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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

Las pinturas desaparecidas (8 page)

Sonó como si hubiera preferido no prestármelo y miró escrutadora a Peter Kurth. Por lo visto, conmigo se había hecho una excepción en lo referente a las reglas de préstamo de la oficina.

V

La patrona de Maria habitaba un piso del mismo tamaño que el mío en el barrio de De Pijp de Amsterdam. De ese espacio limitado había alquilado una habitación y compartía con su inquilina la ducha y el váter. Maria no tenía que cocinar porque la patrona se encargaba del desayuno y de la cena, que se servían siempre a la hora en punto, a las siete de la mañana y a las seis de la tarde respectivamente. Según nos contó, siempre llegaba a tiempo, y le gustaban tanto las cosas predecibles que los domingos por la tarde pergeñaban en común el menú para la semana siguiente. Por la satisfacción que se percibía en el relato de la patrona, comprendí que consideraba a Maria la inquilina ideal: pulcra y ordenada.

Cuando vi el interior de la habitación amueblada que había alquilado, me pregunté cuántas personas más habrían vivido allí antes de que ella empezara a utilizarla. Una mesa redonda de comedor con dos sillas sencillas, una butaca con respaldo alto al lado de una mesita auxiliar y una lámpara de pie de lectura con una pantalla amarillenta. El barniz azul oscuro de los muebles de madera se había vuelto opaco, y el asiento y los brazos de la butaca mostraban zonas desgastadas. La moqueta marrón y el papel pintado con franjas verticales de color ocre empequeñecían aún más la habitación. En las paredes colgaban unas cuantas reproducciones de cuadros desconocidos.

Todo tenía un aspecto sombrío allí, y evocaba la imagen de un tiempo que ya había quedado muy atrás. Este lugar bien podría haber estado en un museo como representación de una época, pero ahora me encontraba en una habitación en la que hasta hace poco había vivido alguien y que despertaba en mi interior la acaparadora sensación de una combinación opresora entre la típica mentalidad burguesa y la clase de pobreza de ciertas personas que apenas tenían lo suficiente para vivir. El hecho de que la moradora se hubiera encontrado cómoda con el mobiliario, desgastado pero no roto, y de que la habitación estuviera muy limpia reforzaba aún más esa impresión.

Cuando le pregunté a la patrona por la cama, ésta se dirigió a un nicho en la pared, descorrió una cortina y nos mostró cómo se desplegaba la cama. Junto al armario, había otro nicho que engullía un lavabo con un gran espejo encima.

Maria Wienecke había colgado su ropa de manera impecable y en los cajones todo aparecía ordenado en pequeños rimeros. No tenía mucha ropa, pero la que tenía parecía cuidada y, por fortuna, no raída, como constaté con alivio. A excepción de la ropa y algunos artículos de tocador, en esta habitación tampoco había nada que pudiera revelarnos algo sobre esta mujer. ¿Vivía aquí porque no podía permitirse nada mejor o le daba igual alquilar una habitación tan deprimente?

Me volví hacia Peter Kurth y le pregunté:

—¿Usted sabía que vivía así?

Negó con la cabeza en silencio. Si había sentido algo de aprecio por Maria, esto debía de ser para él un penoso espectáculo.

En mi mejor alemán le pregunté a la patrona, que no nos había dejado solos ni un momento, qué hacía Maria por las noches y los fines de semana, cuando no trabajaba.

Se quedó mirándome sorprendida y dijo:

—La mayoría de las noches volvía a la oficina después de cenar y los fines de semana trabajaba también. Eso debería de saberlo usted mejor que yo, ¿no?

Peter Kurth tomó la palabra y le dijo que él sí lo sabía, pero que era yo quien deseaba saber algo más de Maria. La patrona tampoco pudo contarnos mucho sobre ella. Pagaba a su debido tiempo, era tranquila y nunca recibía visitas. Casi siempre se iba a comer a su habitación, pero alguna que otra vez comían juntas y, si ponían algo interesante en la televisión, la invitaba a verlo. Ya me había llamado la atención que en la habitación no hubiera ninguna televisión, ni siquiera un aparato de radio o un equipo de música.

—Pero tendrá algún papel: un pasaporte, una póliza de seguros, papeles del banco, una partida de nacimiento y esa clase de documentos, ¿no? —pregunté.

La patrona asintió y nos contó que tras el accidente estuvo allí la policía y se llevó todos sus documentos personales. «Que por lo demás no eran muchos», añadió.

Le pregunté a Peter Kurth si quería pasarse por la comisaría para estar más seguros, quizá allí tuvieran algo que pudiera servirnos.

Ya estaba a punto de salir cuando la curiosidad me llevó a acercarme a un texto enmarcado que colgaba sobre la cama, preguntándome qué lugar común contendría. Una versión alemana del «En casa propia, el alma en gloria» o «Lumbre en casa calienta y no abrasa» me parecía aquí lo más apropiado.

Sin embargo, no era nada de eso. Cogí el marco de la pared y lo observé muy sorprendido. No era parte del mobiliario alquilado, la propia Maria debía de haberlo colgado allí. El texto rezaba:

YAD VASHEM

concede por la presente, en fecha

7 de mayo de 1968,

la condecoración más honorífica que tiene

a su disposición,

«Righteous Among the Nations»,

A

Dr. Arthur Wienecke

por los actos heroicos realizados durante la Segunda

Guerra Mundial a riesgo de su propia vida y que

llevaron a la salvación de innumerables vidas judías.

Acerqué el marco a Peter Kurth y le mostré el texto. Se puso rojo y las cicatrices de su rostro se amorataron aún más.

—Dios mío —fue lo único que llegó a articular.

Peter Kurth, con alguna dificultad, consiguió convencer a la patrona para que le dejara el documento. Era evidente que no podíamos despedirnos así y me propuso que fuéramos a cenar juntos. No llamó a nadie por teléfono, lo que me llevó a pensar que quizá también él viviera solo.

En el restaurante donde entramos requirió mi atención sobre el diploma que dejamos a un lado sobre nuestra mesa.

—Cuando contraté a Maria le pregunté, por supuesto, si era familia de Arthur Wienecke, ya que después de todo también ella era suiza. Me dijo que no, y, como Wienecke es un apellido muy común allí, no volví a prestarle mayor atención. Debía de ser su hija.

Estaba visiblemente afectado, pero también transmitía algo de vergüenza. No se molestó en disculparse por no haberse enterado.

—¿Quién era ese señor Arthur Wienecke? Por lo visto, alguien importante para usted, pero a mí ese nombre no me dice nada.

Alzó un poco las cejas.

—Un enigma.

—¿Perdón?

Volvió a pasarse las grandes manos por el paisaje lunar de sus mejillas y las entrelazó ante el rostro, tras lo cual empezó su relato.

—Arthur Wienecke era un abogado suizo gran experto en materia de arte que, durante la guerra, fue utilizado por los nazis para trasladar obras robadas y demás objetos valiosos a Suiza con el fin de ocultarlos allí y ponerlos a buen recaudo. Como residente de un país neutral, podía viajar libremente por Europa, tanto más cuando los negocios que realizaba le venían encargados por nazis de alto rango. Cuando terminó la guerra, le pusieron en la picota por colaboracionismo, hasta que algunos judíos salieron a la palestra contando una historia bien distinta. ¿Sabe usted algo sobre el tráfico de arte durante la guerra?

—Algo, pero no mucho. Continúe, por favor.

—Durante la guerra, el comercio con obras de arte cobró bastante auge. Los nazis robaban a los judíos, pero también estaban dispuestos a pagar altas sumas de dinero por obras de arte para incentivar así el mercado. Ha de saber usted que, sobre todo en los primeros años de guerra, realizaron ímprobos esfuerzos para otorgar un carácter legal a este tipo de comercio. El saqueo a los judíos había sido legitimado de forma oficial por el Tercer Reich, pero no pasaba lo mismo con las posesiones de quienes no eran judíos, que debían ser adquiridas por cauces normales. Muchos marchantes de arte se hicieron de oro en esos años. A veces utilizaban transacciones complicadas en las que no sólo cambiaba el dinero de propietario, sino que también se canjeaban cuadros. Los nazis sentían aversión por la pintura moderna y, en especial, por el impresionismo, al que llamaban arte degenerado. Sin ningún pudor, cambiaban cuadros de Van Gogh, Cézanne, Monet y otros impresionistas, piezas que habían llegado a su poder mediante la rapiña ejercida sobre los coleccionistas judíos. A veces ofrecían diez o veinte lienzos impresionistas que a su manera de ver carecían de valor, incluso con el pago adicional de dinero en metálico, para conseguir un Rembrandt o un Vermeer. ¿Puede usted hacerse una idea de a qué tipo de estrafalarias transacciones llevó este proceder?

Le dije que a mí sobre todo me parecía una clara demostración de falta de auténticos conocimientos en materia de arte y él asintió dándome la razón, pero no profundizó más en el tema.

—Eso también, pero sea como fuere: Wienecke hacía las veces de araña en esa red y sabía combinar de manera infalible oferta y demanda. Más tarde resultó que lo que buscaba con esos negocios era conseguir la libertad de algunos judíos. Por grande que fuera el odio que sentían los nazis hacia los judíos, se demostró que en su avidez no pusieron reparos en intercambiar judíos por las obras de arte que codiciaban, adoptando una postura especialmente pragmática al hacerlo. La única explicación que se me ocurre es que los chamarileros de Hitler y Göring se sintieran presionados por el insaciable afán coleccionista de sus clientes. Había que hacer negocios costara lo que costara, y Arthur Wienecke, como suizo neutral, era un excelente intermediario; en cualquier caso, le dejaron todo el campo libre para que interpretara su papel. Él mismo recolectaba a «sus» judíos del Hollandsche Schouwburg en Amsterdam, donde se hallaban confinados, del campo de concentración de Westerbrak, incluso cuando ya estaban metidos en los trenes. Hasta llegó a decirse que una vez se plantó ante las puertas de Auschwitz. ¡Imagínese lo valiente que debía de ser ese hombre!

En su voz se dejaba traslucir la admiración. Se detuvo un momento para tomar un trago de agua y, a continuación, señaló en mi dirección con el índice extendido, pero volvió a entregarse a su exposición de los hechos de tal manera que me pregunté si realmente estaba viéndome.

—¿Sabe usted qué es para mí lo más extraordinario de toda esta historia? Wienecke nunca quiso decir ni una palabra al respecto y siempre estuvo callado. ¿Qué movía a alguien que no era judío a actuar de forma semejante, poniendo en riesgo su propia vida? Cuando le denostaron, guardó silencio, y siguió guardándolo cuando poco después su imagen fue rehabilitada. De modo que todo lo que se conoce de ese hombre proviene del testimonio de otros. Él era impenetrable, y eso también debe de haber contribuido a la formación del mito que surgió en torno a su persona. El hecho de que en un primer momento llegara a estar tan desprestigiado probablemente también tuviera mucho que ver con la postura que adoptaron los suizos frente a los nazis: era un escándalo ver cómo colaboraban con ellos casi hasta el final de la guerra. Wienecke fue uno de los pocos suizos buenos. Pero hay algo más que no quiero ocultarle. Arthur Wienecke resultaba interesante para nosotros desde la perspectiva de la historia del arte porque corría un insistente rumor que decía que también intercambió adrede falsificaciones por personas. En esta ocasión tampoco quiso abrir la boca para desmentir o confirmar el rumor. Tampoco podemos preguntarle ahora nada, porque falleció en 1988. Por lo visto, Yad Vashem estaba convencido de sus buenas intenciones, porque la condecoración «Righteous Among the Nations» se concede sólo en casos muy especiales a personas no judías que durante la guerra se esforzaron en ayudar a judíos aun a riesgo de sus propias vidas.

Al parecer, se esperaba de mí que supiera lo que era Yad Vashem, pero me resultaba desconocido del todo. Cuando se lo dije, Peter Kurth reaccionó alzando las cejas:

—¿De veras que no ha oído hablar nunca de Yad Vashem? —Sonó casi indignado.

—No, es lo que le acabo de decir —le respondí irritado.

En su rostro apareció una sonrisa.

—Perdón, había olvidado que usted se mueve en otro mundo. En mi trabajo tarde o temprano terminas por toparte con ese nombre. Yad Vashem es un instituto fundado para mantener vivo el recuerdo del holocausto y sus víctimas. Con este motivo han construido en Jerusalén un enorme complejo con museos, archivos, una biblioteca, monumentos conmemorativos e incluso un colegio. Los nombres de personas como Arthur Wienecke están esculpidos allí en piedra. Yo estuve hace algunos años y puedo asegurarle que se siente algo especial al pasar por delante de todos esos nombres de personas que se partieron el pecho por su prójimo judío. En ese complejo, en medio de toda esa conmemoración de una pena inconcebible, constituye en realidad la única señal que atestigua las bondades del hombre.

Si se trataba de una meditación filosófica por su parte, yo no estaba dispuesto a meterme. Tenía una pregunta que me preocupaba más.

—Pero ¿por qué cree usted que Maria lo mantenía en secreto? ¿Es éste un proceder propio de alguien de quien, por lo que parece, usted conoce tan poco?

Me miró serio, posiblemente asustado por el matiz cínico de mi observación. Había estado hablando sobre la vida de Arthur Wienecke con una mezcla de respeto y admiración y, poco a poco, se le había ido suavizando ese rictus severo en la boca.

—Sólo se me ocurre una explicación: Maria tenía el síndrome de Asperger, un trastorno afín al autismo. Las personas que lo padecen son incapaces de identificarse con los sentimientos de otros, se aferran desesperadamente al orden y a modelos de conducta fijos y, en muchos casos, sienten un interés especial por un solo asunto del que lo saben todo. ¿Reconoce usted algo de todo esto en lo que hasta ahora sabe y ha visto de Maria?

Asentí y dije:

—¿Pero por qué le molesta tanto hablar de ello?

—Porque a los autistas casi siempre se les considera una especie de raritos. Una combinación de seres conmovedores, tristes, trastornados y geniales. Si dices autismo, te cuelgan el sambenito en seguida. —Y concluyó irritado con—: Esa es la razón por la que prefiero no hablar del tema.

—Pero para usted no supuso ningún inconveniente que Maria padeciera esa enfermedad, usted la contrató a pesar de todo.

—Entiéndame bien, señor Havix: no lo hice porque me diera lástima. Compartíamos nuestra obsesión por este trabajo. La primera vez que la vi sólo tratamos asuntos relacionados con él. Era evidente que sus conocimientos eran enormes, y hablaba del tema sin cesar. Durante esa conversación no le pregunté nada personal, probablemente eso también diga mucho de mí. Si le hubiera preguntado, tal vez habría tardado menos en percatarme de lo extraña que era. En ese momento me pareció algo rígida y nerviosa, nada más. ¿Cree usted que, de haberlo sabido, la habría contratado de todas formas?

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