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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (23 page)

—Vigila a Risitas —le dijo, lo cual no era demasiado adecuado, porque la pequeña no necesitaba que la vigilasen, pero al menos era algo que
Hound
entendía.

Este soltó un prolongado y perruno suspiro de alivio, se tumbó y se durmió en menos que canta un gallo.

Risitas tampoco tardó en dormirse. Rosalind, no obstante, no podía pegar ojo, preocupada como estaba por si debía permitir que Jeffrey escapase. Ojalá él no hubiera hablado de su padre de esa forma; ¡cuánto anhelo había en su voz! Tal vez debería haberse esforzado más para convencerlo de que se quedara. Sin embargo, la duda seguía ahí. ¿Acaso estaba cometiendo un gran error? Rosalind deseó tener alguien con quien hablar al respecto, alguien que no fuesen sus hermanas, que todavía creían que la vida era una constante aventura. Alguien como Cagney, por ejemplo. Con la salvedad de que ya no podría volver a hablar con él con la misma confianza que antes; incluso era posible que ya no hablara con él nunca más. De hecho, el jardinero se había pasado por la casita esa misma mañana, y ella se había escondido como un bebé en su cuna. No quedaban más que un par de días para que la familia regresara a Cameron, y lo más probable es que Cagney no se dejase caer de nuevo por allí. Rosalind no tendría de él más que recuerdos, ya que había tirado a la basura la rosa blanca que él le había regalado, y le había pedido a su padre que le devolviese el libro de Gettysburg.

Pero no sólo recuerdos, también una herida. Sacó el brazo de debajo de las sábanas y se palpó la magulladura que tenía en la cabeza. Todavía le dolía, y su padre le había dicho que el dolor aún tardaría unos días en remitir, pero al menos ya no tenía que arreglarse el cabello para tapar el arañazo. Bueno, a fin de cuentas tampoco estaría allí para siempre. Qué más daba. Ya no le importaba Cagney, ni él ni la guapita de Kathleen. Rosalind soltó un suspiro parecido al de
Hound,
pero no de alivio. Luego, finalmente, se durmió.

CAPÍTULO DIECISIETE

El penúltimo día

Risitas abrió los ojos antes de que sonara el despertador de Rosalind. No hace falta uno cuando tienes un perro que te lame la cara todos los días a la misma hora.

—Vete —le dijo al sabueso con un susurro.

Hound
empezó a dar vueltas por la habitación y se puso a gemir frente al armario. Si seguía así, no tardaría en despertar a Rosalind, que todavía seguía soñando junto a la osa
Ursula.
Risitas salió de la cama, tomó al perro del collar y tiró.
Hound
se sentó y se negó a moverse. La chiquilla tiró más fuerte, pero fue en vano.

Cansada, Risitas lo soltó, fue hasta la puerta y la abrió. Antes de que tuviera tiempo de salir,
Hound
salió disparado y se plantó ante la puerta de la habitación de la pequeña.

—Quieres ver a Jeffrey, ¿no? —preguntó.
Hound
la miró con cara de cordero degollado—. Bueno, la verdad es que yo también tengo ganas de verlo; pero no podemos porque todavía está durmiendo, así que vuelve con Rosalind.

El perro respondió con un breve y desafiante ladrido y, cuando Risitas bajó a la cocina, la siguió.

Los cereales eran el único desayuno que la niña tenía permitido prepararse por sí misma, y desde el día en que derramó cuatro litros de leche sobre la cabeza de
Hound,
eran cereales sin leche. Acercó una silla a la encimera, se encaramó a ella, alcanzó la caja de Cheerios, bajó y, como cada mañana, tiró al suelo algunos cereales que
Hound
no tardó en devorar. Luego dejó salir al sabueso por la puerta trasera para que, como decía el señor Penderwick, efectuara sus rituales matutinos.

Ahora era el turno de su propio desayuno. Risitas sacó su cuenco de Peter Pan del estante inferior, y cuando se disponía a llenarlo de Cheerios, oyó ladrar a
Hound
como si lo estuvieran atacando invasores del espacio. La chiquilla miró a través de la puerta mosquitera y descubrió que no se trataba de extraterrestres, aunque lo habría preferido. Eran Dexter y la señora Tifton, y
Hound
se afanaba en mantenerlos lejos de la casita. Risitas se apartó de la puerta y retrocedió, pero era demasiado tarde; la madre de Jeffrey la había visto.

—¡Sonrisas! ¡Déjanos entrar! —chilló la mujer.

—Perrito bonito —dijo Dexter, aunque Risitas notó que no lo decía en serio.

La señora Tifton volvió a gritar:

—¡Dexter, saca a ese chucho de mi vista!

Para disgusto de Risitas, lo siguiente que oyó fue un golpe y un agudo aullido de perro. La chiquilla abrió la puerta mosquitera y llamó a
Hound,
que regresó corriendo a la cocina. Risitas lo abrazó y le susurró palabras amables para aliviar su dolor.

La señora Tifton y Dexter llegaron hasta ella y se quedaron mirándola. Para asombro de Risitas, la mujer no estaba tan elegante como de costumbre; tenía el cabello revuelto, calzaba unas zapatillas de estar por casa y llevaba un viejo chubasquero encima del camisón.

—Sonrisas, estamos buscando a Jeffrey. ¿Podemos entrar?

A Risitas no se le ocurrió otra cosa que cerrar la mosquitera y echar el pestillo.

—Por amor de Dios, Dexter, ¡nos ha dejado fuera! —dijo la señora Tifton, sin dar crédito—. ¿Dónde está tu padre, niña del demonio?

—Acuérdate de que no habla, Brenda —terció Dexter.

—Pues yo he oído cómo llamaba al perro, así que, si quiere, puede hablar. ¡Dinos si Jeffrey está aquí! ¡Quiero ver a mi hijo!

Risitas tenía ganas de huir lejos de aquellas personas tan desagradables, pero de hacerlo, ¿quién impediría que entrasen en casa, volviesen a pegar a
Hound,
encontraran a Jeffrey y se lo llevaran? Debía ser fuerte. Skye le había dicho que ella era perfectamente normal, así que se comportaría perfectamente y protegería a su perro y a la gente que quería.

Enderezó los hombros y se encaró con el enemigo.

—Claro que puedo hablar; lo que ocurre es que ustedes no me gustan, y papá dice que uno es libre de elegir la gente con la que le interesa hablar.

—Tu papá puede irse a... —escupió la señora Tifton, mordiéndose la lengua en el último momento.

—Brenda, por favor. Deja que yo me ocupe de esto.

—¿Ocuparse de qué? —preguntó entonces una voz detrás de la niña—. Buenos días, Risitas.

—¡Papá! —exclamó ella, abrazándose a sus rodillas—. Le han pegado a
Hound.

—Su hija exagera —se defendió Dexter—. Sólo le he dado una palmada en el lomo para que dejara de ladrar. Le pido perdón; no ha sido la mejor manera de presentarnos. Soy Dexter Dupree; ¿es usted Martin Penderwick?

—Sí, encantado de conocerlo. Buenos días, señora Tifton —dijo, acariciando los ricitos de su hija—. ¿En qué puedo ayudarlos?

—Se trata de Jeffrey; ha desaparecido. He despertado temprano porque estaba preocupada. Ayer fuimos de viaje y tuvimos una discusión terrible.

—No tan terrible —señaló Dexter.

—El asunto es que he subido a su habitación para ver cómo se encontraba, y él no estaba allí. Tan sólo había dejado su bolsa de golf bajo las sábanas y esta nota. —La señora Tifton colocó un pedazo de papel contra la puerta mosquitera.

—«No pienso ir a Pencey; no os molestéis en buscarme» —leyó el señor Penderwick.

—La verdad es que no entiendo la postura del chico. Pencey es un colegio excelente —dijo Dexter.

—Cállate, Dexter —espetó la mujer.

—Lo lamento de veras. Pero ¿por qué han acudido a mí? Hace dos días que Jeffrey no se pasa por aquí.

—Dios mío —gimió la señora Tifton preocupada, a punto de perder el equilibrio—. Esperaba encontrarlo aquí. Sin embargo, seguro que sus hijas saben adonde ha ido. Le agradecería que se lo preguntara.

—¿Sabéis dónde está Jeffrey? —le preguntó el señor Penderwick a Risitas. Ella no dijo una palabra, pero lo miró como suplicándole. Al cabo de unos instantes, el hombre decidió abrir la puerta—. Creo que será mejor que pasen y esperen dentro. Subiré a ver a las chicas y hablaré con ellas.

—Voy con usted —anunció la señora Tifton, que entró disparada en dirección a las escaleras.

—Será mejor que aguarde aquí abajo.

—Pero...

—Siéntese, por favor —insistió él, en tono firme pero amable.

La mujer se desplomó sobre una de las sillas de la cocina y se tapó el rostro con las manos. Dexter, a quien
Hound
le estaba olisqueando sospechosamente los zapatos, se sentó junto a ella y levantó los pies del suelo.

—Ven,
Hound.
Tú también, Risitas —dispuso el señor Penderwick, y condujo al perro y a la chiquilla escaleras arriba.

Cuando estuvo frente al dormitorio de Rosalind, llamó.

La puerta se abrió unos pocos centímetros y la muchacha asomó la cabeza.

—Buenos días, papá.

En ese preciso instante sonó el despertador, y Rosalind fue a apagarlo. Tan pronto se apartó de la puerta,
Hound
entró en la habitación, corrió hasta el armario y se puso a ladrar. Rosalind lo tomó del collar y lo arrastró de nuevo al pasillo, pero en cuanto lo soltó, el perro fue hasta la puerta del cuarto de Risitas y volvió a ladrar.

—¿Qué le pasa a
Hound
? —preguntó el señor Penderwick.

—Nada —contestó Risitas.

Para entonces, el ruido había despertado a Skye y Jane, que se reunieron con su familia en el pasillo.

—¿Qué sucede? —preguntó Jane medio dormida—. ¿Acaso Jeff...?

Skye le dio una patada.


\Hound,
cállate! —ordenó el señor Penderwick. El sabueso se tumbó en el suelo y comenzó a darle lametazos a la puerta del dormitorio de Risitas—. Escuchadme, niñas.

—Sí, papá —contestaron las cuatro al unísono, poniendo cara de no haber roto un plato en toda su vida.

—La señora Tifton y el señor Dupree están abajo, en la cocina. Según parece, Jeffrey se ha escapado de casa, y quiero creer, Jane, que no te lo has llevado en tu globo aerostático.

—Claro que no, papá.

—Bien. Ahora profundicemos un poco en el asunto. ¿Alguna de vosotras puede decirme dónde está? —inquirió. Silencio—. ¿Rosalind?

—No, papá; no podemos —contestó. ¡Ojalá hubiera dejado que Jeffrey pernoctara bajo el puesto de tomates de Harry! A esas alturas del día, el chico ya estaría lejos de Arundel.

—¿Podríais al menos decirme si se encuentra bien? —preguntó, escrutando el rostro de sus hijas detenidamente.

—Sí, está a salvo —dijo Rosalind.

—¿Y está cómodo?—Sí.

—¿Acaso está en el dormitorio de Risitas?

Ninguna dijo nada, y todas agacharon la cabeza.

—¡Será posible! —exclamó el señor Penderwick.

—Si supieras los detalles, lo entenderías, papá —alegó Skye.

—Por favor, no le digas a la señora Tifton que su hijo está aquí —suplicó Jane.

—Pues tengo que decirle algo. La pobre mujer está destrozada —repuso él, y se tomó unos segundos para pensar—. De acuerdo. Le diré que lo único que sé es que Jeffrey está bien y que la llamaré cuando haya torturado a mis hijas para sonsacarles toda la verdad. Mientras tanto, si alguna de vosotras se encuentra al chico —añadió, acercándose a la habitación de Risitas y levantando la voz—, decidle que no se angustie demasiado, que no está solo en esto.

Entonces la puerta se abrió poco a poco y Jeffrey salió de su escondite, con la ropa arrugada y unas tremendas ojeras.

—Buenos días, señor Penderwick. Siento haberle causado tantos problemas.

—No tienes de qué preocuparte, hijo. ¿Quieres que le diga a tu madre que estás aquí?

—Gracias, pero debo ser yo quien baje y se lo cuente.

—¡No, Jeffrey! —exclamó Skye—. Deja que lo haga papá.

—Se acabó, Skye. Tengo que afrontar esto yo solo. Además, Rosalind dijo que debería intentar una vez más explicarle a mi madre que no quiero ir a Pencey; supongo que ésta es mi oportunidad.

—¿Y si estaba equivocada? —preguntó Rosalind, aferrándose al brazo de su padre. No soportaba la idea de ver sufrir al chico.

—No lo estás, cariño —le aseguró su padre—. ¿Quieres que baje contigo, Jeffrey?

—Sí, señor. —Enderezó los hombros—. Por favor.

—Entonces te acompañaremos todas —declaró Rosalind.

—Mejor que vaya Jane —propuso Skye, aunque le costó horrores decir aquello—. Es la única a la que la señora Tifton no detesta del todo. Pero no temas, Jeffrey; las demás estaremos aquí arriba por si necesitas ayuda para golpear a alguien. Es una broma, papá.

—Ja —soltó el hombre, que no estaba para bromas. Luego invitó a Jeffrey a bajar delante de él.

Fue un descenso de lo más solemne, con Jane detrás de su amigo y su padre. La niña se sentía muy orgullosa de formar parte del séquito de Jeffrey, pero ya no entraba en sus planes volver a estar cara a cara con Dexter. Y allí estaba el muy desgraciado, dando cabezadas en la mesa de la cocina. ¿Qué le importaba a él que el futuro del muchacho estuviera en juego? ¡Gusano!

La señora Tifton se levantó y corrió al encuentro de su hijo.

—¡Jeffrey, mi niño!

Se quedó abrazándolo un buen rato, susurrándole tiernas palabras de amor materno. A Jane se le llenaron los ojos de lágrimas, y le costó lo suyo recordarse a sí misma cuánto detestaba a la señora Tifton. Sin embargo, en cuanto dejó de murmurar, la mujer recuperó su tono de voz habitual.

—¿Cómo has podido hacerme esto?

—Lo siento, madre. No pretendía disgustarte.

—¡Que no pretendías disgustarme! ¿Qué creías? —exclamó, asiéndolo por el brazo—. ¿Que no me importaría si mi único hijo se escapaba de casa?

Jeffrey se zafó.

—Yo sólo...

—Bueno, ahora ya sé que estás bien y supongo que eso es lo que importa, aunque no creas que vas a librarte del castigo correspondiente. Volvamos a casa y olvidémonos de este asunto hasta que sea capaz de pensar con más claridad. —Evidentemente, la señora Tifton creía que estaba siendo de lo más condescendiente con su hijo.

—No.

—¿Cómo? —dijo ella, poniéndose en jarras—. ¿Qué significa que no?

—Pues que quiero que hablemos aquí y ahora.

—No tientes a la suerte, jovencito. He tenido una paciencia asombrosa hasta ahora, considerando lo que me has hecho pasar.

Jeffrey se giró hacia el señor Penderwick, el cual asintió. Entonces el muchacho tomó aire e hizo acopio de valor.

—Tengo que contarte algo muy importante, madre. He intentado hacerlo antes, pero nunca me escuchas. Así que, por favor, te rogaría que esta vez me prestaras atención.

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