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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

Las pinturas desaparecidas (9 page)

No respondí, porque más bien parecía estar preguntándoselo a sí mismo.

—Creo que antes habría buscado algún libro sobre este síndrome —continuó—, así tal vez podría estar mejor informado. Puedo asegurarle que no era fácil trabajar con ella.

Fuimos interrumpidos por la camarera. Los dos habíamos pedido una ensalada grande, pues fuera hacía todavía tanto calor y bochorno que no me apetecía nada meterme algo más sólido en el estómago. Peter Kurth sudaba en exceso y parecía como si el agua mineral, que bebía a grandes tragos, de inmediato volviera a salirle por los poros. Cuando tuvo el pañuelo tan empapado que ya no podía absorber más humedad, cogió una servilleta para secarse la frente y el cuello.

Durante la comida fue hablando cada vez menos de Maria. Si bien el trato no había resultado fácil, su talento lo compensaba con creces. Además, tenía la suerte de que su obsesión sirviera para un objetivo claro, no como ocurre con un autista, que, por ejemplo, sabe todo sobre las ranas o puede recitar de memoria todos los números primos. Le gustaba comprobar que era capaz de dirigir sus capacidades y emplearlas en algo útil. Esa satisfacción, por lo demás, no podía compartirla con ella, porque para Maria no tenía ningún sentido. La única vez que la felicitó por su trabajo ni se inmutó.

Estuvimos hablando tanto tiempo que, cuando llegué a la habitación del hotel, decidí aplazar la lectura del catálogo de la colección Lisetsky para el día siguiente.

El calor hizo que mi sueño fuera ligero, y el primer trueno ya me despertó. Al mirar el reloj, vi que era medianoche. Salí de la cama, abrí la puerta corredera y saqué una silla al balcón para sentarme fuera. Sobre la ciudad había estallado un temporal con relámpagos y truenos, y la lluvia caía a cántaros. Mientras estaba allí sentado, de vez en cuando una ráfaga de viento me recorría el cuerpo sudado, trayendo consigo algo del frescor de la lluvia. El cielo, que se iluminaba con la intensidad de los rayos, el resonante trueno, el zumbido de la lluvia, la frescura que traían las sencillas ráfagas de viento, todo eso en una ciudad extraña. Aparte de esta demostración de fuerza de la naturaleza, no podía ni oírse ni verse nada.

Todas las preocupaciones me desaparecieron de golpe: la soledad tras la muerte de Eileen, la inquietud y la impotencia por el paso del tiempo sin saber cuál era el sentido de la vida, este asunto de los Lisetsky en el que me estaba involucrando de manera lenta pero segura.

Tuve la sensación de que, si hubiera podido mirar el reloj de un campanario, habría visto que las manecillas ya no se movían, que todo se había detenido. Me sentí feliz, pero no sabía por qué.

Esa noche soñé que me encontraba ante las puertas de Auschwitz. No había duda posible, porque sobre el portón de acceso al infierno vi la famosa inscripción: ARBEIT MACHT FREI, el trabajo da la libertad. Debajo había un grupo de personas: unos cuantos guardianes alemanes y prisioneros judíos.

Miraban a un hombre que estaba de espaldas a mí, con la figura muy erguida y una estatura que le hacía destacar por encima de los demás. Vestía un abrigo largo, sombrero y guantes. El negro de su ropa contrastaba mucho con el gris y el marrón del grupo que había ante a él. En la mano derecha llevaba un portafolio.

Nadie decía ni una palabra, pero en seguida tuve claro que este hombre era Arthur Wienecke y que había venido a llevarse a los judíos que se encontraban allí enfrente.

Hasta ese momento sólo me sentía mero espectador de una escena en la que, por otra parte, yo no participaba. Entonces Arthur Wienecke se volvió despacio. Busqué su cara, pero permanecía oculta en la sombra que proyectaba el ala del sombrero. Extendió su largo brazo con la mano enguantada de negro. Por un instante pensé que se trataba de mí, que me invitaba a unirme a él, pero me di cuenta de que estaba señalando el paquete que llevaba bajo el brazo. Allí tenía yo, envuelto en papel de embalaje marrón, el cuadro que había heredado de Adriaan Mantingh: el Vermeer falso del que no había podido desprenderse tras encontrarlo después de la guerra en casa de Han van Meegeren.

Una profunda sensación de felicidad se apoderó de mí y sentí que las lágrimas me brotaban de los ojos cuando comprendí que, en mi mano, tenía la llave para liberar de las garras de la muerte a los judíos que se encontraban frente a Arthur Wienecke.

VI

Hasta las diez no había quedado con Peter Kurth, y me tomé mi tiempo para desayunar tranquilo y copiosamente en el hotel. Después de que me hubieran recogido la mesa y haber pedido una segunda taza de café, abrí el catálogo.

Todos los cuadros aparecían representados a todo color, con una extensa explicación de cada lienzo, pero para alguien como yo, que aún no conocía la colección, lo más interesante era la introducción. El conservador del Centraal Museum de Utrecht no ocultaba su admiración por la colección y recalcaba que se trataba de una exposición única de lienzos que, de otra manera, nunca podrían haber llegado a verse. En ese lenguaje solemne y formal, tan habitual de aquella época, argumentaba su afirmación.

El número de pinturas no era especialmente grande, yo conté casi cuarenta, pero juntas formaban una imagen única de la pintura paisajística neerlandesa del siglo XVII. La familia Lisetsky había demostrado una clara preferencia a la hora de ir recopilando la colección: no coleccionaban escenas bíblicas, retratos o naturalezas muertas, estaban tan sólo interesados en la representación que realizaban los pintores del Siglo de Oro de los paisajes que los rodeaban. La parte central la constituían cinco obras de Aelbert Cuyp. De él habían comprado cuadros con rebaños de ganado pastando a orillas de un río, uno de sus temas favoritos. Alrededor habían reunido unos cuantos lienzos de otros pintores con el mismo asunto más o menos. De Jacob van Ruysdael había unos cuantos paisajes de dunas y una vista panorámica de Egmond.

Yo había crecido a las afueras de Egmond y me quedé mirando el cuadro embelesado. Habían cambiado muchas cosas, pero por suerte no todo. Las dunas seguían allí, tantos siglos después seguían estando allí haciendo de barrera natural contra el mar, al igual que la Abadía de Egmond. Cuando de niño pasaba por allí en bicicleta, de camino a la playa, esa construcción grande y antiquísima, rodeada de altos y gruesos muros, siempre desprendía un halo de misterio.

También de Jan van Goyen tenían unos cuantos paisajes de dunas que prestaban especial atención al cielo y a las nubes, que proyectaban sus sombras sobre el paisaje. De Aert van der Neer poseían típicos paisajes de invierno, pero también un par de amaneceres y puestas de sol. Meindert Hobbema estaba representado con unos cuantos paisajes de bosques y molinos de agua. Habían logrado también recoger en su colección lienzos de Paulus Potter, con campesinos y su ganado en el campo. El único pintor que aparecía representado sólo con un cuadro era el paisajista frisón Jacobus Mancadan. Quizá su aportación se redujera sólo a uno porque para entonces los alemanes ya habrían puesto fin al afán coleccionista de los Lisetsky.

Las diferentes facetas del paisaje neerlandés con sus dunas, ríos, la vista de ciudades que sólo violaban en parte esa naturaleza, castillos y ruinas, las típicas escenas bucólicas con los campesinos y su ganado y el cielo descollando sobre todo, con su luz y efectos de sombra, ofrecían una imagen única de la apariencia de los Países Bajos en aquella época.

Por primera vez me percaté, y esa idea me sacudió como una bofetada, de que no se trataba de unos cuantos lienzos individuales, sino de una colección que formaba un conjunto. La suma de lo que se había reunido aquí era mucho más que las partes tomadas por separado. Eso era lo que hacía única la colección y, probablemente, de un valor incalculable.

Cuando vi el rostro de Peter Kurth, supe que no tenía buenas noticias. En esta ocasión no me hizo esperar y, una vez sentados en su despacho, el uno frente al otro, fue de inmediato al grano:

—Su suposición era correcta. Maria, en efecto, estuvo hablando esa noche por teléfono, a eso de las once. La llamada procedía de Estados Unidos, de Boston, y llamaron desde una cabina telefónica. Fin de la historia, por tanto —parecía decepcionado.

—¿Fue una conversación larga? —pregunté.

—Más de diez minutos.

Durante todo este tiempo una cosa me había tenido preocupado. Ahora que estaba seguro de que alguien había llamado, la respuesta a mi pregunta había adquirido mayor importancia. Porque ¿quién llama a las once de la noche a una oficina? A Maria la habían llamado a horas intempestivas, casi no podía ser de otro modo. Si hubiera sido antes, a una hora normal, en seguida habría llamado a los Lisetsky con lo que sin duda eran noticias importantes, pero a esas horas de la noche lo más que puedes esperarte es que salte un contestador, ¿no es cierto? ¿Quien había llamado sabía que Maria acostumbraba a trabajar de noche? En caso afirmativo, aún era demasiado pronto para concluir que nos hallábamos ante una pista que conducía a un callejón sin salida.

—¿Tenía Maria un número directo o todas las llamadas pasan por la recepcionista?

Peter Kurth se quedó mirándome de manera inquisitiva, pero sin pedirme explicación dio un salto para levantarse de su asiento y se apresuró al pasillo con grandes pasos. Regresó al cabo de un par de minutos.

—La llamaron a su número directo —dijo aún en el vano de la puerta.

Asentí satisfecho.

—¿Entonces?

—En cualquier caso tenemos algo. Es una suposición arriesgada, pero me gustaría comprobar algo más. ¿No tenían ustedes también una sucursal en América?

—Sí, en Nueva York.

—¿Podría usted averiguar si alrededor de la hora en que se produjo la muerte de Maria alguno de sus trabajadores recibió cualquier información sobre la colección Lisetsky? Dentro de su organización era del dominio público que Maria era la especialista en ese terreno, ¿no? Quizá le hubieran derivado a alguien.

Era una línea muy fina.

—Por supuesto que lo haré, pero deberá tener un poco de paciencia, porque toda esa gente todavía está en la cama, allí son las cuatro de la madrugada.

Esta vez decidí no esperar. Tenía más cosas que hacer y debía regresar a Amsterdam. Si se produjera algo nuevo, también podrían localizarme allí.

Peter Kurth prometió llamar a la oficina de Nueva York tan pronto como abrieran, así que dentro de unas cuatro horas volvería a tener noticias suyas, más o menos el tiempo que necesitaba para llegar con el tren a casa.

Antes de irme, le pregunté si podía hacer una copia del catálogo. Obtuve fabulosas fotocopias en color de las pinturas y eso me recordó que deseaba saber la opinión de Peter Kurth sobre una cosa. Me tenía intrigado que no se hubiera recuperado ni un solo cuadro de la colección. En mi opinión eso sólo podía explicarse de dos maneras, y cuando le pedí una aclaración, Peter Kurth confirmó mis sospechas.

—Sólo hay dos posibilidades: o bien se destruyó toda la colección en las postrimerías de la guerra, o bien la colección sigue aún intacta en su totalidad. Es casi imposible que se hayan dispersado cuarenta cuadros de esta excepcional calidad y que después no haya vuelto a aparecer ni uno. —Meneó la cabeza repetidas veces, como si esto ayudara a apoyar su argumentación, y continuó—: Esa posibilidad es realmente mínima. Yo me inclino a pensar que la colección ha llegado a manos de los rusos. Al final de la guerra las avanzadillas del Ejército Rojo se dedicaron a la rapiña. A su modo de ver, de manera justificada, porque los nazis habían devastado su país, que estaba casi en bancarrota. Los rusos crearon las llamadas «Brigadas de Trofeos», formadas por historiadores de arte, empleados de museos, restauradores e incluso artistas que, con uniforme de oficiales, fueron enviados con el ejército en su incesante avance. Según las estimaciones, a Rusia se trasladaron aproximadamente dos millones y medio de obras de arte, libros y archivos. Es bastante desagradable si se da cuenta de que estas Brigadas de Trofeos hacían justo lo contrario que la Monuments, Fine Arts and Archives Section creada por los aliados siguiendo el mismo criterio. ¿Ha oído hablar alguna vez de esta última organización?

Recordé la carta de Adriaan, donde me contaba que él mismo había formado parte de uno de esos equipos MFA&A, y asentí.

—Los oficiales de la MFA&A intentaron, en la medida de lo posible, devolver las obras de arte a sus países de procedencia, mientras que sus colegas rusos lo que se proponían precisamente era arramblar con todo el arte y los bienes culturales que encontraban y llevárselos a su patria. Así pues, me parece una posibilidad real que hubieran topado con la colección Lisetsky y, acto seguido, se la hubieran llevado.

Le pregunté si no seguía siendo extraño que ahora, unos sesenta años después, aún no se hubieran tenido noticias de los cuadros. Se encogió de hombros:

—Sí y no. No, porque parece casi imposible. Sí, porque usted mismo tiene un ejemplo reciente. ¿Conoce la historia de la colección Koenig?

—Sí, claro. En nuestro país salió en todos los periódicos.

—Bueno, ése es un claro ejemplo. En todos esos años en que la colección estuvo desaparecida corría el rumor persistente de que habría caído en manos rusas, pero ellos se mantenían en sus trece y negaban tenerla, hasta que la colección reapareció por fin al cabo de cincuenta años. Puedo asegurarle que si el Muro no hubiera caído, esos dibujos seguirían estando registrados en nuestra base de datos como desaparecidos.

En el tren tuve todo el tiempo del mundo para reflexionar sobre las palabras de Peter Kurth. Quizá su conclusión viniera dada también por la determinación de Maria en este asunto. Ella también habría afirmado que la colección Lisetsky o bien había sido destruida o bien estaba aún íntegra. Era lo uno o lo otro y, por tanto, también de manera literal, o todo o nada. La noche en que murió había recibido una señal de que tal vez fuera «todo».

En realidad yo no sabía nada de las motivaciones de Maria. ¿Lo había hecho para honrar a su padre o por amor hacia él? ¿Pero podía hablarse de palabras como «honra» o «amor» en el mundo interior de alguien con una afección autista?

¿Qué significaría esa certeza del «todo o nada» para los Lisetsky? Seguro que eran igual de conscientes, y, sobre todo, ahora que comprendía que se trataba de una colección tan especial, me parecía una pesada carga espiritual. ¿Estaban buscando en vano algo que ya hacía casi sesenta años que había sido destruido? ¿Y qué significaba para ellos ese mensaje de Maria en el que se hablaba de que acaso hubiera una pista? Aunque al principio me hubiera esforzado por guardar las distancias, sentía cómo ahora este asunto me iba atrayendo cada vez más, poco a poco.

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