El asunto Becket
Enrique II, después de domar a los barones y asegurar las fronteras, se propuso ajustar cuentas con la Iglesia. Bajo el flojo gobierno de Esteban, la Iglesia había afirmado su independencia y obtenido numerosos privilegios que la convirtieron prácticamente en un Estado dentro del Estado. Se llegó a aceptar, por ejemplo, que los clérigos no podían ser juzgados en los tribunales del rey, sino sólo por tribunales eclesiásticos, hasta para delitos tan atroces como el asesinato.
Los tribunales eclesiásticos siempre eran más indulgentes con los transgresores que eran sacerdotes de lo que lo hubieran sido tribunales laicos. Puesto que la Iglesia no podía derramar sangre, no se ejecutaba a un clérigo por asesinato, por ejemplo, sino que se lo privaba de su rango eclesiástico. Un segundo asesinato lo ponía bajo la jurisdicción del tribunal del rey. Enrique decía con disgusto: «Se necesitan dos crímenes para colgar a un sacerdotes», y no sólo a sacerdotes, sino a todo el que estuviese vinculado con la Iglesia: monjes, diáconos, estudiantes y hasta sacristanes.
El opositor a Enrique en esto fue Teobaldo, trigésimo octavo arzobispo de Canterbury, quien defendía firmemente los privilegios de la Iglesia. Teobaldo se había visto envuelto en los problemas de la guerra civil, pero a diferencia del otro prelado, el arzobispo de Winchester, tomó la precaución de no comprometerse demasiado con ningún bando. Había sido elegido arzobispo a comienzos del reinado de Esteban y no se habla opuesto a él muy ostentosamente ni lo había apoyado muy servilmente.
Sólo hacia el final del reinado adoptó una posición firme, cuando trató de impedir que Esteban hiciese coronar a su hijo Eustacio como su sucesor. Luego Teobaldo logró concertar el compromiso entre Esteban y Enrique, y, cuando éste subió al trono, Teobaldo fue el más influyente de sus consejeros, aunque su influencia empezó a menguar, naturalmente, cuando aumentó la disputa entre la Iglesia y el Estado.
Más importantes aún que el mismo Teobaldo fueron las hombres a quienes protegió. Se hizo rodear de hombres sabios, y durante su primacía Canterbury fue una pequeña universidad. Llevó de la Universidad de Bolonia a Inglaterra a un joven italiano llamado Vacario, quien fue el primero en impartir en el país el conocimiento del derecho romano, dando clases y escribiendo libros de texto que fueron usados en Oxford.
El secretario de Teobaldo de 1150 a 1164 fue Juan de Salisbury, destacado ejemplo de la renovada prominencia de Inglaterra en el saber. Fue uno de los hombres más sabios de su época, y escribió el único tratado político importante de la Edad Media anterior al redescubrimiento de las obras politices del filósofo griego Aristóteles.
Pero el más notable protegido de Teobaldo era Thomas Becket.
Becket nació en Londres en 1118. Según una vieja leyenda, era de origen sajón, pues esto convertía su trágico destino posterior en otro episodio de la lucha entre sajones y normandos, en el que la justicia estaba de parte de los sajones. Pero todo esto es absurdo. Es seguro que Becket era de origen normando por ambas ramas. Su padre y su madre nacieron en Normandía, aunque emigraron a Londres antes de que naciera Thomas. En su tiempo, Becket era llamado «Thomas de Londres».
Becket recibió una buena educación. No se destacó por su erudición, pero tenía una personalidad muy atractiva y el don de hacerse querer. Teobaldo de Canterbury se sintió atraído por el joven y lo tomó a su servicio en 1142.
Becket resultó ser de enorme utilidad para Teobaldo. El arzobispo envió a su joven ayudante a Roma para obtener el respaldo papal para la oposición a la coronación de Eustacio, y Becket la obtuvo con facilidad y rapidez. Encantó al Papa, como había encantado al arzobispo.
Cuando Teobaldo sintió que la vejez lo incapacitaba para la inminente lucha con Enrique II por los derecho de la Iglesia, tuvo una idea que consideró una verdadera inspiración. Instó a Enrique a que nombrara a Becket canciller (que lo convertía en el equivalente de un actual primer ministro). Si Enrique lo hacía, Teobaldo confiaba, por supuesto, en que Becket manejaría las negociaciones con la Iglesia, y estaba seguro de que podía contar con su protegido para que hiciese que el rey contemplase la situación desde el punto de vista de la Iglesia.
Así fue; Becket recibió la designación. Pero ahora Becket se esforzó por agradar al rey. Se convirtió en su amigo íntimo, se unió a sus placeres y juergas y vivió en un lujo de buen gusto. Becket aconsejó a Enrique en la paz y la guerra y, por añadidura, cumplió con todos sus deberes con gran capacidad y eficiencia. Mas para horror del viejo arzobispo, Becket se puso de parte del rey en la cuestión de la jurisdicción legal sobre los sacerdotes y se esforzó por imponer una justicia uniforme para todo, los ingleses, laicos o clérigos.
En 1161, Teobaldo murió. Había sido el mayor obstáculo para la política religiosa de Enrique, pero ahora. habla desaparecido. Era tarea de Enrique hallar para que lo sucediera a alguien más dócil a los deseos reales. Era el Papa, desde luego, quien nombraba al nuevo arzobispo, en teoría, pero probablemente el Papa juzgase adecuado nombrar a alguien que agradase al rey, y también, complacía al Papa.
Enrique tuvo la misma inspiración que había tenido antes Teobaldo. Como Teobaldo había hecho canciller a su leal servidor, Enrique decidió hacer a ese mismo leal servidor (que ahora era su leal servidor) arzobispo de Canterbury. Tener en Canterbury a un hombre del rey resolvía la cuestión de inmediato.
El mismo Becket se resistió a la idea. Es difícil a esta distancia ponerse en la mente de otro, particularmente de alguien tan complejo como Becket; pero, al parecer, pensaba que, cualquiera fuese el papel que desempeñase en la vida, debía desempeñarlo bien.
Como ayudante del arzobispo, fue un eficiente colaborador y cumplió con sus deberes hacia él con todo respeto. Cuando se convirtió en el canciller del rey, también fue muy eficiente en su cargo y cumplió puntualmente con sus obligaciones, hasta el punto de adoptar posiciones que nunca habría tomado en el desempeño de su cargo anterior. Si se convertía en arzobispo de Canterbury, tendría que ser un buen arzobispo y llevar a cabo bien esta nueva tarea, aunque ello significase una vez más cambiar de posición.
O bien Becket no le explicó esto claramente a Enrique, o bien éste hizo caso omiso de las explicaciones. Thomas Becket se convirtió en el trigésimo noveno arzobispo de Canterbury en 1162.
Becket cambió inmediatamente. Renunció a la cancillería porque pensó que no podía desempeñar bien ambos cargos al mismo tiempo. (Esto disgustó a Enrique, pues no vela ningún conflicto en ello. En lo concerniente a él, sólo era necesario que Becket satisficiese los deseos regios en ambas tareas.)
El nuevo arzobispo abandonó su anterior modo fastuoso de vida y se convirtió en un completo asceta. Para llevar las cosas al extremo, adoptó la vieja posición de Teobaldo sobre la jurisdicción legal de la Iglesia, y en una forma aún más extremada y resuelta. El sorprendido y enfurecido rey señaló las propias acciones de Becket como canciller, pero Becket respondió: «Esa era mi opinión como canciller, pero mi opinión como arzobispo es diferente».
Enrique halló que había sido burlado y estaba fuera de sí de cólera. Era peor que un asunto de mera oposición. Era Becket quien se le oponía; Becket, su propio amigote, su propia criatura, a quien él mismo había nombrado a dedo. Que Becket se volviese contra él de ese modo era insoportable. La amistad entre los dos hombres quedó destruida para siempre, y la reemplazó una guerra a muerte.
Enrique siguió haciendo lo que se le antojaba y multiplicó la aplicación de la violencia y la cólera real; los sacerdotes empezaron a abrigar temores y a ceder, y el Papa Alejandro III (que tenía sus propios problemas con un aspirante rival a su cargo y buscaba el apoyo de Enrique) comenzó a predicar moderación a Becket. Aunque el cuerpo sacerdotal en general iba perdiendo ánimo, Becket resistió de firme, y sólo la orden del Papa hizo que conviniera en negociar.
En 1164 se reunió un gran concilio en Clarendon (en las afueras de Salisbury). Allí Enrique II hizo aceptar un acuerdo con Becket y los otros obispos que restablecía la situación entre la Iglesia y el Estado que había prevalecido bajo los reyes normandos; en particular, bajo Enrique I.
La «Constitución de Clarendon» ponía de relieve la importancia y el poder de los tribunales del rey y limitaba la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos. En particular, los clérigos que fuesen acusados de delitos tales como el asesinato debían ser despojados de su rango eclesiástico y juzgados por tribunales reales. En otras palabras, los asesinos que fueran eclesiásticos iban a ser colgados por el primer crimen, no por el segundo.
La constitución también limitaba el poder de excomunión de la Iglesia, pues no podía actuar a este respecto contra los súbditos del rey sin el consentimiento de éste. Prohibía a los eclesiásticos abandonar el país o apelar al Papa sin permiso del rey (limitación de la libertad eclesiástica que había sido aceptada bajo la dinastía normanda). En cuanto al nombramiento de obispos y la cuestión del homenaje, se iba a seguir el procedimiento establecido por el compromiso de 1107, bajo Enrique I.
En conjunto, era una victoria para el rey, pero una vez publicada la Constitución, el Papa, que ahora se hallaba en mejor posición, se negó a aceptarla, y Thomas Becket proclamó inmediatamente que esto lo eximia de su juramento de respetar el acuerdo.
El exasperado Enrique devolvió el golpe con firmeza. Ordenó una investigación de los asuntos financieros de Becket cuando era canciller, y los bienes del ex canciller fueron confiscados porque había roto su juramento de lealtad al rey. Era claro que la investigación daría resultados (el rey insistía en esto) que permitirían a Enrique tomar las más severas medidas contra Becket, por lo que el arzobispo de Canterbury salió apresuradamente del país y huyó s Francia.
Desde Francia, Becket trató de poner en práctica las más extremas medidas contra su amigo de antaño: de lanzar excomuniones en masa sobre el reino o de poner todo el país bajo el interdicto (es decir, prohibir toda función sacerdotal en el reino, que era el arma más terrible del arsenal de la Iglesia).
El Papa Alejandro, aunque deseoso de apoyar al arzobispo no quería llegar tan lejos. Hizo todo lo que pudo para llegar a una reconciliación entre el rey y el arzobispo antes de que la disputa se hiciese tan explosiva que infligiese serios daños a la Iglesia en general. En 1170, se convino una reconciliación ficticia, aunque ambas partes mantenían una torva actitud y hervían de enemistad.
De vuelta en Canterbury, Becket tuvo un nuevo motivo de queja, si bien no tenía relación alguna con la jurisdicción legal o con la Constitución de Clarendon. Poco antes de su retorno, Enrique II decidió coronar a su hijo mayor y hacerlo aceptar como su sucesor. Por lo habitual, tal coronación era tarea del arzobispo de Canterbury. Puesto que Becket estaba aún en el exilio, Enrique encomendó la coronación al arzobispo de York.
Para Becket, esto era una violación intolerable de sus prerrogativas. Tan pronto como volvió a su catedral, excomulgó a los obispos que habían participado en la coronación. Esto ocurrió el día de la Navidad de 1170.
La noticia le llegó a Enrique en sus dominios continentales y casi estalló de furia. ¿Ese era el fruto de la reconciliación? ¿Sólo había servido para renovar inmediatamente el desafío y para anular el juramento de fidelidad a su hijo y heredero? En su congoja, clamó contra el arzobispo y luego dijo, en uno de sus accesos, medio loco de ira:
« ¡Y ni uno de los cobardes que alimento en mi mesa, ni uno sólo de ellos, es capaz de librarme de este sacerdote turbulento! »
Parecía una insinuación clara, y cuatro caballeros que intentaban ganarse la gratitud del rey partieron inmediatamente. No consultaron al rey, quien podía haberles dicho que toda solución ilegal le haría un daño infinito y había hablado sin control, cuando no estaba en sus cabales.
Después de todo, el rey se estaba preparando para hacer arrestar legalmente a Becket por alta traición, y tenia un buen argumento para ello. El arzobispo sería condenado y castigado legalmente, quizás ejecutado. ¿Qué más se necesitaba? Pero mientras planeaba todo esto, los cuatro caballeros llegaron a Canterbury y allí, en el altar de la catedral, el 29 de diciembre de 1170, asesinaron a Becket,
Cuando la noticia llegó a Enrique, quedó horrorizado. Era un suceso espantoso, que podía acarrearle indecibles peligros. Podía ser usado en contra de él; y, en verdad, su regio enemigo Luis VII no perdió tiempo en enviar un mensajero al Papa exigiendo que Enrique fuese excomulgado por haber ordenado deliberadamente el asesinato de un eclesiástico.
Muchos de los súbditos de Enrique lo contemplarían como a una criatura del Diablo, hacia quien todos los juramentos de fidelidad quedaban en suspenso y contra quien era obligatorio luchar tan pronto como se anunciase su excomunión. Las intrigas francesas agitarían a los vasallos de Enrique, y los barones recibirían de buena gana el permiso de Dios para luchar en busca de mayor poder a expensas de su señor. Volverían los tiempos de Esteban y Matilde.
Enrique sólo podía hacer una cosa. Tenía que convencer a la opinión pública que no había ordenado el asesinato; que había sido perpetrado sin su consentimiento; que lo horrorizaba. Se humilló completamente, envió mensajes de contrición (y también dinero) al Papa y convocó un concilio en el que profirió los más impresionantes juramentos de que era inocente. Hizo todo lo que pudo para dar testimonio de la santidad del arzobispo, y estimuló al pueblo a que reverenciase tal santidad.
Inmediatamente se oyeron relatos de milagros ante la tumba de Becket, y en 1173 fue canonizado. Floreció un culto en su honor que se extendió por toda Europa, y me puso de moda hacer peregrinaciones a Canterbury para visitar su sepulcro. (Dos siglos más tarde, cuando Geoffrey Chaucer escribió los Cuentos de Canterbury, los peregrinos que contaban esos cuentos estaban en viaje hacia ese sepulcro).
Toda la cuestión debe de haber sido infinitamente humillante para Enrique, pero logró su propósito. Apartó la cólera del Papa, mantuvo la lealtad de sus vasallos, la integridad de su reino y la seguridad de la sucesión, pero tuvo que ceder mucho de lo que habla ganado en Clarendon.