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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (24 page)

BOOK: Las Hermanas Penderwick
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—Eso es ridículo. ¿Cómo que no te escucho, Jeffrey?

—Por favor, siéntate y déjame hablar.

—Brenda, querida —intervino Dexter, que ya no parecía tan adormilado. Tal vez estaba preocupado por su propio futuro—. No tienes por qué hacer esto delante de esta gente.

Jane resopló; algún día, cuando ella fuera famosa y asistiera a tertulias de televisión, contaría la verdadera historia de Dexter Dupree, don Revistas de Coches, y lo humillaría delante del mundo entero.

—Será sólo un minuto. Te prometo que luego iré a casa contigo —dijo Jeffrey.

La señora Tifton miró a Dexter y a su hijo, y volvió a sentarse.

—No pasa nada, Dexter. No hay nada que Jeffrey pueda reprocharme. Si tiene que decirme algo importante, le daré un minuto para que lo haga. Un minuto, ¿has oído, jovencito?

—No quiero ingresar en Pencey. Ni el mes que viene, ni el año que viene, ni nunca.

La mujer se puso de pie.

—No pienso hablar más del tema.

—Has dicho que ibas a escucharme, madre —le recordó Jeffrey, y ella tomó asiento de nuevo—. Yo quería mucho al abuelo, ya lo sabes, y todavía lo echo de menos; pero yo no soy él, ni soy como él.

—Claro que sí, cariño. Menuda tontería. Lo hemos sabido desde que eras un bebé.

—Quizá tú y el abuelo lo supierais, pero nunca me preguntasteis qué era lo que pensaba yo al respecto.

—No había motivo para ello. Te pasabas todo el día marchando con aquel sombrero militar que él te regaló para Navidad, y te hacías llamar general Jeffrey. Parecías tan feliz...

—Pues yo no recuerdo nada de todo eso.

—Porque eras muy pequeño. Tendrías dos o tres años, supongo... —Se detuvo, un tanto confusa.

Jeffrey se acercó a ella.

—¿Recuerdas cuando me contaste cómo el abuelo había intentado enseñarte a nadar?

—Por supuesto —contestó, nerviosa.

—Tenías cinco años y el agua te daba pavor, pero el abuelo insistió en que aprendieras, y tú suplicaste y suplicaste, hasta que él te levantó del suelo y te lanzó a...

Entonces su madre ahogó un grito, y Jane vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.

Jeffrey vaciló un instante, pero prosiguió.

—Y te lanzó a la piscina, y tú pensaste que ibas a ahogarte, y te pusiste a chillar y pedir ayuda, mientras él seguía gritándote: «¡Nada, nada!» Hasta que, por fin, la abuela llegó corriendo y te sacó del agua.

—No entiendo a qué viene todo esto —dijo la señora Tifton, llorando desconsoladamente—. Ya perdoné a papá hace mucho tiempo; él sólo hizo lo que creía que era mejor para mí.

—Ya lo sé, madre, pero... —Aguardó a que ella se enjugara los ojos—. Pero todavía no sabes nadar, ¿no es cierto?

—Oh, Jeffrey, me siento tan... tan... —Miró a su alrededor, desconcertada—. ¡Dexter! ¡Quiero volver a casa! ¡Por favor!

Dexter se puso de pie inmediatamente y la condujo hasta la puerta. Jane, perpleja, tiró de la camisa de su padre.

—Jeffrey todavía no ha terminado, papá. No dejes que se vayan.

—Puede, pero es un buen comienzo. Anda, ve con él.

Jane fue con su amigo, que estaba solo en medio de la cocina.

—Jeffrey, has sido muy valiente.

El chico estaba tan pálido y apabullado que pareció no reconocerla.

—¿Valiente? —repitió, parpadeando al tiempo que la puerta se cerraba detrás de su madre y Dexter.

—Será mejor que vayas con ellos, hijo —dijo el señor Penderwick.

—Todavía no, papá —insistió Jane.

—Sí, cariño, es lo mejor. Jeffrey necesita seguir hablando con su madre, pero a solas.

Jane fue hasta las escaleras y llamó a sus hermanas.

—¡Venid, rápido! ¡Jeffrey se va!

Al cabo de unos pocos segundos, todas estaban en la cocina junto a su amigo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Skye, que cargaba con su mochila.

—No lo sé.

—Es hora de que te vayas, Jeffrey —señaló el señor Penderwick—. Estoy muy orgulloso de ti.

—Gracias, señor —contestó; luego se colgó la mochila del hombro y salió.

—¡Jeffrey, recuerda que nos vamos mañana por la mañana! —exclamó Skye.

—Ya lo sabe, hija mía —dijo su padre—. Hemos hecho todo lo que hemos podido. Esto es algo entre él y su madre.

Ya no quedaba nada más que hacer, salvo disponer la vuelta a casa. Tenían que preparar las maletas, limpiar la casita y todas esas cosas tan tristes que se hacen cuando se acaban las vacaciones. Para cuando hubieron terminado, se puso a llover de nuevo, pero no ese tipo de lluvia intensa y tranquilizadora que golpea el techo y las ventanas, sino esa incesante llovizna que induce a la gente a sentirse húmeda y melancólica. Nadie quería salir, pero dentro de la casita el ambiente era de lo más deprimente, con todo el equipaje esperando junto a la puerta. Al fin, después de recitar varias cosas en latín, probablemente sobre las hijas y la tristeza, al señor Penderwick se le ocurrió que podían hacerle un regalo de despedida a Jeffrey. Por consiguiente, Rosalind preparó su última horneada de bizcochos de chocolate, toda para el muchacho, sin reservar una parte para Cagney, por pequeña que fuera. Jane encuadernó otra copia de
Sabrina Starr rescata a un chico,
y en la portadilla escribió: «Para Jeffrey, con cariño, de parte de la autora.» Después de pensárselo mucho, Risitas decidió devolverle la foto de
Hound,
pero como de hecho ya era de él, eso no contaba, así que fue a buscar sus lápices de colores y dibujó un toro. No obstante, como por suerte no se le daba muy bien el dibujo, Rosalind pensó que aquello era un retrato de
Hound,
e incluso escribió el nombre del perro en lo alto de la hoja con letras bien grandes. Sólo faltaba Skye, a la que, después de mucho pensar, se le iluminó el rostro. Por fin le había llegado la inspiración. Metió los animales de Risitas en bolsas de plástico para vaciar una de las cajas que había junto a la puerta, y luego la cortó hasta reconvertirla en una plancha de cartón. Entonces dibujó una nueva diana con la cara de Dexter, mucho más grande que la primera y con una expresión todavía más odiosa, y en lugar de escribir debajo las iniciales «D. D.», puso «D. D. D. D.», o lo que era lo mismo: «El Desagradable y Diabólico Dexter Dupree.» Era una diana realmente impresionante, y haría que Jeffrey jamás se olvidara de su buena amiga Skye.

Sin embargo, a todo esto, ¿qué habría sido de él? Las hermanas se turnaban para mirar por la ventana, pero Jeffrey no volvió a aparecer por allí ni a llamarlas por teléfono. Las chicas estaban realmente preocupadas. No podían permitirse el lujo de ir hasta Arundel Hall, lla mar a la puerta y preguntarle a la señora Tifton por su hijo. Esa época ya había pasado, y tampoco se atrevían a telefonear. Finalmente, esa noche, cuando ya no fueron capaces de soportarlo más, decidieron que Skye subiese por la escala del árbol y viera cómo se encontraba el chico. No obstante, como habían imaginado, la escala había desaparecido, y, a pesar de que había luz en la ventana de Jeffrey, Skye volvió a la casita sabiendo tan poco de él como antes de partir.

—¿Estás segura de que estaba allí? —preguntó Jane.

—¿Has visto su sombra? ¿Has oído el piano?

—Nada de nada.

—Dexter podría haberlo asesinado y metido en el armario —aventuró Jane—. Jamás lo sabremos.

—Si ese cretino le toca un solo pelo de la cabeza, lo mato.

—Yo te ayudaré —dijo Risitas, agitando furiosamente a
Funty.

—Aquí nadie va a matar a nadie —sentenció Rosalind, mirando a Skye y Jane como diciéndoles: «Mirad lo que habéis conseguido.»

—Perdón —se disculpó Jane tirándose de los rizos, impotente—, pero es que ya no aguanto más.

—Mañana por la mañana volvemos a casa —se lamentó Skye—. ¿Y si para entonces Jeffrey todavía no ha dado señales de vida?

—Vendrá —dijo Rosalind, convencida—. Tiene que venir.

CAPÍTULO DIECIOCHO

Hasta pronto

Sin embargo, a la mañana siguiente el coche estaba cargado y la llave volvía a estar debajo del felpudo, y la única persona que había ido a despedirse de la familia era Harry, que llevaba una camisa negra con la inscripción
«TOMATES HARRY»
en el pecho.

—Es negra porque me da mucha pena que os vayáis. Echaré de menos tanta diversión.

—No sabrás nada de Jeffrey, ¿verdad? —preguntó Skye.

—¿Quieres decir desde que se escapó y su madre descubrió que estaba con vosotras? —El hombre negó con la cabeza—. En serio que os voy a echar de menos.

—Harry, si lo ves, dile que le hemos dejado unos regalos en el porche —pidió Jane.

—Contad conmigo —asintió, entregándole una enorme bolsa al señor Penderwick—. Tomates.

—Gracias, Harry. Bueno, chicas, ha llegado la hora. Subid al coche.

—Esperemos un poquito más, papá —le rogó Jane—. Quizá Jeffrey aparezca de un momento a otro.

—Si no ha venido ya, no creo que lo haga. Lo lamento, cariño, pero tenemos que ponernos en marcha.

Skye y Jane metieron a
Hound
en el maletero, junto a los bultos, y luego todas ocuparon sus posiciones dentro del vehículo, exactamente las mismas en que habían llegado hacía tres semanas. Aunque no lloraban, no podían parecer más tristes.

—No me he despedido de
Yaz
y
Carla
—dijo Risitas—. Seguro que se sentirán decepcionados.

—Puedes mandarles una postal cuando lleguemos a casa —propuso Rosalind.

—Y tampoco de Churchie. Podemos enviarle otra a ella.

—Buena idea.

—¿Y a Jeffrey?

—¡Oh! —gimió Jane, y no pudo contener las lágrimas un segundo más.

—Si dentro de unos días no hemos sabido nada de él, os prometo que llamaré a Churchie y le preguntaré cómo se encuentra vuestro amigo —dijo el señor Penderwick. En ese momento, Harry puso en marcha su camioneta—. Despedios de Harry, chicas.

—¡Adiós, Harry! ¡Gracias por los tomates!

Las hermanas agitaron los brazos por las ventanillas, mientras
Hound,
apenado, ladraba desde el maletero.

—Allá vamos —anunció el señor Penderwick, e inició el trayecto hacia la autopista.

Al mismo tiempo, cuatro cabezas se volvieron para contemplar la casita amarilla por última vez, antes de que desapareciera tras los árboles.

—Adiós, dormitorio blanco —dijo Skye.

—Adiós, pasadizo secreto del armario —dijo Risitas.

—Adiós, queridos Jeffrey, Churchie, verano, magia, aventura y todas las cosas maravillosas de la vida —dijo Jane.

«Adiós, rosal de Cagney —pensó Rosalind—; y adiós a ti también, Cagney.» La mayor de las Penderwick se dio la vuelta y desplegó un nuevo mapa que no había sido devorado por
Hound.
Allí, marcada en rojo, estaba la ruta que llevaría a la familia hasta Cameron, aunque a decir verdad se veía un tanto borrosa. Disgustada, Rosalind se secó las lágrimas. «Al final del camino doblamos a la derecha en la calle Stafford —se dijo a sí misma, decidida—; luego viramos a la izquierda en...»

—¡Vaya! —exclamó de repente el señor Penderwick, pisando el freno.

Se había olvidado las gafas en la encimera de la cocina, y tuvo que dar media vuelta y regresar a la casita, con lo cual Skye y Jane podían atravesar el túnel una vez más e intentar ver a Jeffrey. Como era de suponer, las dos salieron del coche a toda velocidad.

Rosalind se giró y miró a Risitas, que estaba acurrucada en el asiento trasero.

—¿Estás bien? —preguntó.

—No —contestó la pequeña.

—Las despedidas son tristes, ¿verdad?

—Sí.

Hound,
desde el maletero, coincidió con un gemido.

Rosalind, por su parte, estaba haciendo un gran esfuerzo para no llorar. Entonces, de repente, se dio cuenta de que había cometido un error, y de que ya era demasiado tarde para enmendarlo. «Qué idiota que he sido —pensó—; sólo tengo doce años, bueno, doce y medio, y Cagney es demasiado mayor para ser mi novio, pero era mi amigo y me escondí de él la última vez que fue a verme. Y como hoy no ha venido a despedirse, si se acuerda de mí, me recordará como esa tontita que se cayó en el estanque y le fastidió una cita, y no volveré a verlo nunca más en toda mi vida. Ojalá... ojalá...»

—Eh, Rosalind.

Ahí estaba él, delante de la ventanilla con su gorra de los Red Sox, tan alegre y simpático como de costumbre. De golpe, todos los «ojalás» de Rosalind se esfumaron, y de nuevo le sobrevino esa sensación ya familiar de haber sido atropellada por un camión. Y, aunque en esa ocasión se trataba de un sentimiento agradable, el corazón le latía tan deprisa y estaba tan pasmada que no fue capaz de articular palabra, y sólo pudo abrir la puerta y salir a trompicones del automóvil. Cagney la sostuvo para que no cayera al suelo.

—¿Todavía te duele la cabeza? —preguntó.

—No... bueno, sí... o sea...

—Déjame ver.

Rosalind se apartó el cabello y dejó que Cagney inspeccionara la herida, mientras ella procuraba calmarse.

—No parece que haya daños internos. A no ser que tengas una conmoción y sea por eso por lo que balbuceas.

—No estoy balbuceando —replicó ella con decisión.

—Bien. —Cagney miró dentro del coche—. ¿Has perdido a tu familia?

—Papá ha ido a buscar sus gafas a la cocina, y Skye y Jane han ido a ver a Jeffrey. No tardarán en regresar.

En ese momento Rosalind se percató de que el jardinero cargaba con una cesta para transportar animales. Agradeciendo tener una excusa para desviar la mirada de él, se agachó y echó un vistazo a las dos adorables bolitas peludas que se movían de un lado a otro.

—Has traído a los conejos.

—Por eso he llegado tarde —explicó—. Primero
Carla
se ha escondido detrás de la nevera, y luego
Yaz
se ha puesto a correr por todas partes y he tardado un montón en atraparlo, pero pensaba que a Risitas le haría ilusión verlos una vez más antes de partir.

El corazón de Rosalind, que había comenzado a latir un poco más despacio, se vio henchido de alegría.

—¡Risitas, sal! ¡Los conejitos han venido a decirte adiós!

—También he traído algo para ti —añadió Cagney, entregándole un tiesto—. Es una
fimbriata.
Al fin y al cabo, después de haberme ayudado con el rosal, te merecías una.

—Oh, Cagney. —Rosalind tomó el tiesto y acercó la nariz a un capullo. Un regalo... Ella no tenía nada para él; después de todo, podría haberle horneado algunos bizcochos. ¿Lograría entender a los chicos algún día? ¿Qué debía decir? Entonces, gracias a Dios, Risitas salió del coche y se abalanzó sobre la cesta de los conejos, y ella tuvo unos segundos más para elaborar una frase de agradecimiento—. Muchísimas gracias; siempre cuidaré este rosal. Y gracias también por haber traído a
Yaz
y
Carla.
Mi hermana tenía muchísimas ganas de despedirse de ellos. —«Y yo de ti», añadió para sus adentros, aunque su cara lo decía todo.

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