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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

Las pinturas desaparecidas (4 page)

Ruijsseldijk estaba plenamente convencido de que se trataba de un Vermeer auténtico. Nos explicó con pelos y señales y de forma detallada cómo había llegado a esa conclusión. Apuntaba el mismo comportamiento arrogante de Van Meegeren y no dejó lugar a dudas de que él era el especialista por antonomasia y de que por tanto su juicio era determinante. Analizó el cuadro hasta en los más mínimos detalles en lo concerniente al uso del pincel, la utilización de los colores y la composición. Aclaró su disertación —también en su caso parecía como si estuviera impartiéndonos una clase— haciendo constantes comparaciones entre esta supuesta falsificación y otros lienzos de Vermeer mientras se desplazaba de un cuadro a otro en esas enormes salas del antiguo y majestuoso museo. Además, debes saber que poco después de la guerra el Rijksmuseum seguía estando cerrado al público y que un pequeño grupo de personas, entre las cuales me encontraba yo, se sabía rodeado de todas esas obras maestras en el museo, que, por otra parte, estaba silencioso y abandonado. Recuerdo aún la magia y el misterio de aquella atmósfera.

Sea como fuere, Ruijsseldijk fue muy categórico en su conclusión de que se trataba de un auténtico Vermeer. Llegó a definirlo incluso como un punto culminante de su obra.

Esa era, así pues, la opinión del experto en arte, pero ¿qué decían los científicos acerca de la antigüedad? De las pruebas resultó que el lienzo en el que se había aplicado la pintura databa del siglo XVII y, cuando los experimentados restauradores analizaron la propia pintura, la capa de barniz y el craquelado, llegaron también a la conclusión de que se trataba de una pintura muy antigua. Estaban familiarizados con los trucos de los falsificadores para producir el craquelado artificial envolviendo el liento en un palo, pero la pintura de éste era tan dura y quebradiza que sólo los siglos podrían haber conseguido este efecto.

Aunque desde luego nos alegrábamos de tener entre manos un auténtico Vermeer, también estábamos bastante enfadados con Van Meegeren. En parte porque nos había mentido, pero también porque habíamos permitido que nos desconcertara tan fácilmente. Resultaba bastante extraño que el único que aún parecía tener reservas fuera Anthony Lefroy, quien por lo demás era el que menos sabía de arte de todo el grupo. Yo, por mi parte, sólo sentía vergüenza por considerarme el máximo responsable de que este caso se hubiera exagerado tanto.

Cuando Van Meegeren fue confrontado con todos estos datos en la Casa de Detenciones, respondió ratificándose en que se trataba de una falsificación y que podía demostrarlo, pero se había propuesto no abrir la boca hasta que le dejaran en libertad. Ese fue el momento elegido por Lefroy para expresar sus dudas. Gracias a su reputación, logró convencer al jefe de nuestro departamento, el coronel Douglas Cooper, para trasladarlo a su casa y continuar allí con el arresto domiciliario. Ese mismo día le llevaron a su magnífica residencia del Keizersgracht y se acordó que a la mañana siguiente debería aclarar los detalles personalmente en el Rijksmuseum.

Allí nos encontramos a la sazón un selecto grupo esperándole: Ruijsseldijk, una pareja de restauradores con mucho renombre, Anthony Lefroy, Douglas Cooper y yo mismo, nosotros tres con el uniforme del ejército.

El coronel Cooper era un norteamericano especialista en arte con mucha experiencia que, antes de desempeñar este trabajo en las postrimerías de la guerra, había trabajado de tasador para un buen número de importantes museos en Estados Unidos. El ejército había hecho bien en contratarle, porque no sólo sabía muchísimo de arte, sino que también se había revelado como un excelente sabueso.

Van Meegeren ese día se mostró especialmente seguro de sí mismo. Al parecer le había sentado bien prescindir del encierro forzoso en la cárcel. Cuando el coronel Cooper, quien de manera natural asumió el mando, le pidió que nos diera explicaciones, Van Meegeren quiso saber primero en detalle cuáles eran los resultados a los que se había llegado en la investigación, pero, al reconocer en el grupo a Ruijsseldijk, se dirigió a él y le preguntó si aún le recordaba. Éste respondió con una ligera inclinación de cabeza, y de su actitud podía desprenderse cierto desdén hacia Van Meegeren. La tensión entre estas dos personas casi podía cortarse. Entre tanto, supimos que a Van Meegeren los críticos le consideraban un pintor nada desdeñable, pero desde luego no alguien de calado histórico.

A continuación, Van Meegeren propuso empezar a analizar el lienzo y la pintura. De su americana sacó un trozo de papel y se lo dio al coronel Cooper. Éste lo leyó y, acto seguido, lo entregó para que fuera pasando de mano en mano. Cuando todo el mundo lo hubo examinado, Van Meegeren explicó que se trataba de una factura en la que se podía comprobar que en 1938 había comprado por dieciséis mil francos franceses, en la citada tienda de arte parisina, un cuadro del pintor Willem van de Velde que representaba la batalla naval de Scheveningen. No era un precio alto para una obra suya, añadió, pero era uno de sus lienzos menores y, por lo demás, tampoco se encontraba en muy buen estado. Willem van de Velde era, como ya se sabía, un contemporáneo de Vermeer y, por tanto, otro pintor del siglo XVII, así que le había venido muy bien que el lienzo adquirido tuviera casi trescientos años.

No comprendí de inmediato el significado de lo que Van Meegeren había dicho, pero uno de los restauradores reaccionó de manera incrédula y dijo que confiaba en que la intención de Van Meegeren no fuera afirmar que había empleado este lienzo como base. Añadió, indignado, que semejante proceder le parecía algo atroz.

En el rostro de Van Meegeren se percibió por un leve instante una mirada de menosprecio, pero se recompuso con rapidez. Se dirigió al coronel Cooper y le dijo que así lo había hecho. Había quitado la pintura originaria, un trabajo muy minucioso que le tuvo ocupado semanas enteras, pero que era de todo punto necesario, ya que, entre otras cosas, se había empleado plomo blanco como pintura y éste clareaba en el examen radiológico, como los huesos de un cuerpo. A continuación, un grupo de personas le hicieron preguntas que Van Meegeren respondió tranquilo, tomándose su tiempo, con el claro propósito de disfrutar lo máximo posible de toda esta atención.

Me di cuenta de que entonces se produjo un primer asomo de inquietud entre los oyentes. Yo también me sentía cada vez más incómodo en presencia de este hombre siniestro.

El coronel Cooper, sin embargo, parecía aún tranquilo y más interesado que preocupado; le preguntó cómo se le había ocurrido la idea de mezclar baquelita con aceite volátil. Van Meegeren respondió que hacía algunos años había encontrado un librito de un alemán, A. Eibner, que le había sugerido la idea. Cuando le preguntó al coronel si conocía el libro, éste le respondió de manera afirmativa. No fue nada más que una confirmación objetiva, sin que en su voz se percibiera forma alguna de sorpresa o admiración. Estaba claro que no tenía la intención de ceder el mando.

Durante las horas posteriores, el ambiente se iba cargando cada vez más a medida que Van Meegeren explicaba paso a paso cómo había falsificado la antigüedad del cuadro llevando a cabo unas cuantas manipulaciones, y de un modo tal que con las pruebas de antigüedad tradicionales ya no podía demostrarse que no se trataba de un cuadro antiguo. Parecía imposible lo que contaba, pero sabíamos que decía la verdad. Este hombre había realizado con premeditación, minuciosidad y tras un enorme esfuerzo una falsificación perfecta de un lienzo antiguo.

Los pinceles que utilizó eran de pelo de tejón, iguales que los empleados por los pintores de la época, de manera que si de pronto hubiera quedado en el lienzo un pelo, éste no podría haber revelado la falsificación. La reutilización de los clavos viejos y oxidados, extraídos con una pinza que había sido envuelta en un trozo de tela, la adaptación del tamaño en el marco de madera, además del empleo del inglete adecuado: en la mitad superior entallado y no ingleteado de manera oblicua, como se viene realizando durante los últimos cien años. Tras mucho buscar, había encontrado una tienda en Londres donde pudo adquirir los tintes tradicionales: por ejemplo, el plomo blanco —ya que el óxido de cinc no se utilizó hasta más tarde— y en especial el lapislázuli, la exótica tintura azul por la que tuvo que pagar doce mil florines para conseguir apenas ciento cuarenta gramos. Según él, en una ocasión el propio Vermeer obtuvo del príncipe de Orange una onza de este mineral que a la sazón costaba seiscientos florines. Estuvo frotando los tintes hasta conseguir que el tamaño del grano coincidiera con el de Vermeer, y alardeaba de haber empezado a utilizar el microscopio mucho antes que los especialistas. Algunos colores los había creado él mismo, pero como se hacía antes. Vermeer sacaba el color negro chamuscando un trozo de marfil sobre una llama y moliéndolo muy fino a continuación con una piedra para frotar. También esa técnica se la había apropiado Van Meegeren.

Quizá lo que más nos impresionara fuera el hecho de que había estado experimentando casi sin fin con el calentamiento del lienzo hasta alcanzar el endurecimiento exacto de la pintura. Por fin había conseguido los mejores resultados calentando el cuadro a ciento veinte grados Celsius durante cuatro horas, para lo cual construyó un horno especial. A continuación, había pasado por un rodillo el lienzo, que después de haber sido «cocido» adquirió la rigidez de una plancha, para así aportarle el craquelado de manera artificial. Esto le resultó un trabajo ímprobo, porque en ningún caso debía romperse el lino.

Acto seguido, había rellenado los craquelados con tinta china, después había limpiado la pintura y, para terminar, le había dado los últimos retoques con una capa de barniz que debía ser viejo para que estuviera exento de ácido. Aparte, plasmó de un solo trazo la firma sobre el cuadro, tal como lo habría hecho Vermeer, y secó la pintura calentando con un radiador eléctrico el lienzo en ese lugar.

Estuvo realizando un sinfín de experimentos, a veces durante veinte horas sin interrupción. Su esposa llegó a preocuparse por su salud, pero también le reprochaba tácitamente que no le permitiera saber qué era lo que le mantenía tan ocupado en el estudio. Por fin lo consiguió, aunque era consciente de que nunca podría compartir esa experiencia con nadie.

Lo único que llegó a saber su esposa fue que había descubierto el lienzo en una colección privada de una dama italiana de noble familia y antifascista que debía permanecer en el anonimato para no caer en manos de la policía secreta de Mussolini. Y a un amigo que también trabajaba en el ramo, a través del cual salió por fin el cuadro al mercado, le contó que había descubierto un Vermeer que pasó de contrabando una noche, de Torrento a Montecarlo, en el velero de una amiga.

En total estuvo trabajando siete meses en él, a menudo durante noches enteras y descuidando su propia persona.

Se podía advertir con claridad cómo aún le emocionaba ese recuerdo. Dijo que se sentía como si durante todos esos meses hubiera estado poseído. Después alabaron el cuadro por el misticismo que irradiaba la composición en su totalidad, pero en especial el misticismo de Cristo. Naturalmente, ésa había sido siempre su intención, quería imprimir la carga de misticismo sobre todo a la figura de Cristo, el hombre que se encuentra entre los hombres, mientras todo el mundo intuye al mismo tiempo que está en presencia de un poder superior. Pero el hecho de que hubiera conseguido transmitir con tanta fuerza ese misticismo en el lienzo, nos dijo Van Meegeren, tal vez habría que achacarlo sobre todo a su propio subconsciente. La creación de una pintura semejante, tan perfecta, era una experiencia mística, y él se había visto sometido a algo que apenas podía comprender.

Durante la disertación de Van Meegeren, resultaba palpable cómo el grado de nerviosismo de Ruijsseldijk iba creciendo cada vez más. Aunque no llegó a interrumpirle, sacudía repetidas veces la cabeza mostrando su desaprobación. Cuando Van Meegeren hubo terminado por fin, dando paso a un silencio durante el cual cada uno pensaba en lo suyo, Ruijsseldijk lo rompió gritando con voz enardecida que todo eso eran bobadas y que nos estábamos dejando manipular, que Van Meegeren no quería ser tachado de colaboracionista y, por tanto, afirmaba haber realizado una falsificación perfecta. A su modo de ver, era del todo imposible que un creador de pinturas mediocres pudiera haber logrado tan gran excelsitud. El Cervatillo de Van Meegeren colgaba en miles de hogares, pero el hombre que había dibujado el cervatillo de la princesa Juliana no podía ser capaz de culminar una obra maestra semejante, ¿no?

Tras este arranque, se quedó mirándonos en espera de una reacción, pero ésta no se produjo y todo el mundo se mantenía en silencio, como si no se supiera qué pensar de todo esto. Quizá fuera el coronel Cooper el único que sabía cómo había que continuar, pero, si era así, no hizo nada para demostrarlo.

Van Meegeren se había dirigido al cuadro y se quedó cerca de él. Con voz temblorosa, le preguntó a Ruijsseldijk si de veras se creía que no había tenido en cuenta el escepticismo y el desprecio que albergaban él y sus colegas expertos en arte. Dijo que siempre firmaba todas sus falsificaciones con el nombre del maestro finado, pero que en algún lugar de la pintura introducía también su propia firma: la firma de Van Meegeren. Podían ser los ojos de su esposa en el rostro de una criada del siglo XVII, pero también una cortina drapeada igual que alguna cortina de su casa, o una copa de vino antigua, engastada en plata, como la que guardaba en su aparador, pero la firma en este cuadro era aún más personal.

Entre tanto, ya estaba casi pegado a la pintura, cerca del Cristo que tiende su mano hacia la mujer adúltera.

Cuando dejó de hablar, el silencio fue completo, tan completo y carente de movimiento que era como si nuestro pequeño grupo y las figuras de los cuadros que nos rodeaban, con siglos de antigüedad, constituyeran una sola naturaleza muerta, fijada para la eternidad y sustraída al tiempo. Esa imagen siempre ha permanecido grabada en mi memoria, y tras todos estos años, ahora que estoy escribiendo lo que ocurrió hace tanto tiempo, sigo viendo la escena aún claramente ante mí como si hubiera sido ayer.

Todos estábamos esperando la pregunta que ahora debía producirse inevitablemente. El coronel Cooper le preguntó cuál era entonces su firma en este cuadro. En su voz se percibía suspense mientras se levantaba y se dirigía a Van Meegeren y al cuadro. Van Meegeren se volvió hacia el lienzo y acercó su mano a la de Cristo, ambas compartiendo casi el mismo tamaño. «Mi mano —respondió—, si usted la mira bien, verá que mi mano y la de Cristo son la misma mano: la anatomía, las venas en el dorso, los pliegues de la piel, las uñas.» Concluyó con la observación de que nunca le había costado tanto esfuerzo pintar una mano del natural.

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