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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (14 page)

Jane tensó el arco y disparó. ¡Zas!

—¡Justo en el blanco! —exclamó.

—Primera diana para Jane —anunció Jeffrey.

—No ha sido diana —dijo Skye—. No podrías tumbar a Dexter con un golpecito en el pómulo. —Fue hasta el cartón y señaló una pequeña muesca que les mostraba dónde había impactado la flecha. Como tenían la punta recubierta de goma, las saetas no hacían más que rebotar en el objetivo y caer al suelo sin causar mayor daño.

—Esa marca no es mía. Mi disparo ha dado justo en la nariz.

—¡Venga ya! Ni siquiera se ha acercado.

—Hay que poner algo en las flechas para que dejen una marca más grande cuando golpeen en la diana —opinó Jeffrey.

—Sangre —propuso Skye.

—Ketchup —sugirió él.

—Iré a buscar un poco mientras vosotros seguís practicando —dijo Jane, y fue corriendo hacia la casita.

Por el camino oyó ladrar a
Hound,
lo cual no era nada raro, ya que el perro estaba siempre ladrando. No obstante, el tono de su ladrido indicaba que algo no iba bien, al menos para él. Aunque Jane sabía que podía querer decir cualquier cosa, desde que se hubiera caído una hoja en su cuenco de agua hasta que un elefante se hubiera colado en el patio, decidió que, por si acaso, era mejor ir a echar un vistazo.

Hound
se abalanzó sobre la verja y empezó a ladrar de manera furiosa, pero Jane no vio nada fuera de lo normal. El sabueso tenía agua y comida en cantidad, y no parecía encontrarse mal. Por otra parte, el redil estaba igual que siempre; es decir, repleto de hoyos a lo largo de la verja, cavados por
Hound
y rellenados por el señor Penderwick.

—¿Qué te ocurre, perro cascarrabias?

—Guau, guau, guau —contestó él, rascando la puerta frenéticamente.

—No te gusta que te dejen solo, ¿eh? Pobrecito. Lo lamento de veras, pero tendrás que quedarte aquí; no creo que se te dé muy bien el tiro con arco.

—Guau —discrepó
Hound,
que no estaba nada interesado en eso. Lo que de verdad quería era escapar. Necesitaba imperiosamente salir de allí e ir a socorrer a alguien.

Si Risitas hubiera estado allí, lo habría comprendido; pero, de hecho, la ausencia de la pequeña era el motivo del nerviosismo del can, y Jane no estaba tan entrenada en el lenguaje perruno como su hermanita.

—Lo siento, colega.

Jane no había avanzado ni diez pasos cuando oyó un golpe seco y un ladrido de alborozo. Se giró justo a tiempo para ver cómo el perro aterrizaba al otro lado de la verja y salía corriendo a toda velocidad. ¡
Hound
se había escapado!

Todas las hermanas Penderwick sabían bien que una sola de ellas era incapaz de atrapar al sabueso. Hacían falta al menos dos, e incluso tres, sobre todo si una era Risitas. Por lo tanto, Jane necesitaba ayuda. Volvió a toda prisa en busca de Jeffrey y Skye, y llegó justo cuando el chico iba a disparar otra flecha al dibujo de Dexter.

—¡Hound!
—exclamó jadeante—. Ha saltado la verja y ha salido corriendo.

Inmediatamente Jeffrey soltó el arco y la flecha.

—Mi madre lleva todo el día arriba y abajo por los jardines, dando la lata con el dichoso concurso del Club de Jardines. Si ve a
Hound,
se pondrá furiosa. Todavía no sabe que habéis traído un perro.

Sin más dilaciones, los tres amigos fueron a toda velocidad hasta el túnel, atravesaron el seto y se tropezaron con Rosalind.

—No encuentro a
Yaz
por ninguna parte; creo que se le ha escapado a Risitas —les contó ella, desquiciada—. Tenemos que dar con él antes de que vuelva Cagney.

—Pues
Hound
ha huido del redil —dijo Skye.

Lo terrorífico de la situación hizo que todo el mundo se quedara en silencio. Después las tres hermanas empezaron a hablar de golpe.

—¡Alto! —gritó Jeffrey sacudiendo los brazos—.
Hound
podría regresar en cualquier momento. Skye, vigila el túnel e impide que vuestro perro lo cruce.

—De acuerdo.

—Nosotros nos pondremos a buscar a
Yaz.
Yo me encargo de la zona que hay de aquí al estanque.

—Yo buscaré por los parterres de flores que hay a lo largo del seto —dijo Jane.

—Y yo miraré alrededor de la cochera, por si ha decidido volver a casa —repuso Rosalind, con la esperanza de que
Yaz
fuese a hacer exactamente eso.

Jeffrey y Jane fueron a toda velocidad a sus respectivas demarcaciones, mientras que Rosalind se dirigió lentamente a la antigua cochera, deteniéndose para mirar debajo de todas las flores y hojas, y alrededor de toda vasija y toda estatua. El sol y las sombras no dejaban de engañarla, mostrándole destellos blancos que la muchacha esperaba que fuesen una parte del conejito, pero que resultaban ser flores o piedras. Cuando finalmente llegó al último parterre de flores que había al borde del camino, se sentía tan desalentada que casi pasó por alto una última mancha blanca. Sin embargo, de repente la mancha se agitó de una forma diferente a como lo haría una flor. Rosalind se tapó el sol con una mano, entornó los ojos y, aliviada, soltó un sonoro suspiro. Ahí estaba
Yaz,
agazapado tranquilamente en un lecho de capuchinas, comiéndose una hoja.

—Yaz,
gracias a Dios que estás a salvo. ¿Te acuerdas de mí y de todas las zanahorias que te hemos dado mi hermanita y yo?

Él dejó de masticar e inclinó la cabeza hacia un lado, como si estuviera recordando. De hecho, Rosalind casi podría haber jurado que el animalillo asintió antes de empezar a mascar otra hoja. Se puso a cuatro patas y, con suma cautela, comenzó a avanzar hacia el fugitivo, mientras éste seguía comiendo, aunque siempre con uno de sus brillantes ojos puesto en ella.

Rosalind, que estaba cada vez más cerca, tuvo la sensación de que todo volvía a la normalidad. Iba a atrapar a
Yaz
; un poquitín más y...

Un ladrido mezclado con un grito rompió la tensa calma del momento.

—¡No! —exclamó Rosalind, al mismo tiempo que
Yaz,
asustado, salía disparado.

Se irguió y vio que el conejo corría desesperadamente hacia el estanque de los lirios. Sólo conocía un animal lo bastante rápido para atraparlo, y, por desgracia, ese animal estaba a punto de conseguirlo. Obviamente,
Hound
había eludido a Skye y había atravesado el túnel, porque estaba cruzando los jardines a toda velocidad detrás del conejito. Skye iba tras él, y Jane y Jeffrey regresaban de sus posiciones lo más rápido que podían, en un intento por alcanzar al perro antes de que éste cazara a
Yaz.

Como si todo aquello no bastara, Rosalind oyó un alarido que provenía de otra dirección, acompañado por el sonido de unos tacones altos golpeando el asfalto del camino.

—¿QUÉ HACE ESE PERRO EN MIS JARDINES?

Era la señora Tifton, que se dirigía hacia Rosalind hecha un basilisco. La mujer trató de acelerar el paso, pero lo único que consiguió fue tropezar y perder uno de los tacones. Eso la puso de peor humor todavía.

—¡Rosalind! —chilló.

Ella, que no tenía tiempo para ser amable, le dio la espalda. Sabía que estaba muy lejos de
Yaz
para poder ayudarlo, por lo que se limitó a contemplar, desconsolada, la salvaje carrera de los dos animales hacia el estanque. Skye y Jane ya habían quedado demasiado atrás, pero Jeffrey, que todavía tenía opciones, corría hacia
Hound
en un heroico intento por cortarle el paso. Se abalanzó majestuosamente sobre el sabueso, pero éste lo esquivó. De repente se hizo un silencio sepulcral. Y luego, al cabo de un par de segundos, Jane soltó un grito desgarrador que retumbó por los jardines. Aquello solamente podía significar una cosa. Rosalind rompió a llorar. Era algo que odiaba, pero más odiaba el dolor y la muerte, y también se odiaba a sí misma, porque tendría que decirle a Cagney que
Hound
había matado a
Yaz.

Y ahí llegaba el pobre, estúpido y asesino de
Hound,
corriendo hacia ella con algo marrón y blanco en la boca. Detrás de él, resollando, iban Jeffrey, Jane y Skye. La señora Tifton, por su parte, se acercaba cojeando y murmurando palabras no demasiado agradables. Rosalind se enjugó las lágrimas. Al fin y al cabo era la MPD, y debía resolver aquel embrollo. Por tanto, puso la espalda recta y esperó.

Hound
llegó hasta ella con un salto alegre, dejó al conejito a sus pies y ladró. «¿No soy genial? ¿No soy maravilloso?», parecía estar diciendo. Rosalind lo miró con frialdad, pero no tuvo el aplomo de regañarlo. Al cabo de unos instantes llegaron Jeffrey, Jane y Skye. Jane estaba sollozando. Skye tomó al perro por el collar y lo asió como si no fuera a soltarlo nunca más. Jeffrey, pálido pero alerta, se puso delante del cuerpecillo peludo que había en el suelo y lo contempló, justo cuando su madre logró alcanzarlos.

—¿De quién es este perro? ¿Es vuestro? —preguntó la señora Tifton, mirando a Rosalind de manera inquisitoria.

—Sí, señora.

—Os digo que no entréis en mis jardines y, en lugar de eso, regresáis aquí y traéis con vosotras a este perro enorme y desagradable para que pisotee mis delfinios. Y todo esto tres días antes del concurso del Club de Jardines. ¿Cómo os habéis atrevido? ¡Ni siquiera estaba al corriente de que teníais un chucho!

—Lo siento mucho. No volverá a ocurrir.

—Lo siento, lo siento... ¿Es que no sabéis decir otra cosa? Pero tienes razón, no volverá a ocurrir. Pienso contarle esto a vuestro padre, además de decirle que estáis continuamente campando a vuestras anchas por mi propiedad. —Se giró hacia Jane—. Y tú, ¿por qué lloras, Skye?

—Por nada —contestó Jane, a la que le corrían las lágrimas por las mejillas.

—Lo que hay que aguantar. Venga, Jeffrey, vayamos a casa.

—Dentro de un minuto.

—Ahora. Dexter quiere darte algunos consejos sobre tu
swing.

—Me gustaría acompañar a
Hound
a la casita, madre; es importante. Estaré de vuelta en cuanto haya acabado.

La señora Tifton miró a su hijo sin dar crédito a lo que estaba oyendo, pero Jeffrey la desafió con la mirada. Las hermanas no tenían ni idea de cómo podía acabar aquello. Al final, no obstante, la mujer cedió y bajó la vista; acto seguido se alejó a trompicones, a punto de sacar humo por las orejas.

—No queremos que te metas en problemas, Jeffrey —dijo Rosalind—. No hacía falta que desobedecieras a tu madre.

—Sí que hacía falta. Esto es importante —contestó el chico; luego se agachó y acarició con ternura a
Yaz.
Gracias a Dios, no había sangre.

—¿Debemos enterrarlo? —preguntó Skye.

—Tenemos que esperar a Cagney —dijo Rosalind.

—¡Cagney! —exclamó Jane, rompiendo a llorar desconsoladamente.

—Al menos podríamos meterlo en una caja o algo así —propuso Skye.

Jeffrey recogió el cuerpo inerte del conejito y se lo apretó contra el pecho. Rosalind contuvo las lágrimas y lo tocó una última vez. Todavía estaba caliente, y en otras circunstancias habría dicho que no estaba muerto. De hecho, casi podía oírlo respirar.

—¡¡Eh!! —chilló—. ¡¡Mirad!!

Inmediatamente todos gritaron de sorpresa, porque
Yaz
había abierto los ojos. El animalito parecía tan sorprendido como ellos.

—¿Está vivo? —preguntó Jane entre sollozos.

—¿Está bien? —exclamó Skye.

Rosalind y Jeffrey lo palparon por todo el cuerpo y no encontraron nada mal.

—Bueno, creo que
Hound
no quería matarlo —dijo Jeffrey—. Tan sólo quería rescatarlo.

El sabueso ladró con orgullo. «¿No os he dicho que era genial? ¿No os he dicho que era maravilloso?», debió de pensar. Entonces, los que no sostenían a
Yaz
se agacharon a abrazar a
Hound
entre vítores y alabanzas.

—Jeffrey, ve a dejar a
Yaz
en el apartamento de Cagney —dispuso Rosalind—. Ahora, antes de que ocurra algo más. Nosotras llevaremos a
Hound
a casa y lo encerraremos a cal y canto.

Sin embargo, al perro pareció no gustarle la idea. En cuanto Skye lo tomó del collar para llevárselo, él estiró en la dirección contraria y volvió a ladrar como cuando algo no iba bien.

—¿Qué le pasa ahora? —preguntó Jane—. Ya ha rescatado a
Yaz.

El ladrido era cada vez más fuerte y angustioso.

—¡Guau, guau, guau, guau, guau!

—¿Qué es lo que le molesta? —inquirió Jeffrey—. ¿Lo entendéis?

—Sólo Risitas puede... —Rosalind se detuvo en mitad de la frase y miró nerviosamente a su alrededor—. ¡Risitas! ¿Dónde está Risitas?

 CAPÍTULO ONCE

Otro rescate

Tan pronto Risitas decidió que tenía que encontrar a
Yaz,
se puso manos a la obra. Lo buscó por todos los jardines de Arundel, sin dejar de llamarlo y rogarle que se mostrase. Tres veces recorrió las estatuas, las vasijas, las fuentes y los lechos de flores, pero por allí no había ningún conejo. Desesperada, llegó a la conclusión de que
Yaz
se había ido para siempre. Por consiguiente, sólo le quedaba una cosa por hacer, si era lo bastante valiente para hacerlo.

«Sí que soy lo bastante valiente», se dijo a sí misma con firmeza. Entonces, más o menos al mismo tiempo que Rosalind salía a llevarle los bizcochos de chocolate a Cagney, Risitas se encaramó a lo alto del muro de piedra que delimitaba el extremo inferior de los jardines de Arundel, que por otra parte no era demasiado elevado. Se iba a casa; pero no a la casita donde su familia estaba pasando las vacaciones, sino a su verdadera casa en Cameron, donde no había ni señora Tifton, ni ningún conejito perdido, ni Cagney, ni
Carla,
a los que ella había roto el corazón. Llegaría a su hogar al anochecer y dormiría en su propia cama. Y tal vez, sólo tal vez, para cuando su padre y sus hermanas regresaran, ya no estarían muy enfadados con ella.

Risitas conocía el camino de vuelta. Arundel estaba en las montañas, y Cameron no, así que tan sólo tenía que ir colina abajo. Después, cuando el terreno fuera llano, debería dirigirse hacia el sol, porque Skye le había contado una vez que Cameron estaba al este de Arundel, y que el este, fuera lo que fuese, tenía algo que ver con el astro rey Por desgracia, el sol no tardó en estar justo encima de su cabeza, lo cual no le permitía seguir ninguna dirección en particular, pero ella prosiguió su camino.

De no haberse sentido tan desgraciada, la primera parte de su viaje habría resultado de lo más placentera. Todo eran campos repletos de brillantes flores silvestres que se agitaban con la brisa, grandes saltamontes que saltaban a la altura de la nariz, e incluso algunas mariposas que la seguían de un campo a otro, como si ella fuera una especie de gigantesca reina de las mariposas. Luego, cuando tenía tanto calor que pensaba que iba a morir, llegó a un arroyo de aguas límpidas y poco profundas. Se sentó en medio de la corriente y pensó en lo agradable que era que ninguna MPD le dijese que no.

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