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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (19 page)

BOOK: Las Hermanas Penderwick
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Skye fue tras ella.

—¡Me atrevo porque soy una Penderwick, pero qué va a saber usted de mi familia!

—¿Lo ves, Jeffrey? ¡Estaba espiando de nuevo!

—Sí, lo reconozco —admitió, orgullosa—. Tenía que asegurarme de que Jeffrey estaba bien.

—Serás presuntuosa... ¡¡Churchie!!

—Y me alegro de haber espiado, porque he oído todo lo que ha dicho y no tiene derecho a...

De repente notó que alguien le ponía la mano sobre el hombro, tratando de apaciguarla. Era Churchie, que jadeaba y tenía el rostro enrojecido de haber corrido.

—Vamos, Skye —dijo el ama de llaves tomando de la mano a Risitas, que se había puesto a llorar de nuevo—. Será mejor que volváis a casa.

Sin embargo, Skye estaba demasiado alterada para atender a razones, y se encaró a la señora Tifton.

—Usted no entendería nada sobre mi madre ni en un millón de años. No es lo bastante buena. Ella jamás nos habría abandonado a propósito. Murió hace años, ¿me oye? ¡¡Mi madre está muerta!!

—No tenía ni idea; nadie me lo había dicho.

—Jeffrey intentaba decírselo, pero como de costumbre no le ha prestado atención.

—Skye, cariño, ya basta —insistió Churchie—. Hazlo por tu hermana.

—Sí, Churchie, por favor —suplicó la señora Tifton, que parecía ir a desmayarse en cualquier momento—. Llévatelas de aquí.

—Ya me voy yo sola. —Temblando de cólera, Skye se acercó a Jeffrey. Él también temblaba, aunque no de rabia. Más bien era como si acabara de sobrevivir a un tornado. La niña bajó la voz para que sólo él pudiese oírla—. Lo siento; lo siento de veras, pero no podía quedarme de brazos cruzados.

—Ya lo sé.

Skye cerró el puño y se lo tendió a su amigo, que puso el suyo encima.

—¿Amigos para siempre? —preguntó ella.

—Amigos para siempre.

—Por el Honor de la Familia Penderwick —dijeron al unísono.

Skye avanzaba a través de la lluvia, sintiéndola caer por su cabello y su cara, y notando cómo le empapaba la camiseta y las bermudas. Después de haberle puesto a Risitas su chubasquero amarillo, Churchie había tratado de convencerla para que se llevara un impermeable, pero Skye tenía tanta prisa por salir de aquella casa y alejarse de la señora Tifton que no había atendido a razones. Ahora las dos hermanas estaban a punto de llegar a la estatua del hombre del rayo, y no tardarían en atravesar el túnel y volver al lado pacífico del seto.

—¿Puedo preguntarte algo? —le dijo Risitas, mirándola por debajo de la capucha.

—¿Qué?

—¿En serio soy extraña? ¿En serio me pasa algo raro, como ha dicho la señora Tifton?

Skye se arrodilló en la hierba mojada y la miró sin pestañear.

—No, so tonta, no te pasa nada malo. Eres una niña perfectamente normal; lo que ocurre es que esa mujer no sabe de lo que habla.

—¿Estás segura?

—Completamente.

—Vale.

—¿Alguna otra pregunta?

—Por ahora no.

—Entonces vamos a casa con papá. —La tomó de la mano y no la soltó hasta que llegaron a la casita.

CAPÍTULO CATORCE

Aventura a medianoche

—Un cuento más —solicitó Risitas.

—Pero si ya te he contado tres —contestó Rosalind—. Ya sabes que la regla es un cuento por noche.

—Por favor. Esta noche
Hound
está triste y se siente solo.

En cuanto oyó que pronunciaban su nombre, el perro soltó el hueso que estaba masticando, correteó alrededor del dormitorio y saltó alegremente sobre la cama de Risitas.

—Triste y solo, ya lo veo —dijo Rosalind, echándolo de la cama y preguntándose por enésima vez qué les habría ocurrido a Skye y la pequeña esa mañana en Arundel Hall. Skye se había encerrado en su cuarto nada más llegar, y Risitas, que había vuelto con los ojos rojos e hinchados, había insistido en quedarse junto a su hermana mayor el resto del día. De todas maneras, ni la una ni la otra habían entrado en detalles.

—Pues cuéntame una historia sobre mamá y el tío Gordon cuando eran pequeños.

—Vale, pero sólo si me prometes que luego te dormirás.

—Prometido.

—¿Quieres la de la mantequilla de cacahuete en la pared o la del trineo?

—Las dos.

—Risitas... —dijo Rosalind en tono de advertencia.

—La del trineo.

—Una vez, cuando el tío Gordon tenía siete años
y
mamá cinco, el tío leyó un libro sobre trineos y decidió aprender a montar en ellos.

—Pero era verano.

—Y por lo tanto no había nieve. Así que agarró el colchón de su cama y lo arrastró hasta lo alto de la escalera, para poder deslizarse por ella como si estuviese en la ladera de una montaña. Sin embargo, como no estaba seguro de que fuera a funcionar, le pidió a mamá que lo probase primero.

—Y mamá contestó que no —repuso Risitas, adormilada. Se le estaban empezando a cerrar los ojos.

—Hasta que el tío Gordon le dijo que le pagaría veinticinco centavos por intentarlo, conque mamá se metió bajo las sábanas, porque el tío había dejado puestas las sábanas y la colcha, y entonces él lo empujó con todas sus fuerzas. —Hizo una pausa, y como su hermanita no decía nada, suspiró y continuó con la historia—. Sin embargo, la escalera no era recta, y después de doce escalones mamá aterrizó en el primer rellano, pero el colchón siguió adelante otros doce escalones hasta llegar abajo del todo, y por supuesto acabó plegado como un acordeón, y mamá, enredada entre las sábanas, se puso a chillar. ¿Risitas?

La niña había acabado por dormirse. Rosalind la arropó con cariño, le dio un beso en la mejilla, y miró a
Hound
como indicándole que no se atreviese a subir de nuevo a la cama. El perro, por su parte, le dedicó una gran sonrisa perruna llena de inocencia. Rosalind apagó la luz,cerró la puerta e inmediatamente oyó que el sabueso saltaba sobre el lecho de Risitas. Suspiró y subió al ático.

Era el turno de ir a ver a Jane, que había guardado cama todo el día a causa de su resfriado, sonándose la nariz, escribiendo, leyendo y volviendo a sonarse la nariz. La luz de su cuarto seguía encendida, y el libro que estaba leyendo,
Magia junto al lago,
yacía abierto sobre las sábanas. Sin embargo, Jane no había tardado en dormirse, y sus rizos se extendían encima de la almohada. Rosalind dejó el libro en la mesita de noche y posó la mano sobre la frente de su hermana: ya no estaba tan caliente. Obviamente, le había bajado la fiebre; papá estaría más tranquilo cuando se enterase.

De repente Jane se estremeció.

—Ahora que eres libre, Arthur —murmuró—, ¿adonde puedo llevarte con mi globo? Elige el destino que más te guste. ¿Rusia, tal vez? ¿Australia? ¿Brasil?

—Jane, soy Rosalind. ¿Necesitas algo?

—Y el chico contestó: «Cualquier lugar del mundo donde doña Horripilante no pueda encontrarme.»

—Vale, vale; sigue durmiendo. —Apagó la luz y bajó a su habitación.

Dentro de sólo tres noches estarían de vuelta en Cameron. ¿Echaría de menos aquella cama? No era tan bonita como la de su casa, con sus muebles rojos, las coloridas cortinas de raso y el cobertor que le había tejido su madre, pero de todas maneras había pasado buenos ratos en ella. Ahí estaba el libro que le había prestado Cagney sobre la batalla de Gettysburg, que casi había terminado; y una rosa blanca del rosal sobre el escritorio; y todas las cartas que había recibido de Anna, llenas de consejos sobre Cagney. Y colgado en la parte de fuera del armario, donde pudiera verlo a diario, estaba el vestido de tirantes que había llevado para el cumpleaños de Jeffrey. Rosalind se acercó a él y, uno por uno, acarició los botones de la espalda; trece en total. Lo sabía de memoria, igual que recordaba palabra por palabra lo que Cagney había dicho cuando la vio con él puesto.

Se acercó a la ventana, levantó la mosquitera y se asomó al exterior. Había cesado de llover. El cielo estaba despejado y la luna brillaba por encima de la copa de los árboles. Rosalind había calculado que, situándose en cierto ángulo y girándose levemente hacia la izquierda, estaba en línea recta con el apartamento de Cagney, e incluso podría ver las luces de la cochera si los árboles y el seto no estuvieran en medio.

«¡Guau, chicas, estáis guapísimas!» Eso es lo que él había dicho. De vez en cuando, la muchacha fantaseaba con la idea de que el jardinero se lo decía sólo a ella. «¡Guau, Rosalind, estás guapísima!»

De repente se sobresaltó y se golpeó la cabeza contra la mosquitera. Alguien llamaba a la puerta de su dormitorio.

—Rosalind, ¿estás ahí?

Era Skye. Rosalind cerró la ventana y abrió la puerta.

—¿Qué ocurre?

—Nada; ¿por qué tendría que ocurrir algo? —Entró y se sentó en la cama.

—Claro, lo que tú digas. Te encierras en tu habitación durante horas y luego te pasas toda la cena de mal humor.

—¿Tanto se me notaba?

—Sí. —Rosalind se sentó junto a su hermana y esperó. Por lo general, resultaba más fácil dejar que Skye se tomara su tiempo para soltarse.

Y eso fue justamente lo que pasó. Primero miró a su alrededor, agitando las piernas, y luego clavó la mirada en el techo durante unos minutos.

—¿Alguna vez has perdido los nervios? —preguntó al final.

—Si lo recuerdas, el segundo día de estar aquí te grité por haber quemado aquellas galletas.

—Ya, pero me refiero a perder los nervios de
verdad,
a volverte loca.

—Bueno, cuando Tommy Geiger me tiró un trabajo de la escuela en un charco de barro, le dije de todo.

—¡Pero eso fue hace años, Rosalind! ¡Debías de
estar
en tercer o cuarto curso!

—Pues es la última vez que recuerdo.

Skye volvió a mirar al techo. A Rosalind se le estaba agotando la paciencia. Como no apretase un poco a su hermana, podían estar sentadas allí toda la noche.

—¿Acaso hoy has perdido los nervios?

—Sí, ¿cómo lo has sabido? Todo ha sido culpa de la señora Tifton; le he dicho cosas que... Pero lo que ella ha dicho primero era mucho peor, y no he podido contenerme.

Rosalind sabía que debía reprenderla, porque las Penderwick jamás contestaban de mala manera a los adultos, sobre todo cuando habían prometido comportarse bien con unos adultos en particular. No obstante, la idea de que la madre de Jeffrey hubiera dicho cosas terribles le dio escalofríos, y no pudo evitar preguntar:

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Cosas horribles sobre mamá.

Aquello fue como un puñetazo en pleno rostro. Rosalind contuvo el aliento y miró la fotografía de su madre que tenía sobre la mesita de noche. Su amada madre, un millón de veces más bondadosa que la señora Tifton.

—¿Cómo ha tenido el valor? ¿Qué sabrá ella de mamá?

—Nada. Eso es justo lo que yo le he dicho.

—Me alegro.

—Entonces, ¿no crees que me he equivocado al perder los nervios con ella?

—Bueno... —No sabía qué contestar.

—Porque has de saber que también ha soltado cosas espantosas acerca de nosotras. A mí me ha llamado desvergonzada e insolente, y ha dicho que Risitas es rara, y que tú sigues a Cagney como un perrito faldero y que, un día, algún hombre se propasará contigo y ése será el fin de tu inocencia.

—El fin de... —Aquello fue peor que una bofetada; Rosalind sintió como si le hubiesen lanzado un cubo de basura podrida a la cabeza. Se tiró en la cama y hundió el rostro en la almohada.

Skye estaba desolada. ¿Por qué cada vez que abría su bocaza tenía que lastimar a alguien?

—Lo siento, Rosalind; no debería habértelo contado. —No; has hecho bien. Y ahora vete, por favor; quiero estar sola. —Pero...

—Vete.

«No puedes quedarte aquí tumbada para siempre —se dijo Rosalind para sus adentros—. O a lo mejor sí —pensó inmediatamente después—. Puedo quedarme aquí el tiempo que me dé la gana, hasta que sea la hora de meternos en el coche y volver a Cameron. De esa manera no tendré que ver a nadie de Arundel. Seguro que la señora Tifton no es la única que se ha percatado de lo tonta que he sido; seguro que Churchie, esa babosa de Dexter, Harry el vendedor de tomates e incluso el propio Cagney se han dado cuenta.»

Rosalind no dejaba de moverse en la cama. Ya llevaba dos horas allí, sin hacer otra cosa que darle vueltas y más vueltas a sus pensamientos. Cuando su padre entró a desearle buenas noches y arroparla, ella fingió estar dormida hasta que él apagó la luz. Jamás había hecho eso; sintió como si lo estuviese decepcionando. ¿Acaso era así como se sentía una al estar enamorada?

¿Estaba ella enamorada? Hacía ya tiempo que se lo preguntaba. La madre de Anna decía que una está enamorada cuando se siente como si la hubiera atropellado un camión. Más que un camión, Rosalind se sentía como si la hubiese atropellado una moto, lo cual no era comparable. De todos modos, ¿podía una enamorarse de alguien que no estaba enamorado de ella? Y lo que era todavía más importante, ¿de alguien a quien jamás había besado? Según Anna, de ninguna manera, pero Rosalind no estaba tan segura. Sabía que se podía besar a alguien sin estar enamorado. De hecho, no estaba enamorada de Nate Cartmell cuando él la besó en la fiesta del día de San Valentín, ni de Tommy Geiger cuando ella le dio un beso en la mejilla después de perder una apuesta con Anna. Con todo, aquéllos eran pasajes de su infancia. Seguro que besar a Cagney sería una cosa muy, muy distinta.

Besar a Cagney. Esas simples palabras ya la hacían ruborizarse y sentirse confusa. «Esto es horrible; me estoy volviendo como esas chicas de la escuela que sólo pueden pensar en chicos. —Se levantó de un salto y se tiró de los rizos—. Necesito aire fresco; necesito aclarar mis ideas.»

Resultaba retorcidamente placentero estar ahí fuera, en mitad de la noche, sin que nadie estuviese al corriente. Rosalind caminó por el césped, todavía húmedo, sin apartar la mirada de la luna. Qué misteriosa y gloriosa era, siempre majestuosa en el firmamento. ¿Qué eran la señora Tifton y su mente abyecta en comparación con ella? ¡Nada en absoluto! Rosalind se dedicó a deambular como si fuese joven e irresponsable de nuevo.

Quería contemplar los jardines de Arundel por última vez, antes de refugiarse de nuevo en su dormitorio. Corrió a lo largo del seto, se introdujo en el túnel, pasó a toda velocidad junto al hombre del rayo y, en un momento dado, se detuvo en seco, embelesada por la belleza del lugar. La luz de la luna había convertido los jardines en una suerte de país de las hadas, enigmático y cautivador. ¿País de las hadas? Primero caminaba sin rumbo, y ahora pensaba en hadas. ¿Qué diantre le estaba ocurriendo? ¿Acaso se estaba volviendo como Jane? Tenía que hacer más ejercicio.

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