Luego, cuando finalmente San Juan de Acre cayó, Ricardo tuvo un acto de arrogante descortesía. Leopoldo, duque de Austria, conducía un contingente en el asedio y después de la caída de San Juan de Acre colocó su estandarte en una de las almenas. Ricardo, para quien el mérito sólo era suyo, ordenó quitar el estandarte y lo hizo arrojar despectivamente a un lado. Algunos dicen que, cuando Leopoldo protestó, Ricardo, en un acceso de cólera, lo redujo a silencio a puntapiés. Leopoldo no pudo hacer nada en el momento, pero no olvidó.
Después de la caída de San Juan de Acre, Felipe se marchó apelando a su enfermedad como excusa y jurando no atacar las tierras de Ricardo. Este marchó sobre Jerusalén pero nunca logró su objetivo. Ganó victorias, pero esas victorias le costaron hombres. El hambre y la sed, el calor de día y la desolación de noche, el sereno acosamiento por los flancos organizado por el astuto Saladino, todo ello lo agotó. Ricardo llegó a ver de lejos a Jerusalén y, según un relato romántico, se cubrió los ojos con la sensación de que era indigno de ver lo que no había sido capaz de tomar.
En 1192, después de convenir con Saladino una tregua de tres años, Ricardo se embarcó para volver, dejando tras de sí varias victorias, muchas leyendas, una reputación heroica… y en definitiva una derrota. Saladino fue el verdadero héroe de la Tercera Cruzada.
Ricardo comprendió que su viaje de regreso iba a ser difícil. Había conseguido enemistarse casi con todo el mundo en Europa, y no tenía un ejército capaz de forzar su travesía por el Continente contra esa enemistad. Su barco fue arrastrado a la costa cerca de Venecia, y decidió que el modo más seguro de terminar el viaje de regreso era hacerlo por tierra y disfrazado.
Pero Ricardo no podía imitar bien a nadie. Era grande, musculoso y altanero. No podía hacer nada para evitar lo que era: un caballero arrogante de elevada posición. Que se lo identificase sólo era cuestión de tiempo, y la suerte quiso que fuese reconocido en el peor momento posible.
Cerca de Viena, en diciembre de 1192, fue rodeado por hombres armados que tenían la clara intención de retener a ese personaje obviamente importante y pedir un rescate por él. Ricardo sacó su espada y dijo que sólo se rendiría a su jefe. Cuando el jefe apareció, resultó ser nada menos que Leopoldo de Austria, el mismo Leopoldo cuyo estandarte Ricardo había arrojado al foso y cuyo trasero habla pateado categóricamente.
Leopoldo sonrió torvamente y pidió el mayor rescate posible. Pero había otros, más poderosos que Leopoldo, que también odiaban a Ricardo. El emperador Enrique VI, que había sido ofendido por la política de Ricardo en Sicilia, obligó a Leopoldo a que le entregase el prisionero. Ricardo se convirtió en prisionero de Enrique, y el emperador amenazó calmamente al rey inglés con entregarlo a Felipe de Francia.
La perspectiva de ser prisionero de Felipe era el colmo, pues sólo para Felipe la prisión de Ricardo era de más valor que cualquier rescate en dinero concebible. Una vez en las garras de Felipe, Ricardo no podía esperar salir en libertad sin ceder la mayoría de las provincias francesas del Imperio Angevino. Por ello, Ricardo se obligó a entregar el exorbitante rescate de 150.000 marcos y una especie de reconocimiento formal (pero esencialmente sin valor) del emperador como su soberano. (En teoría, el emperador era el señor de toda la cristiandad occidental, tradición que se remontaba a Carlomagno, pero, desde luego, en la práctica nadie prestaba atención a esa teoría.)
El dinero fue recaudado imponiendo pesados impuestos a los súbditos de Ricardo (esto fue lo que Corazón de León llevó a Inglaterra de Tierra Santa: el pago de un elevado precio por la prisa de Ricardo en dar puntapiés a un archiduque), y en 1194 retornó a Inglaterra. Permaneció allí lo suficiente para ser coronado por segunda vez y (¿cuándo no?) para recaudar dinero; luego se marchó al Continente.
Allí permaneció por el resto de su vida, combatiendo contra Felipe Augusto.
Ricardo y Juan
¿Y qué pasaba en Inglaterra durante la ausencia de Ricardo? Había puesto la administración en manos de Guillermo Longchamp, su canciller, que era también obispo de Ely.
Ricardo había nombrado un heredero para el caso de que no retornase de la cruzada. En los viejos tiempos, cualquier miembro de la familia real podía ocupar el trono, pero en Inglaterra el principio de la primogenitura estaba creciendo en popularidad y la idea del «heredero legítimo» era cada vez más importante. El heredero legítimo era el hijo mayor y su linaje, o, a falta de éste, el hijo segundo y su linaje, luego el tercero, y así sucesivamente.
En el caso de Enrique II, el hijo mayor, Enrique, ha muerto, sin dejar hijos, por lo que fue hecho rey el segundo hijo, Ricardo. Ricardo no tenía hijos, por lo que la herencia pasaba al linaje del tercer hijo, Godofredo. Este había muerto en 1186, pero su mujer Constancia, la heredera de Bretaña, dio a luz a un hijo después de la muerte de su marido. Ella lo llamó Arturo, por el gran héroe de los antiguos britanos (y por ende de Bretaña). Es conocido en la historia como Arturo de Bretaña.
Por el principio de primogenitura, Arturo de Bretaña era el heredero legítimo, aunque sólo tenía tres años cuando Ricardo se marchó a la Cruzada, y el rey lo nombró su sucesor. En cuanto al hermano menor, Juan, fue restablecido en el antiguo cargo que le había dado Enrique II, el de lord de Irlanda.
La medida obedecía a la intención de mantenerlo fuera de Inglaterra, donde podía crear problemas por su ambición a la corona. Ricardo se aseguró de esto haciéndole jurar que no retornaría a Inglaterra por tres años después de la partida del rey, y lo remató sobornándolo con grandes propiedades en Inglaterra.
Pero cuando hacía un año y medio que se había marchado Ricardo, Walter Longchamp ya era impopular entre los barones ingleses. Juan vio en ello su oportunidad y no pudo resistir. Pasó a Inglaterra en 1191 y empezó a formar un partido que lo apoyase para obtener la corona contra Arturo de Bretaña.
Juan fue muy impopular durante su vida, y tuvo una «mala prensa» por una serie de razones. Sin duda, era cruel y desleal, pero no más que Ricardo. Lo que le faltaba a Juan, que Ricardo tenía, era una bella apariencia, valentía, gallardía y la habilidad de adoptar poses románticas. Y sobre todo, Juan no recibió mucha influencia de la religión y durante su vida tuvo enormes problemas con la Iglesia. Eran los eclesiásticos quienes escribían las crónicas de la época y le retribuyeron con ataques a su persona.
Pero esto no equivale a afirmar que fue realmente un hombre admirable; con toda certeza, no lo fue. Hasta cabe sospechar que fuese peor que Ricardo.
Sea como fuere, Juan carecía del don de hacer que los hombres admitiesen su liderazgo. Sus esfuerzos dirigidos a aprovechar la impopularidad de Longchamp, la ausencia de Ricardo y la infancia de Arturo dieron poco resultado. Entonces llegaron a Inglaterra las noticias de la prisión de Ricardo. Juan marchó apresuradamente a Francia para llegar a algún acuerdo con Felipe, con la esperanza de lograr que Ricardo siguiera en prisión (o quizá que fuese directamente eliminado).
Tampoco pudo lograr eso. Los cuentos sobre las heroicidades de Ricardo en Tierra Santa llegaron a Inglaterra y fueron exagerados al pasar de boca en boca, por lo que los ingleses estaban ansiosos de rescatar a su rey-héroe. Los intentos de Juan de suplantarlo sólo le granjearon el odio de los ingleses.
Finalmente, cuando Ricardo volvió, Juan tuvo que abandonar Inglaterra nuevamente. Fue otra vez lord de Irlanda (equivalente a una especie de exilio en Siberia), pero se le confiscaron la mayor parte de sus posesiones inglesas, y Ricardo insistió en que Arturo era el heredero al trono.
En todo esto, estaba de parte del rey Hubert Walter, uno de sus más importantes ministros. Había estado con Ricardo en Tierra Santa y representado al rey en todas las negociaciones con Saladino. Condujo de vuelta a Inglaterra a lo que quedó del ejército inglés, visitó a Ricardo en su prisión y en 1193 estuvo reuniendo activamente el rescate. En el mismo año, fue nombrado cuadragésimo tercer arzobispo de Canterbury.
Hubert Walter gobernó Inglaterra en los últimos años de reinado de Ricardo, mientras el Rey combatía en Francia, y lo hacía bien. Tuvo que poner duros impuestos al pueblo para reunir el dinero que necesitaba el rey, pero lo hizo de la manera más justa posible. Walter se apoyó mucho en los «caballeros», los pequeños propietarios que constituían la clase media inglesa de la época. Algunos fueron elegidos para mantener el orden en sus distritos y más tarde se convirtieron en «jueces de paz». Otros desempeñaron las funciones de oficiales de justicia de la corona. Cuando Walter recaudaba dinero, recibía la evaluación de jurados formados por tales hombres.
Esas medidas fueron de la mayor importancia. Cuando se ponía el gobierno en manos de los grandes barones, éstos eran suficientemente poderosos como para abrigar grandes ambiciones. Cuando se cedían responsabilidades a los pequeños caballeros, nadie podía esperar conseguir mucho por sí solo; sólo en la acción común podían ganar algo, y sólo la paz general los beneficiaba a todos. Inglaterra siguió avanzando hacia su especial forma de gobierno, que le daría una notable estabilidad y la flexibilidad necesaria para adaptarse a condiciones cambiantes mediante un crecimiento y una evolución lentos, no por cambios repentinos y radicales.
También los habitantes de las ciudades adquirieron creciente conciencia de su importancia y ocuparon posiciones en las que su influencia política estaba creciendo. Formaron «gremios» -organizaciones cuyos miembros pagaban por pertenecer a ellas- que velaban por el bien común de sus adherentes. Cada grupo de artesanos o mercaderes tenía su gremio, que organizaba las prácticas comerciales, regulaba precios y salarios, estandarizaba pesos y medidas, etc. Y, claro está, los gremios defendían los intereses de la ciudad contra los terratenientes y la nobleza con mucha mayor efectividad que los ciudadanos aislados. El primer gremio mercantil se formó alrededor de 1193.
Mientras tanto, en Francia, Ricardo seguía su vida de caballero errante. Combatió a Felipe II de Francia con entusiasmo y, comúnmente, con éxito en lo que respecta a batallas particulares, aunque siempre Felipe podía recuperar mediante las intrigas y la política lo que perdía en los campos de batalla.
Ricardo llevó a Occidente nuevos principios de fortificación que había aprendido en el Este. En 1196 inició la construcción del Château Gaillard («Castillo Atrevido») sobre un promontorio que da al río Sena, a treinta kilómetros aguas arriba de la capital normanda de Ruán y a ochenta kilómetros aguas abajo de la capital de Felipe, París.
Fue hábilmente diseñado de modo de hacerlo inexpugnable para los estilos de ataque de la época. En verdad, en una época que la guerra terrestre consistía principalmente en el ataque y la defensa de castillos fortificados, la edificación del Château Gaillard era equivalente a la construcción de un nuevo e importante acorazado en tiempos más recientes.
Felipe ganó una victoria de un género muy diferente cuando persuadió a los bretones a que le entregasen su príncipe, Arturo. Felipe tenía una plausible excusa para ello, pues era el señor de Arturo de acuerdo con la teoría feudal, y podía argüir que cumplía con sus deberes feudales al dar a Arturo la mejor educación posible en la corte francesa.
Pero esto no era admisible para Ricardo. Significaba que Arturo, con el tiempo, llegaría al trono inglés hecho un francés completo, como antaño Eduardo el Confesor había accedido al trono inglés como un normando cabal. El reinado de Eduardo había conducido a una conquista normanda; ¿no podía el reinado de Arturo originar una conquista francesa?
El príncipe Juan parecía la única alternativa y, en 1197, Ricardo lo reconoció como su heredero.
Esto, desde luego, sólo hizo más confusa la situación. El heredero legítimo tenla que ser el heredero legitimo, y ningún otro. ¿Podía Ricardo, aunque fuese el rey, alterar eso? ¿Podía designar como heredero a quien quisiera? Esto era algo de lo que nadie podía estar seguro.
Desgraciadamente, la cuestión se planteó inmediatamente, a causa, enteramente, de la permanente locura de Ricardo. Carecía de la capacidad para distinguir entre un combate importante y otro que no lo era. Cualquiera le venía bien. Además, carecía del juicio necesario para comprender que era mejor ser un rey vivo que un héroe muerto.
En 1199, un noble de segundo rango le debía una pequeña suma a Ricardo (así afirmaba éste). Cuando el noble le negó esa suma, de inmediato puso sitio a su castillo. Ricardo rechazó un ofrecimiento condicional de rendición, pues no era divertido tomar un castillo sin lucha. Mientras inspeccionaba las murallas, una flecha se le clavó en el hombro izquierdo. Ordenó atacar enseguida y el castillo fue tomado. Sólo entonces hizo que le extrajeran la flecha.
Pero era demasiado tarde. En la época no había antibióticos; ni siquiera se tenían nociones de higiene común. La herida supuró y la infección mató a Ricardo. Tenia cuarenta y dos años y había reinado durante diez.
Arturo y Juan
Juan se convirtió en rey. Estaba en el lugar oportuno; en verdad, estuvo en el lecho de muerte de Ricardo. Este lo había nombrado su heredero dos años antes y su madre, Leonor de Aquitania (aún viva, aunque tenía más de setenta y cinco años), había trabajado siempre para mantener la paz entre sus dos hijos. Estaba enérgicamente a favor de su hijo Juan contra su nieto Arturo, a quien casi no conocía. (El rey Juan de Shakespeare contiene una animada descripción de la feroz enemistad entre las dos madres, Leonor de Aquitania y Constancia de Bretaña.)
Juan, pues, fue reconocido sin dificultad en Inglaterra y en Normandía. Leonor, que era todavía la gobernante legal de Aquitania, cedió también ésta a Juan. El único problema fue que Anjou aprovechó finalmente la ocasión para entregarse nuevamente a actividades antinormandas y reconoció a Arturo; en esto, los angevinos recibieron el firme apoyo (por supuesto) del rey Felipe de Francia.
Pero en último análisis Felipe tampoco estaba interesado en ceder el Imperio Angevino a Arturo. Lo que quería era destruirlo completamente. Quizá calibró bien a Juan y se percató de que era el mejor rey posible que podía desear tener en el trono inglés, ya que contra él las medidas de Felipe debían tener éxito. (Algunos llamaron al nuevo rey Juan Palabras Suaves, apodo que se explica por sí solo.)