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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (15 page)

Con todo, lo mejor fue lo que encontró en el campo que había junto al arroyo: dos caballos detrás de una valla que no hacían sino esperar que fuese hasta ellos y les acercara puñados de tréboles para que pudieran comerlos de su mano con sus labios negros y aterciopelados. A decir verdad, lo de los caballos fue lo mejor de todo el viaje, hasta que la pequeña se percató de que uno era marrón y con manchas blancas, igual que
Yaz,
y el otro era blanco como
Carla,
y que se frotaban los hocicos con gran afecto. Entonces pensó en lo tristes que se pondrían si uno de ellos se marchara y dejara al otro solo para siempre.

Sin más, se despidió de ellos y retomó la marcha.

—No está en los jardines —dijo Rosalind. Jeffrey, Skye, Jane y ella se habían reunido en la estatua del hombre del rayo para hacer balance de la situación.

—Yo he mirado por los alrededores de la cochera y de mi casa con Churchie; ella no ha visto a Risitas en todo el día. Ah, y Cagney todavía no ha vuelto —informó Jeffrey.

—Tampoco está en la casita. Después de que Skye y yo encerráramos a
Hound,
he mirado en todas las habitaciones, debajo de las camas y en el pasadizo secreto del armario —agregó Jane.

—Y yo he buscado alrededor de la casita y tampoco la he encontrado —añadió Skye.

Rosalind se protegió los ojos del sol con una mano y oteó el horizonte, primero en una dirección y luego en la opuesta, esperando tener una fugaz visión de una niñita con un par de alas en la espalda. Sin embargo, no vio otra cosa que no fueran jardines y, más allá, el bosque y las montañas.

—Ha llegado el momento de contárselo a papá —dijo al fin, tremendamente pálida.

—Todavía no ha vuelto del pueblo —señaló Jane.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Qué podemos hacer? ¡Oh, todo esto es culpa mía! Y le prometí... Le prometí a mamá que cuidaría de Risitas. —Rosalind se arrodilló en la hierba, sollozando. Jane trató de consolarla dándole unas palmaditas en la espalda, pero sólo logró que llorara con más fuerza.

—Tenemos que encontrarla como sea —les dijo Skye a Jeffrey y Jane.

—¿Y
Hound
? —preguntó el chaval.

—¿Qué pasa con él?

—¿Puede seguir el rastro de la gente?

Las tres hermanas se quedaron mirándolo, anonadadas. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? Rosalind recuperó un poco de color y se puso en pie de un salto.

—¡Vamos! —exclamó, tras lo cual salió disparada hacia la casita, seguida del resto.

Hound
estaba dentro, ladrando como un poseso. En cuanto Rosalind abrió la puerta, el animal trató de salir corriendo y casi se llevó por delante a Jane, pero Jeffrey consiguió atajarlo y retenerlo hasta que pudieran explicarle lo que había que hacer.

—Jane, ve a buscar algo de Risitas —dijo Rosalind.

Jane no tardó ni un minuto en ir por
Funty,
el elefante azul de la pequeña. Entonces Rosalind colocó el peluche debajo del morro de
Hound.

—Encuentra a Risitas —ordenó.

El sabueso la miró con desdén, como si supiera lo que tenía que hacer mejor que ellos.

—Creo que lo ha entendido —dijo Jeffrey.

—Eso espero. Suéltalo. Vamos a seguirlo.

En un abrir y cerrar de ojos,
Hound
se dirigía a toda velocidad hacia el túnel del seto.

Risitas llevaba caminando bajo el inclemente sol más de dos horas, aunque no sabía exactamente cuánto tiempo había transcurrido desde su partida, ya que no disponía de reloj y no tenía la menor idea de la hora que era. Sólo sabía que estaba hambrienta, sedienta y cansada, y que había llegado a una carretera. Por lo que a carreteras respectaba, ésa era de lo más tranquila: tras unos minutos allí plantada, no había pasado un solo coche. No obstante, una carretera era una carretera, y su padre le había dicho que jamás, bajo ninguna circunstancia, se le ocurriese cruzar una si no iba acompañada de una persona mayor que ella.

Risitas se desalentó. De repente, Cameron parecía hallarse demasiado lejos para llegar antes del anochecer, y ella deseó dar media vuelta y regresar a la casita. Sin embargo, no podía. Tenía que continuar, y eso implicaba cruzar aquella carretera. Miró a la izquierda, miró a la derecha, y de nuevo a la izquierda. Seguían sin pasar coches. Cerró los ojos para hacer acopio de valor, puso un pie en el asfalto y entonces se detuvo. Había oído algo. ¿Era posible? Sí, ahí estaba otra vez. ¡Un ladrido! Risitas se giró y vio cómo el perro más maravilloso del mundo corría hacia ella.

—¡Hound!
—exclamó, extendiendo los brazos para recibir a su fiel amigo.

El sabueso se abalanzó sobre ella, y los dos cayeron al suelo y se pusieron a dar vueltas y más vueltas, locos de contento. Sin embargo, esa felicidad no duró demasiado, ya que al cabo de unos segundos Risitas oyó voces. Se incorporó y vio que Jeffrey iba a toda prisa a su encuentro, seguido de Rosalind, Skye y Jane, que no dejaban de gritar todo tipo de cosas. Aunque la niña no entendía una sola palabra de lo que decían porque aún estaban muy lejos, sabía que tenía algo que ver con el pobre
Yaz
y con lo mala que ella era. Sin pensárselo dos veces, tomó al perro por el collar y trató de arrastrarlo hasta la carretera.

—¡Vamos! ¡Debemos irnos!

Pero el sabueso clavó las cuatro patas en el suelo y resistió. De ninguna manera pensaba dejar que Risitas cruzara la calzada. La pequeña tiró y tiró hasta que se dio por vencida y soltó al animal. Si
Hound
no quería escapar con ella, tendría que hacerlo sola, así que volvió a cerrar los ojos y se dispuso a cruzar el asfalto, en el preciso instante en que un coche hacía su aparición por la izquierda.

—¡Ha sido asombroso, papá! Jeffrey la ha arrancado de las garras de la muerte —dijo Jane.

—Lo estás asustando —protestó Skye—. El coche ni siquiera estaba cerca.

—No sabes cuánto miedo he pasado. Estaba aterrorizada —declaró Rosalind tocando el brazo a Risitas. Por lo que a ella respectaba, no pensaba dejarla sola nunca más.

—Y Jeffrey me ha llevado a caballito todo el camino de vuelta —añadió la pequeña, que estaba acurrucada con
Funty
en el regazo de su padre—. Venga, Rosalind, cuéntanos de nuevo cómo
Hound
ha rescatado a
Yaz.

—Ya hemos oído esa historia cuatro veces. Es hora de que te vayas a dormir —dijo el señor Penderwick. La familia ya había acabado de cenar y seguía reunida alrededor de la mesa de la cocina.

—No, papá, todavía no —replicó la niña con dulzura.

—Bueno, pero sólo un poquito más —accedió él; esa noche no podría haberle negado nada a su hija menor—. Y ahora tengo que hablar con tus hermanas muy seriamente, así que nada de
Yaz
durante unos minutos, ¿vale?

—Vale —aceptó Risitas, y no tardó en adormilarse sobre el hombro de su padre.

—Esta tarde me ha llamado la señora Tifton —anunció el señor Penderwick.

—Ay, ay, ay —dijo Skye.

—Estaba muy enfadada, y con razón, porque se ha encontrado a
Hound
corriendo por sus jardines. Me he disculpado y le he asegurado que no volverá a suceder. Y prometo que no volverá a suceder —afirmó mirando a
Hound,
que estaba debajo de la mesa, terminándose el filete que habían cocinado especialmente para él—. Con todo, eso no es lo más embarazoso de la conversación. La señora Tifton me ha transmitido, con palabras bastante fuertes, que no ejerzo control suficiente sobre vosotras.

—¡Oh! —soltó Rosalind, ofendida.

—Y tú, ¿qué le has dicho? —preguntó Skye.

—Satis eloquentiae, sapientiae parum
—respondió. Las niñas se quedaron mirándolo inexpresivas—
. Sí,
bueno, gracias a Dios, la señora Tifton tampoco sabe más latín que vosotras. No ha sido una respuesta particularmente amable, sobre todo teniendo en cuenta que quizá ella tenga razón.

—Pues claro que no la tiene —contestó Rosalind.

—Mirad lo que ha pasado hoy. Jamás me habría perdonado que hubiésemos perdido a Risitas.

—De acuerdo, pero eso no ha ocurrido —
argumentó
Skye.

—Esa mujer no sabe de lo que habla, papá —dijo Jane—. Eres un padre modélico.

—Yo no diría tanto, querida. —Sacudió la cabeza—. Pero ahí no acaba la cosa. La señora Tifton parece creer que sois una mala influencia para Jeffrey. Según me ha dicho, al ordenarle a su hijo que regresase a Arundel Hall después del incidente con
Hound,
el chico no sólo se ha negado sino que, además, no ha vuelto a casa hasta una hora después.

—¡Estábamos ocupados buscando a Risitas! —lo defendió Skye.

—Ya lo sé y vosotras también, pero a su madre se le ha metido en la cabeza que, últimamente, Jeffrey se comporta con rebeldía por culpa vuestra.

—Si Jeffrey se rebela, cosa que no comparto en absoluto, es por culpa de ese cretino de Dexter, no por nosotras.

—¿Y quién es Dexter?

—El novio de la señora Tifton —aclaró Rosalind—. Es un... Digamos que no es buena persona.

—Aunque no es tan malo como la señora Tifton —sentenció Jane.

—Casi —dijo Skye con insidia—. Todavía no entiendo cómo lo soporta.

—A veces, cuando la gente está sola, hace elecciones extrañas —adujo el señor Penderwick.

—¿Que la señora Tifton está sola? —dijo Rosalind, que no había pensado en eso.

—Por amor de Dios, no te compadezcas de ella —se quejó Skye—. ¿Cómo puede darte pena alguien que cree que somos una mala influencia? ¡Nosotras, las Penderwick!

—Nosotras no somos una mala influencia, ¿verdad, papá? —preguntó Jane.

—No he visto nada en Jeffrey que me haga pensar que está bajo una mala influencia, y menos de vosotras. Es un chico encantador; y ahora que le ha salvado la vida a Risitas...

—¡Dos veces! —exclamó Jane.

Skye le lanzó una mirada asesina para que se callase, pero por suerte
Hound
escogió ese preciso instante para soltar el hueso de su filete sobre su cuenco de agua, y el estropicio resultante distrajo a Rosalind y a su padre. Una vez que el suelo estuvo seco, el señor Penderwick siguió hablando.

—Como iba diciendo, en algunas culturas existe la creencia de que cuando una persona salva a otra de morir, ocupará para siempre una parte del alma de la persona que ha salvado. Por lo tanto, ahora Jeffrey tiene un vínculo especial con esta familia, tanto si le gusta como si no.

—Eso suena muy romántico —suspiró Jane.

—Tonterías. ¿Qué diablos haría Jeffrey con un trozo del alma de Risitas? —dijo Skye.

En ese instante la chiquilla abrió los ojos, adormilada.

—Podría casarse conmigo —propuso.

—¡Casarse contigo! —Jane y Rosalind prorrumpieron en carcajadas mientras Skye se revolcaba por el suelo, como hacía
Hound
cada vez que le picaba la espalda.

—En todo caso... —prosiguió el señor Penderwick, muy serio. Sus hijas conocían muy bien ese tono de voz. Se callaron y Skye volvió a sentarse—. En todo caso debéis tener presente que estamos aquí en calidad de huéspedes. Ya sé que la señora Tifton no es la mujer más amable del mundo. De hecho, la vez que me la encontré con Cagney trató de impresionarme con sus conocimientos acerca de la
Campanula persicifolia,
aunque ella la llamó
Campanula perspicolia,
pero eso no viene al caso. Lo que intento deciros es que, penséis lo que penséis de ella, estáis en su casa y debéis comportaros de la mejor manera posible.

—Tienes razón, papá —admitió Rosalind—. A partir de ahora nos comportaremos como auténticas damas.

—Pues yo no —repuso Skye—. Yo prefiero ser caballerosa.

—Viene a ser lo mismo —dijo Jane.

—En absoluto. —Sí, sí que lo es.

—Basta.
Tacete.
—El señor Penderwick se puso de pie, con Risitas todavía entre los brazos—. Vamos a acostarnos. Ha sido un día muy largo.

CAPÍTULO DOCE

Sir Barnaby Patterne

Las tres Penderwick mayores convinieron en no decirle nada a Jeffrey de que poseía una porción del alma de Risitas y de su posible matrimonio con ella. La pequeña, por su parte, tampoco le comentó nada al respecto. En contrapartida,
Hound
se vio obligado a oír interminables discursos acerca de la boda y de que él sería el perro de honor. No obstante, como al sabueso se le daba bien guardarle secretos a Risitas, Jeffrey no iba a enterarse de nada; ya tenía bastantes problemas.

No se trataba solamente de la siniestra amenaza de la escuela militar y la posibilidad de tener a Dexter como padrastro, ni la ya más que evidente animadversión que sentía su madre hacia las Penderwick, ni la primera lección de golf en el club de campo, que, de no haber odiado ese deporte con toda su alma, lo habría hecho odiarlo todavía más. Aparte de todo eso estaba el concurso del Club de Jardines. La señora Tifton había averiguado que el juez del certamen sería sir Barnaby Patterne, el ilustre jardinero inglés, y ella no podía permitirse el lujo de fracasar delante de un hombre con semejante distinción, jamás de los jamases. En consecuencia, su obsesión se tornó una auténtica neurosis. Incluso hubo quien la vio en pantalones cortos y zapatillas de deporte arrancando malas hierbas y hablando consigo misma.

Aquello no era ni mucho menos tranquilizador para Jeffrey y las Penderwick, que hicieron todo lo posible por quedarse al otro lado del seto mientras esperaban con impaciencia que la competición se celebrara de una vez por todas; al fin y al cabo, las chicas y su padre se iban de Arundel a finales de aquella semana. Entretanto, se dedicaron a matar las horas disparando montones de flechas con punta de goma, practicando con el balón y, en el colmo de la desesperación, jugando al escondite, hasta que finalmente llegó el día del concurso. Lo único que tenían que hacer era mantenerse alejados de los jardines un día más, dejar que la madre de Jeffrey recibiese su premio de manos de sir como se llamase, y luego todo volvería a la normalidad.

—Llegas tarde. Se supone que debías estar aquí para el desayuno —le reprochó Skye a Jeffrey, que acababa de llegar. Ella y Jane estaban sentadas en el porche de la casita.

—Te hemos guardado algo —dijo Jane, señalando un plato de crepes frías con mermelada de arándanos.

—He tenido que esperar hasta poder escabullirme de casa —se excusó el chico; después se sacó un folleto del bolsillo y se lo entregó a Skye.

—«Academia Militar Pencey. Donde los chicos se convierten en hombres y los hombres en soldados» —leyó ella.

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