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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

Las pinturas desaparecidas (10 page)

Sólo estuve un rato en casa, lo suficiente para ducharme, ponerme ropa limpia y echar un vistazo al correo postal y electrónico. La tormenta que había aportado algo de frescor a Colonia, en Amsterdam había pasado de largo, y hacía un calor tan húmedo que la ropa limpia en seguida volvió a pegárseme al cuerpo.

Cuando estaba a punto de salir por la puerta, recibí una llamada de Peter Kurth.

—¿Está usted sentado? ¿Sí? Muy bien. Ellen Loughman es quien se ocupa de los asuntos del holocausto en nuestra oficina de Nueva York. Esa tarde la llamaron a eso de las cinco. Fue una conversación breve, porque Ellen tenía prisa, ya que había quedado con alguien y debía marcharse. Remitió a esa persona a Maria y le dio su número de teléfono. Quien llamó dijo que era urgente y parecía bastante decepcionado cuando se enteró de que debía hablar con alguien más. Ellen le dijo entonces que si era tan urgente podía llamarla ahora mismo, aunque en Alemania fuera de noche.

—¿Un nombre? —pregunté nervioso—. ¿Tiene Ellen su nombre?

—No se lo dio —respondió Peter Kurth—. Esa fue también la razón de que le tratara con bastante sequedad, pues fue directamente al grano así, sin más, sin decir siquiera su nombre.

Ésa era toda la información de que disponía Peter Kurth. Llamé a Ellen Loughman para asegurarme, pero no tenía mucho más que añadir. La conversación había durado a lo sumo un par de minutos y llegó en un mal momento. Creía haber actuado bien al darle el nombre y el número de teléfono de Maria. Después no insistió más, ni siquiera se lo agradeció. En conjunto le había parecido bastante maleducado: no dijo su nombre, era seco y no dio las gracias. Añadió una cosa más: el hombre había hablado un inglés impecable, si bien con un ligero acento extranjero.

Lo que había sido un hilillo muy fino ahora había desembocado en un callejón sin salida. Alguien había querido hablar de la colección Lisetsky y, acto seguido, le habían puesto en contacto con Maria. Lo que habían hablado parecía ser lo suficientemente serio como para darles esperanzas a los Lisetsky por primera vez en todos esos años. La historia de Peter Kurth sí que había aportado un dato muy importante: quien la había llamado no era alguien de la profesión, pues ni siquiera había oído hablar de ella. Así pues, tampoco tenía ningún sentido sondear a los contactos habituales. Con esto, para mí ya no había más caso, y mucho antes de lo esperado, porque el resto del día estuve desconcentrado.

Llamé a los Lisetsky esa misma tarde. No quise aplazar por más tiempo una conversación que se me hacía cuesta arriba y que con toda seguridad estarían esperando con el alma en vilo. Por suerte cogió el teléfono Eva Lisetsky y no su hermano. Le informé sobre lo que había averiguado. Fue una conversación breve, ya que ella apenas tenía preguntas y yo no me permití crear ningún tipo de escenario esperanzador. Dar falsas esperanzas era lo último que quería.

Sin embargo, en este sentido me despistó. Yo había esperado decepción, pero su voz sonaba más fuerte y energica que en anteriores conversaciones. Estaba tranquila, no había razones para la alegría, pero algo parecía haber renovado su confianza.

Cuando le llamé la atención sobre este punto, reaccionó sorprendida:

—¡Pues desde luego! Para Bernard y para mí ésta es la primera señal concreta que demuestra que nuestra búsqueda no es un sinsentido, que la colección de nuestros padres no ha sido destruida, sino que aún existe. Usted no conoció a Maria, pero eso es lo que significa su mensaje para nosotros. ¿No le parece probable que, ahora que ha salido algo a la luz, esto pueda tener una continuación, sea cual sea?

No fue una pregunta a la que ella estuviera esperando respuesta por mi parte en sentido afirmativo o negativo. En cualquier caso, la noticia le había reportado nuevas energías. Ahora comprendía mejor cómo los Lisetsky habían logrado una y otra vez ganar para su causa a diferentes personas que además invertían todo su esfuerzo en el intento. Personas como mi amigo Adriaan Mantingh.

VII

En los almacenes de R. Koot e Hijos, Mudanzas Nacionales e Internacionales y Almacenamiento de Muebles Asegurados, en Sassenheim, me atendieron en seguida. Examinaron brevemente el poder sin hacer preguntas y uno de los empleados me precedió hasta llegar a una nave enorme donde se veían contenedores y grandes cajas de madera apiladas hasta el techo. Abrió un contenedor en el que se habían guardado los bienes de varias personas, porque pude leer diferentes nombres, y hubo de apartar todo tipo de trastos antes de que apareciera mi paquete.

La pintura estaba embalada en una caja plana de madera rectangular de aproximadamente un metro por metro y medio, con un asa y dos cierres de hierro en la parte superior. Parecía una versión anticuada de las grandes carpetas en las que los estudiantes de las academias de arte guardaban sus dibujos. El empleado me la llevó con toda solemnidad a la recepción y, después de haber firmado el recibo, me la entregaron. Cabía justo en el asiento trasero del coche y, de camino a Amsterdam, la observé varias veces por el espejo retrovisor.

Una vez llegado a casa, la dejé en el suelo y abrí los cierres; vi que la pintura estaba envuelta en una gruesa manta de lana, que quité con cuidado, y la coloqué sobre el suelo, pegada a la pared. Adriaan la encontró en su día en una silla plegable, pero ahora le habían puesto un sencillo marco muy adecuado para este viejo lienzo.

Como ya me había descrito Adriaan en la carta, Van Meegeren había representado a un pintor en su estudio pintando a una mujer, de espaldas a los espectadores y el rostro dirigido a ella. Con el cuerpo tapaba su mano izquierda, en la que probablemente mantuviera la paleta, pero en la mano derecha sostenía un pincel cerca del lienzo, que reposaba en el caballete. El pintor estaba sentado en un taburete cuadrado de madera, llevaba un pantalón bombacho oscuro y corto, un poco por debajo de la rodilla, y una suerte de leotardos rojos en la parte inferior se perdían en unos zapatos también oscuros con un borde blanco que ascendía. Por lo demás, vestía una blusa negra de amplias mangas y abierta en varias tiras por la parte superior, de manera que dejaba visible una camiseta blanca de tela basta. Llevaba puesta una especie de boina bajo la cual se derramaba el largo cabello castaño que le llegaba a los hombros. La mujer se encontraba a su izquierda, ante una pared desnuda. Junto al pintor podía verse una mesa de madera vacía con un grueso tablero también de madera. En el cuadro se había conseguido el efecto de profundidad colocando una silla en primer plano, delante del pintor. Una cortina a medio descorrer daba la sensación de que al espectador se le concedía el privilegio de echar un vistazo en la habitación del pintor y su modelo. El suelo lo conformaban losas de mármol colocadas en diagonal, alternando en claro y oscuro. Me pareció haberlo visto antes en otros lienzos de Vermeer.

La muchacha o la joven, colocada por el pintor contra la pared desnuda, tenía un cabello oscuro y suelto tan largo que le llegaba a la parte baja de la espalda. Con la boca semiabierta, miraba al espectador girando un poco la cabeza hacia la izquierda, dirección que seguían también sus pupilas. En la mano izquierda, que colgaba hacia abajo a lo largo del cuerpo, sostenía un peine, y la derecha no llegaba a verse. El peine estaba recubierto con algo parecido al nácar que atrapaba la luz para, a continuación, reflejarla.

El pintor estaba representando a una mujer entregada a una sencilla ocupación cotidiana. En el silencio de su cuarto se peinaba el largo cabello, y, por esa mirada interiorizada, parecía estar abismada en sus pensamientos. En la estancia se habían colocado de manera deliberada, o al menos eso creía yo, el menor número posible de objetos para que la atención se centrara de forma automática en el pintor y, sobre todo, en la joven. La composición, los colores y la luz que caía desde la izquierda a través de una ventana producían un sosiego que creaba una ilusión de eternidad, como si el tiempo se hubiera detenido.

Esa ilusión y, asimismo, la impresión que debía causar esta pintura en el espectador eran tan intensas que ahora por fin llegaba a entender la razón que había llevado a Adriaan a no querer desprenderse de ella. Una falsificación de Van Meegeren no tenía ningún valor para nadie, como mucho iría a parar a un depósito.

Lo único que menoscababa su belleza, y que me molestaba, era el craquelado que, como Adriaan escribía, había sido reproducido por Van Meegeren de manera artificial, como parte de ese forzado proceso de envejecimiento. Me habría gustado ver el lienzo sin esa densa red de finas venillas que ahora, de alguna manera, distraía la atención. Me imaginé que al propio Van Meegeren tampoco debió de resultarle agradable producir ese deterioro deliberado tras contemplar el lienzo en perfecto estado.

Después de admirarlo durante un tiempo, alcé el cuadro y lo dejé en mi dormitorio, apoyado contra la pared al lado de la cama. Todavía no había decidido lo que iba a hacer con él. Para que luciera, debería colgar en un espacio mayor que el cuarto de estar de mi piso. Además, no me apetecía nada tener que contar a mis visitas cómo lo había conseguido. Lo único que colgaba ahora en la pared era una reproducción de un cuadro de Edward Hopper que representaba a un hombre sentado en lo alto de algún edifício mirando la ciudad vacía. Este cuadro contrastaba tanto con el otro que resultaba inevitable que quien viera los dos juntos se pusiera a hacer preguntas.

Los días posteriores no conseguí concentrarme en el trabajo. El tiempo bochornoso era en parte la causa, pues dormía mal. Me despertaba al menor ruido para después no volver a quedarme dormido hasta pasado un buen rato. Sólo con una sábana encima, giraba inquieto de un lado a otro. Intentaba dejar la mente en blanco y concentrarme en la respiración, pero mientras confiaba en conciliar así el sueño, mis pensamientos divagaban continuamente hacia el caso Lisetsky.

Metí las fotocopias del catálogo bajo una pila de papeles que había sobre la mesa, pero eso no me ayudaba a olvidarlo. Había perdido parte del interés por los otros asuntos que tenía entre manos y el desenlace insatisfactorio del caso Lisetsky me traía a mal traer. En el gimnasio al que acudía a hacer ejercicio intentaba en vano deshacerme de la frustración machacándome a conciencia en toda clase de aparatos, pero más bien me producía el efecto contrario: mientras estaba en la ducha, no hacía más que aumentar la sensación de que, tanto física como mentalmente, habría sido capaz de resolver cualquier caso que me echaran.

Por eso respondí sin reservas con un «sí, por supuesto» cuando Peter Kurth me llamó preguntando si aún estaba interesado en el asunto Lisetsky. En el tono de su voz se adivinaba la certeza de que no habría esperado otra respuesta.

—Hoy nos ha llamado la persona que habló con Maria. Cuando nuestra recepcionista le contó que había fallecido, quiso saber con quién podía hablar sobre la colección Lisetsky. Ella me lo pasó de inmediato. No fue una conversación larga; en definitiva, esa persona afirma poseer información, y la ofrece por 250.000 euros. Esa misma oferta se la había hecho a Maria y quería saber sin mayor dilación qué habíamos decidido. Por lo visto, Maria le había dicho que no podía decidirlo sola y que tendría que consultarlo. Parecía muy enfadado, pero yo también le dije que necesitaba tiempo. He conseguido un día de prórroga, pero nada más. Intenté sonsacarle algo, pero esquivó todas mis preguntas. Primero quiere saber si estamos dispuestos a pagar.

—¿Y —pregunté— están ustedes dispuestos?

—Siempre debemos ponernos de acuerdo con los propietarios o con las compañías aseguradoras, en el caso de que se hayan pagado reclamaciones. El ALR está dispuesto a hacer de mediador, pero el dinero viene de otros. La verdad es que adoptamos una postura muy pragmática. A lo que Maria se refería era a que debía hablarlo con los Lisetsky, ya que en este caso no hay ninguna compañía de seguros implicada.

—¿Y qué dicen los Lisetsky? Supongo que habrá hablado con ellos, ¿no?

—Sí, claro, nada más colgar el teléfono. El problema es que ellos no tienen tanto dinero, aunque ahora están haciendo algunas llamadas. A decir verdad, lo del dinero no me preocupa mucho.

Cuando le pregunté a quién acudirían, Peter Kurth reaccionó con sorpresa:

—A otros judíos, ¿qué se cree usted? Mire, Eva y Bernard Lisetsky forman parte de un grupo de judíos, pobres y ricos, que están buscando lo que se les robó. A los miembros de ese grupo es a quienes están llamando por teléfono en este momento. La confianza mutua que existe entre esas personas es total y, si me lo pregunta, motivos no les faltan para confiar. Al acabar la guerra sufrieron un trato tan escandaloso por parte de las autoridades que ya no volvieron a esperar nada de ellas. Por lo demás, todo esto poco tiene que ver con la filantropía: los Lisetsky conseguirán con toda probabilidad el dinero prestado y tendrán que devolverlo.

—Y si consiguen reunir ese dinero, ¿qué pasará después?

—Ahí está tocando usted un punto difícil. Los Lisetsky dijeron de inmediato, y con razón, que quieren un intercambio simultáneo: el dinero por la información que afirma tener esta persona.

—¿Y cómo lo va a plantear usted?

Suspiró hondo. Había respondido a todas mis preguntas con fluidez y seguridad en sí mismo, pero ahora podía percibir por primera vez inseguridad en su voz:

—Nunca hasta ahora habíamos tenido que vérnoslas con un asunto así. Por lo general, ambas partes se conocían y actuaban de buena fe, así que de lo que se trataba era de los detalles de la transferencia, de la organización de los aspectos jurídicos y de la compensación a la parte cedente. Esto es algo muy diferente, y es también la razón por la que le llamo. Me gustaría pedirle que mañana, cuando hable con ese hombre, escuche conmigo la conversación.

—¿En Colonia?

—Sí.

—¿A qué hora llamará?

—A las nueve de la mañana.

Aunque tenía otros planes, no tuve que pensármelo mucho.

—Muy bien, entonces tendré que salir esta noche para llegar a tiempo. Hágame una reserva en el hotel de la otra vez. Mañana a las ocho estaré en su oficina, porque debemos preparar la conversación.

A Peter Kurth se le notó aliviado:

—Estupendo, me alegra que acceda a llevar el caso. Por lo demás, confío en que no se trate de una falsa alarma, porque los Lisetsky están muy nerviosos. Usted ya conoce a Eva Lisetsky, no es una persona que se deje dominar por las emociones, pero en esta ocasión la oí exclamar un par de veces: «¡Ay, Dios mío!». Esas dos personas no dejan de dar bandazos entre el miedo y la esperanza.

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