzada la noche desde la Estación Central de Leiden. Todo había salido bien y ahora sólo quería una cosa: irse a casa. Era demasiado tarde, así que le propuse que nos viéramos en la Estación Central de Amsterdam. Buscó un hotel cerca de la estación, pues no tenía ganas de ir al centro y quería regresar a Colonia a la mañana siguiente, tan pronto como fuera posible.

Tras haber recibido las llaves de su habitación en el hotel Ibis, que estaba a tiro de piedra de la estación, buscamos un sitio en una terraza. Parecía cansado, y cuando le pregunté cómo se había efectuado la entrega del dinero, respondió que podía escucharlo cuando hablara por teléfono con Eva Lisetsky, así se evitaba repetirlo.

Había cogido el taxi justo a las cinco y media de la tarde con la bolsa de plástico del Aldi claramente visible en la mano. A pesar de la gran cantidad de dinero, el paquete no llamaba la atención: ni era muy pesado ni ocupaba mucho. El informante le ordenó por el móvil que se dirigiera a la estación, donde recibió la orden de subirse al intercity que iba a Ámsterdam. No volvió a dar más señales de vida hasta poco antes de llegar allí. Después hubo de apresurarse para llegar al tren con destino a Haarlem, donde volvió a dirigirle esta vez al tren ómnibus que le llevaría a Leiden Centraal.

Entre tanto, se había hecho de noche y a esa hora apenas se veían viajeros en el tren. Presintió que ya no podía quedar mucho. Poco después de la parada en la estación de Hillegom, le ordenó que se dirigiera al último vagón y se sentara allí en el lado derecho del tren según el sentido de la marcha. Un par de minutos más tarde tuvo que abrir una ventana de ese lado.

Cuando el tren paró en la estación de Voorhout, debió bajarse y esperar en el andén. No se bajó nadie más y así estuvo junto al tren detenido en un andén por lo demás vacío. Se percató de lo visible que era a la luz de las farolas y de pie en un andén que se hallaba más elevado que el entorno. La otra persona que había era el revisor, que se encontraba un buen trecho hacia delante, a la altura de la cabina del maquinista. En el momento en que el revisor empezó a gesticular para indicar que iban a partir, recibió la orden de que volviera a subir. Mientras el tren iniciaba la marcha despacio, le conminó a que tirara la bolsa por la ventanilla abierta, unos doscientos metros más allá del paso a nivel. Lo último que oyó fue: «¡Suéltela ya!».

Cuando asomó la cabeza por la ventanilla y miró hacia atrás, en un primer momento no pudo distinguir nada, pero al ir tomando el tren velocidad vio que, a mucha distancia, alguien subía por el talud y cogía la bolsa de plástico. En la oscuridad no era más que una sombra difusa.

Después de haber referido toda la historia por teléfono y haber escuchado la reacción de Eva Lisetsky, Peter Kurth se encogió de hombros y respondió brevemente: «¡Esperar!». No quedaba más remedio, en efecto: esperar y confiar en que nuestro informante apareciera con la información.

Sólo cuando Eva Lisetsky respondió a su pregunta sobre el estado del hermano, se le iluminó un poco el rostro. Bernard Lisetsky había vuelto a recobrar el conocimiento y se mantenía estable. Quizá le beneficiara saber que todo había salido bien.

Nuestra conversación fue menos animada que en Colonia. A ninguno de los dos nos apetecía mucho especular sobre el posterior desarrollo de los acontecimientos pero, al mismo tiempo, eso era lo que más nos preocupaba y lo que nos unía.

Dos días después llegó al ALR la información que habían estado aguardando con tanta expectación. Cuando Peter Kurth me hubo leído el contenido, comprendí que el caso todavía no estaba cerrado. El texto impreso era muy breve:

Terborgh &Terborgh prepara la venta encubierta

de la colección Lisetsky por encargo de un vendedor anónimo.

Me pregunté si alguna vez se había pagado tanto dinero por una noticia tan breve. En cualquier caso, estaba claro que con esta información la colección desaparecida todavía no había salido a la luz.

Antes de tener tiempo para hacerme una idea de las posibles implicaciones, Peter Kurth me preguntó si me interesaba hacerme cargo del caso a partir de ese momento. Se apresuró a añadir que la discreción era fundamental para averiguar lo que estaba pasando realmente, pues conocía el nombre de la empresa que se mencionaba en el mensaje.

Terborgh & Terborgh era una prestigiosa empresa dedicada al comercio de obras de arte que consultaba con regularidad al ALR para pedir informes sobre obras que les ofrecían, la llamada
due diligence
. Dentro del ramo del arte, eran incluso unos fervientes abanderados de un papel más activo del ALR. Por lo que respecta a Terborgh & Terborgh, todo aquel que se dedicara al comercio de arte debería esforzarse por entregar un certificado del ALR junto a la obra con que se iba a comerciar, de manera que quedara claro para todo el mundo que se trataba de un objeto «limpio».

Por mi parte, ahora empezaba a comprender que la función del ALR no era sólo buscar el rastro de obras de arte desaparecidas, aunque eso ya de por sí era importante, en efecto, sino que su objetivo principal era la mayor «limpieza» posible de este sector para dificultar las transacciones de las obras de arte robadas. Aspiraban a que el procedimiento habitual de las empresas de subastas, los museos, las galerías, las tiendas de arte y las grandes ferias de arte fuera comprobar que las obras ofrecidas aparecían en la base de datos del ALR. Si todo el ramo del arte manejara un código de conducta semejante en el que los certificados del ALR hicieran las veces de una suerte de marchamo, por llamarlo de algún modo, los ladrones lo tendrían mucho más difícil para vender las obras robadas.

Según Peter Kurth, la mayoría de las casas de subastas ya se habían mostrado más o menos bien dispuestas de corazón, pero para el resto del sector ese procedimiento todavía no tenía validez. El hecho de que pudieran contar con el apoyo de una empresa tan prestigiosa como Terborgh & Terborgh era un importante espaldarazo. Le preocupaba bastante que hubiera sido este nombre el mencionado.

La información del confidente parecía referirse a la venta encubierta, una manera de eludir la transparencia que el ALR intentaba introducir como algo habitual.

Pregunté a Peter Kurth cómo se produciría en este caso esa venta.

—En realidad, lo que significa es que la venta no se celebra en público —me respondió—, sino que la propia Terborgh & Terborgh sondea entre su cartera de clientes a aquellos que podrían estar interesados en estas piezas y, claro está, a los que podrían pagarlas. A continuación empieza la puja, que se realiza en diferentes rondas, y de este modo el vendedor anónimo vende su producto, naturalmente, al mejor postor.

—¿Y esas ventas son muy frecuentes? —pregunté.

Titubeó por un instante antes de contestarme:

—Es difícil demostrarlo, pero sí, son frecuentes. Por lo demás, sirven no sólo para ocultar el arte de procedencia dudosa a los ojos del ALR, por ejemplo, sino también para que ese arte cambie de propietarios. A veces con la obra de arte en sí no pasa nada, y es más bien el vendedor quien a lo mejor desea burlar al fisco o a terceros, en ocasiones a la propia familia, y no quiere que se enteren de que se han vendido esas piezas y de que, por tanto, ha entrado dinero. A menudo se trata de grandes cantidades.

—Una venta encubierta y un vendedor anónimo. Y todo eso auspiciado por la que en su opinión debía de ser una empresa de fiar.

—Sí, sí —dijo irritado—, todo es posible, señor Havix. Si resulta ser cierto, causará una gran conmoción y será muy perjudicial para la reputación de todo el ramo. Sea como fuere, hay que seguir indagando este indicio. Se han pagado 250.000 euros. Y ahora que he contestado a todas sus preguntas, ¿le interesa hacerse cargo del caso?

—Una cosa más para que no haya malentendidos: ¿para quién estaría trabajando en este caso? ¿Para los Lisetsky?

—No, disculpe, trabajará para las personas que han aportado el dinero.

—¿Y quiénes son esas personas?

—Lo sabrá en cuanto me comunique que en principio le interesa. Los temas prácticos, tales como sus honorarios, también podrá discutirlos con ellos.

Mi decisión ya estaba tomada cuando me enteré de que este asunto aún no se había cerrado, y, con lo que había oído ahora, me pareció que podría defenderme bastante bien.

—Sí, estoy interesado.

—Muy bien, excelente.

Seguro que no se había esperado otra cosa, pero mi respuesta pareció satisfacerle.

—En cualquier caso, no hace falta que vuelva a Colonia, ya que el ALR no puede hacer nada por ahora —continuó—. Eva Lisetsky le estará esperando mañana a las diez de la mañana delante de la iglesia de Moisés y Aarón en Amsterdam. Ella le llevará ante la persona con quien está citado. Quisiera decirle que es excepcional el hecho de que se le quiera contratar a usted, que no es judío, y para ello ha sido fundamental la intercesión de la señora Lisetsky, pero lo determinante fue la gran amistad que le unía con Adriaan Mantingh. Mañana conocerá a una persona muy interesante. Le deseo mucho éxito. A partir de mañana veré el partido desde la línea de banda. Si me necesita para algo, no dude en llamar.

De nuevo entraba Adriaan en juego. Tras su fallecimiento me había visto involucrado en el caso de los Lisetsky, en un principio a regañadientes, y al parecer había sido elegido para encargarme de este asunto, que ahora sí quería llevar, porque le había conocido a él. Me preguntaba cuántas sorpresas más me tendría reservadas este amigo.

IX

—¿Qué tal está su hermano? —le pregunté a Eva Lisetsky cuando nos encontramos esa mañana ante la iglesia de Moisés y Aaron. Me respondió que, aunque su situación era estable, todavía no se había recuperado del todo, pues se encontraba demasiado débil. Cuando terminó de hablar, señaló hacia el otro lado de la calle.

—¿Me acompaña? Vamos a la Sinagoga Portuguesa.

Unos andamios y enormes trozos de plástico fijados a esos andamios ocultaban ahora en gran parte el sólido edificio en forma de bloque, con las características ventanas elevadas y la balaustrada de pequeños pilares al borde del tejado plano. Los obreros se afanaban limpiando y restaurando la antiquísima fachada. La fresadora y el aparato de chorro de arena, con el que se eliminaba el cemento acumulado entre las piedras, producían un estruendo ensordecedor.

Eva Lisetsky me precedió cuando entramos por la parte de atrás utilizando una pequeña puerta de piedra. Recorrimos pasillos que pertenecían a los edificios donde se encontraban las dependencias del servicio, levantados en la parte trasera del complejo y adosados a la fachada posterior de la propia sinagoga.

En la habitación donde me introdujo ya se había dejado de oír por completo el bullicio de las obras. Por lo que habíamos andado, deduje que deberíamos estar aproximadamente en el muro posterior de la sinagoga. Era una gran habitación alargada con macizas vigas de madera pegadas a un alto techo. Aunque no había ventanas, por la jamba de la puerta pude ver que el muro era mucho más grueso de lo habitual en las construcciones modernas. Parecía haber sido construida en la misma época que la propia sinagoga, formando parte de ella, no como las estancias por las que acabábamos de pasar, añadidas posteriormente. El estucado de los muros era irregular y en muchos lugares estaba desconchado; eso cuando podían verse los muros, porque, salvo una, todas las paredes estaban cubiertas por librerías. Las hileras superiores de libros podían alcanzarse con la ayuda de una escalera. El único mobiliario eran unas cuantas mesas de lectura enormes, todas ellas de madera, con sencillas sillas también de madera y una especie de aparador pegado a la única pared exenta de libros.

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