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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (25 page)

—Si quieres que te diga la verdad, ha sido idea de
Yaz
—reconoció Cagney, sacándose una zanahoria del bolsillo y entregándosela a Risitas para que diera de comer a los animalillos.

Rosalind vio por encima del hombro de Cagney que su padre ya volvía, y al mismo tiempo oyó las voces de Skye y Jane. «Ten valor, Rosy —pensó—; ésta es tu última oportunidad de actuar con madurez.»

—Y despídete de tu... de Kathleen de mi parte, y dale las gracias por haberme rescatado.

—¿De quién?

¿Cómo que de quién?

—Ya sabes, de la chica que te ayudó a sacarme del estanque.

—Ah, sí, Kathleen. Bueno, la verdad es que lo nuestro no funcionaba. No resultaba tan fácil hablar con ella como contigo. No cambies nunca, Rosy, porque cuando tengas edad para salir con chicos, la tuya es una cualidad que agradecemos en una chica.

Entonces Cagney se inclinó y le plantó un beso en la frente. La muchacha cerró los ojos y pensó que ya tenía algo realmente maravilloso que contarle a Anna. Para cuando los abrió, vio que Cagney estaba besando a Risitas y que marchaba hacia Skye y Jane, ¡probablemente para besarlas a ellas también!

«Tendré suerte si no besa a papá y a
Hound
—se dijo—. Bueno, al menos soy la única a la que ha regalado un rosal.»

—¿Por qué pones esa cara de boba? —preguntó Risitas.

—No pongo cara de nada.

—Ya lo creo; como si fueras a reír y a llorar al mismo tiempo.

Con sumo cuidado, Rosalind dejó la maceta en el suelo del automóvil, para poder contemplar la planta durante todo el camino hasta Cameron.

—Es que estoy muy contenta de regresar a casa, eso es todo —dijo.

Al cabo de unos minutos, las hermanas al completo estaban de nuevo en el coche, agitando los brazos una vez más.

—Adiós, Cagney —dijo el señor Penderwick—. Gracias por todas las charlas sobre plantas que hemos tenido.

—Adiós,
Yaz
y
Carla
—dijo Risitas—. Os quiero mucho.

—Adiós, Jeffrey. ¿Dónde estás, maldita sea, que ni siquiera Cagney sabe nada de ti? —dijo Skye.

—Adiós, cordura, porque no saber el paradero de nuestro amigo me está volviendo loca —dijo Jane.

Rosalind se despidió de Cagney por última vez, con una sonrisa dibujada en el rostro, y luego se centró en el mapa.

—La calle Stafford —murmuró—. ¿Dónde está la calle Stafford? —Entonces reparó en que tenía el dichoso mapa al revés. Se puso a darle la vuelta con gran estruendo y...

—¡Detente, papá! —gritó Skye—. ¡Es Churchie!

Efectivamente, ahí estaba el ama de llaves, corriendo hacia ellos entre los árboles mientras agitaba los brazos desesperadamente. El señor Penderwick pisó de nuevo el freno. La familia salió del vehículo en un santiamén y corrió al encuentro de la mujer.

—¡Churchie, Churchie! —exclamaron Jane y Risitas, lanzándose a sus brazos, mientras Skye no dejaba de girar a su alrededor, impaciente.

—Jeffrey; ¿qué le ha pasado a Jeffrey?

Churchie estaba demasiado cansada para hacer otra cosa que no fuera jadear, hasta que advirtió que, si no respondía, las niñas iban a estallar.

—Gracias a Dios que os he alcanzado —acertó a decir al cabo de unos instantes—. Cuánto voy a echaros de menos, hermosas mías.

—Nosotras también, Churchie, pero ¿y Jeffrey? —repitió Skye.

—Ya lo sé, cariño. Esperad un momento y podrá contestaros él mismo. Ha ido hasta la casita a través del seto, por si acaso todavía no habíais partido, y me ha enviado a mí en esta dirección a ver si conseguía alcanzaros. Ahí viene; ya oigo sus gritos.

—¡¡Alto!! ¡¡Esperad, por favor!! —pudieron oír todos entonces, hasta que el muchacho estuvo a la vista.

¡¡Qué alegría!! Jeffrey apareció por la curva del camino, corriendo tan rápido que apenas se veían sus piernas. Las chicas salieron disparadas como un rayo hacia él, y al cabo de unos instantes el chico desapareció bajo una montaña de Penderwicks. Cuando emergió para tomar aire, empezó a reír y hablar tan deprisa como pudo.

—Siento llegar tarde, pero es que mi madre ha llamado a la escuela, y le han dicho que sí, que...

—¡Un momento! —exclamó Skye, sacudiendo los brazos frente al rostro de Jeffrey.

—Vuelve a comenzar —pidió Rosalind.

El chico sonrió.

—Está todo solucionado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Jane, a la que estaba matando la curiosidad.

—Pues que no tengo que ir a Pencey —contestó, radiante.

El regocijo general fue tan ruidoso y duró tanto que, como Churchie aseguraría más tarde, los pájaros de Arundel salieron volando y no regresaron hasta la primavera siguiente. Cuando las chicas ya no pudieron más, Jeffrey empezó a contar la historia desde el principio.

—Cuando volvimos a casa ayer por la mañana, Dexter me ordenó subir a mi habitación, pero mi madre dijo que quería hablar conmigo. Así que eso hicimos, y ella se puso a llorar de nuevo, y seguimos hablando, y ella lloró aún más. Luego Dexter se fue a su casa, y mi madre y yo estuvimos hablando un rato más. Tenías razón, Rosalind. Al final logré que comprendiera que no quiero ir a Pencey; me dijo incluso que jamás tendría que ir a West Point si no lo deseaba. Después hablamos de Dexter. —En ese momento se le borró la sonrisa de la cara.

—¿Sigue pensando en casarse con él? —preguntó Skye.

El muchacho asintió.

—Supongo que podría ser peor.

—Claro, podría casarse con un asesino en serie.

—O con un hombre lobo —dijo Jane.

—O con un... —A Risitas no se le ocurrió nada peor que un hombre lobo.

—La cuestión es que le dije a mi madre que si se casaba con él, yo prefería que me enviase a ese internado de Boston del que os hablé, así que esta mañana ha llamado allí y le han dicho que puedo ingresar en septiembre, siempre y cuando no sea un completo tarado, y mamá me ha prometido que me llevará personalmente en el coche, solos ella y yo, sin Dexter. ¡Y eso no es todo! Todavía no os he contado lo mejor. —Alzó la mano, y los cinco amigos chocaron las palmas—. ¡Me ha dicho que puedo tomar clases en el conservatorio! De momento, una sola clase a la semana, pero ya es algo, ¿no?

—¡Por supuesto! —gritaron las chicas.

Si todavía quedaba algún pájaro en Arundel tras el último griterío, seguro que salió volando. Jane y Risitas no podían dejar de dar saltos, ni Skye de lanzar al aire los sombreros de camuflaje de ella y de Jeffrey. Rosalind se acercó al muchacho y le dio un beso en la mejilla, para no abandonar la tónica del día. El señor Penderwick, que se había tomado la buena nueva con más calma, aunque con la misma alegría, fue hasta Jeffrey, le estrechó la mano y le dio una palmada en la espalda, tras lo cual Jane se puso a llorar, y luego Risitas, y entonces, cuando incluso Skye hizo lo propio, llegó finalmente el momento de volver a casa. Así que, por tercera vez aquel día, las hermanas subieron al coche, pero en esa ocasión con la tranquilidad y la dicha que comporta un final feliz.

Skye bajó la ventanilla y Jeffrey se inclinó sobre ella. Churchie, detrás de él, tenía la mano puesta sobre su hombro.

—Vamos a echarte de menos, Jeffrey —dijo Jane.

—Sí, pero iremos a visitarlo a Boston —apuntó Rosalind.

—Y yo iré a veros a Cameron —aseguró él.

—Más te vale, si no quieres que acabe contigo —le advirtió Skye.

—Descuida. Adiós,
Hound,
y no te metas en problemas.

El perro agitó el rabo alegremente. El solo hecho de pensar en problemas ya lo ponía de buen humor.

—De acuerdo, chicas, allá vamos —anunció el señor Penderwick—. Adiós, Jeffrey. Felicidades de nuevo, ¡y suerte!

—¡Adiós! ¡Adiós! —dijeron todos.

Y allá fueron, avanzando poco a poco por el camino. Bueno, en realidad sólo veinte metros, porque Risitas le suplicó a su padre que detuviese el coche una última vez, pues tenía algo que hacer.

—¿De qué se trata, Risitas? —preguntó Rosalind.

—De algo muy importante. Para, papá, por favor. No tardaré.

Una vez más el señor Penderwick pisó el freno, y Jane se apartó para que su hermanita pudiera salir. Todos se asomaron por las ventanillas y vieron que la pequeña iba corriendo hacia la casita llamando a Jeffrey, el cual dio media vuelta y fue a su encuentro.

—¿Qué estará tramando? —preguntó Skye.

—Le está diciendo algo —dijo Jane.

—Jeffrey parece sorprendido —comentó Rosalind.

—¡Madre mía! ¿Veis lo que está haciendo? —exclamó Jane.

—No puedo creerlo —dijo Skye—. ¡Se ha quitado las alas y se las ha dado a Jeffrey!

—¡Se las está poniendo! —anunció Jane.

—Esa niñita nunca dejará de sorprenderme —afirmó el señor Penderwick—.
Maxima debetur puellae reverentia.

Ya no quedaba nada más que decir. Los cuatro se quedaron en silencio viendo cómo Risitas volvía corriendo al coche, pasaba por encima de Jane y se sentaba en su sitio.

—Ya podemos irnos —declaró la chiquilla.

—Pero, Risitas, tus alas... —dijo Rosalind.

—Le he dicho a Jeffrey que puede quedarse con ellas.

—¿Y qué te ha contestado? —preguntó Skye.

—Que gracias.

—¿Nada más?

—Bueno, y que hasta pronto.

—Qué bonito —dijo Jane.

—Venga,
Hound,
di hasta pronto —le pidió Risitas.

—¡Guau! —ladró él.

Y eso fue todo.

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