Los dos bandos finalmente llegaron a un acuerdo. Esteban sólo pidió que se le permitiese conservar el trono mientras viviese. Tenía bastante más de cincuenta años y estaba enfermo. AL parecer, no duraría mucho, por lo que Enrique accedió. En retribución, Esteban reconocía a Enrique como su heredero, con exclusión de su propio y apático hijo.
Esteban murió menos de un año después, y el 19 de diciembre de 1154 Enrique Plantagenet, con solo veintiún años de edad, se convirtió en el rey Enrique II de Inglaterra. (A veces, fue llamado Enrique Curtmantle, por la capa corta de estilo angevino que le gustaba usar.)
El comienzo de la fusión
Enrique era bisnieto de Guillermo el Conquistador y nieto de Enrique I. Pero heredó el trono por su madre y, por ende, no era un miembro de la «dinastía normanda», que había dado a Inglaterra tres reyes fuertes.
Enrique II fue el primero de una nueva dinastía, llamada la «dinastía angevina», por el padre de Enrique, Godofredo de Anjou, o la «dinastía Plantagenet», por el apodo de Godofredo
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. Esta nueva dinastía daría a Inglaterra catorce reyes y duraría más de tres siglos.
La subida al trono de Enrique fue como si corriera por Inglaterra una gran brisa fresca. Todo el mundo estaba feliz. El joven y hermoso rey no sólo descendía de Guillermo el Conquistador por su madre, sino también de Alfredo el Grande por la madre de su madre. Más aún, gobernaba sobre un ámbito más vasto que cualquier rey inglés anterior (excepto Canuto), ámbito que ha sido llamado el Imperio Angevino.
Sin duda, Enrique II era un hombre de emociones violentas que podía hacerlo rodar por el suelo arrastrado por una rabia apasionada o sumirlo en las profundidades de una depresión suicida, pero estaba lleno de energía y firmeza, y forzaba a otros a actuar tan enérgicamente como él mismo.
Enrique abordó como primera tarea la de apoderarse y destruir los castillos construidos durante el flojo gobierno de Esteban, y poner fin al bandidaje y las pequeñas tiranías que prevalecían en el país. Cumplió esta tarea de modo tan inflexiblemente expeditivo que la oposición de los barones se derritió delante de él. Reavivó la idea de un ejército permanente leal al rey e inició el lento cambio que convertiría a los pendencieros barones normandos en los caballeros rurales tan característicos de la Inglaterra de una época posterior.
En muy pocos años, Enrique II elevó la corona inglesa a un poder mayor que el que había tenido antes, e Inglaterra vivió otra vez en la paz y el orden. Pero aunque la prosperidad empezó a afluir de nuevo, los veintiún años de pesadilla pasados bajo el gobierno de Esteban siguieron atormentando el recuerdo de los ingleses durante largo tiempo.
Enrique II también aseguró la frontera septentrional de Inglaterra, que se había derrumbado bajo la presión escocesa durante la guerra civil. Sin duda, Enrique estaba en deuda con David de Escocia por los interminables esfuerzos de éste dirigidos a asegurar el trono a la madre de Enrique y a él mismo. Pero pensó que esta deuda no lo obligaba a ceder territorio inglés a Escocia. La situación lo favoreció porque David había muerto el año anterior a la subida al trono de Enrique. Lo sucedió su hijo mayor, Malcolm IV. Tenla sólo doce años y era tan tímido y apocado que es conocido en la historia como «Malcolm la Doncella». No podía resistir contra el enérgico Enrique; en verdad, estuvo completamente fascinado y dominado por el rey inglés (que era su primo segundo). Enrique, pues, no tuvo ningún problema para restaurar la frontera septentrional a lo que había sido bajo su abuelo Enrique I. Posteriores campañas en Gales (no siempre de éxito contra esos duros montañeses) aseguraron también esa frontera.
El nuevo orden y la nueva fuerza de Inglaterra, así como la presencia de un rey culto que admiraba el saber, hicieron que Inglaterra alcanzase nuevas alturas en el terreno cultural, tales como no se habían visto desde que las invasiones vikingas empezaron a descalabrar el país, tres siglos y medio antes.
Ello ocurrió, a fin de cuentas, cien años después de que los normandos se adueñasen de Inglaterra. Eran más avanzados culturalmente que los sajones, pero no mucho más. Su principal contribución a la cultura inglesa fue la introducción del «estilo normando» de arquitectura, que dio grandes e impresionantes iglesias, y poderosos y tenebrosos castillos.
Pero, lentamente, a medida que pasaron las décadas, empezó a hacerse visible una fusión de culturas. Por ejemplo, se estaba produciendo un cambio lingüístico.
El antiguo inglés (el «anglosajón») de Alfredo el Grande estaba agonizando. Se había convertido en la ruda lengua de un campesinado sin educación. Sin una literatura escrita que fijase sus formas, sin escuelas donde enseñar sus sutilezas, el inglés antiguo se convirtió casi en una lengua «macarrónica». Todos los variados finales y declinaciones que se encuentran todavía en el alemán moderno desaparecieron. Si el campesinado mismo no los olvidó, los normandos que se veían obligados a comunicarse con esos campesinos los ignoraron. Esto fue favorecido por el hecho de que la nobleza estableció el principio de la «primogenitura», por el cual todas las tierras y títulos pasaban al hijo mayor exclusivamente. Esto mantuvo intactos loa patrimonios y su poder, pero creó una clase de hijos menores que eran «caballeros» pero se veían forzados a engrosar las clases medias, donde tenían que aprender la lengua inglesa.
Por el 1100 había surgido ya el inglés medio, una lengua que conservaba la gramática germánica básica sin las inflexiones germánicas, y adoptó cada vez más las palabras francesas que usaba la nobleza. Se hizo bastante fuerte y flexible, como para ganar la atracción hasta de los orgullosos normandos. Poco a poco, el inglés se convirtió en la lengua nacional, un inglés con tal excepcional capacidad para absorber palabras de otras lenguas y tan grande versatilidad (quizá por el hecho mismo de que estuvo durante largo tiempo al margen de la sofocante atención de los gramáticos) que terminó por convertirse en la lengua más difundida e importante de la faz de la Tierra.
Naturalmente, la aparición de una lengua común implicaba el inicio de cierto grado de fusión de nacionalidades y culturas. La diferencia entre normandos y sajones bajo Enrique fue un poco menos acusada que antes, y comenzaron a brotar, muy tenues, signos de una conciencia común inglesa.
Hubo factores que favorecieron esto y otros que lo obstaculizaron. Entre estos últimos se contaban los perpetuos enredos con Francia. El hecho de que el rey de Inglaterra fuese también el duque de Normandía y que la nobleza normanda tuviese patrimonios en ambas partes hacía difícil que los barones se sintiesen ingleses. Eran internacionales.
Esto era más así en tiempos de Enrique II, pues sus posesiones francesas se habían ampliado mucho con respecto a los reyes anteriores. En verdad, cuando todavía no hacía cinco años que era rey, fue apartado de sus deberes en Inglaterra por la necesidad de conducir un ejército al sur de Francia para defender parte del territorio de su mujer contra el rey francés. No lo hizo muy bien, porque vaciló en atacar directamente a Luis VII (su señor feudal), a fin de no sentar un mal precedente para sus propios vasallos.
En total, Enrique pasó menos de la mitad de su largo reinado en Inglaterra; indudablemente, consideraba a la isla meramente como una de sus muchas provincias, quizá no la más importante.
Sin embargo, los comienzos de una literatura que trataba de cuestiones inglesas contribuyó a la fusión.
El primer autor importante del período posterior a la conquista fue Guillermo de Malmesbury, nacido en el sudoeste de Inglaterra alrededor de 1090, cuando Guillermo el Rojo estaba aún en el trono. Fue educado en una abadía de Malmesbury, a cuarenta kilómetros al este de Bristol. En la última parte del reinado de Enrique I empezó a dedicarse a escribir sobre historia inglesa a la manera de Beda. Siguió trabajando hasta su muerte, acaecida alrededor de 1143, en las espesuras de la guerra civil, durante la cual estuvo de parte de Matilde.
Guillermo de Malmesbury abordó sucesos de la historia inglesa anteriores y posteriores a la Conquista, con lo cual estableció cierta continuidad. Dio satisfacción al amor propio sajón, ya que no consideró indigno de comentario el período sajón. (Sería como si comenzásemos la historia norteamericana, no con los primeros colonos ingleses, sino con la historia tribal de los indios que los precedieron.)
Guillermo escribió sobre historia real y fue tan veraz como lo permitían los tiempos. No ocurrió así en el caso de Godofredo de Monmouth, que era unos diez años más joven que Guillermo. Godofredo provenía de la frontera entre Inglaterra y el sur de Gales, y probablemente era galés. Debe de haberse impregnado de las leyendas galesas en su juventud, y sus escritos, por ende, se remontan más allá de los sajones, a los días en que los britanos dominaban la Isla.
A fines del decenio de 1130-1139, cuando la guerra civil estaba en sus primeras etapas, Godofredo publicó una obra en latín titulada Historia de los reyes de Gran Bretaña, presuntamente basada en antiguos testimonios, pero en realidad una maraña de mitos y leyendas inventadas. Según su relato, Gran Bretaña fue habitada, primero, por un bisnieto de Eneas de Troya, llamado Bruto, y que dio su nombre a la isla de Britania. Otro troyano, Corineo, dio su nombre a Cornualles. De este modo, se hacía de los britanos un pueblo hermano de los romanos, que también pretendían descender de Eneas.
Luego se describen reinados posteriores, incluido el del rey Leir, de quien se suponía que había fundado Leicester y dividido su reino entre sus dos hijas, tema que Shakespeare usó en su gran obra El rey Lear.
La llegada de los sajones lleva a relatos sobre el rey britano Uther Pendragon, seguido por su hijo el conquistador Arturo. Esta es la culminación del libro. Los reyes posteriores a Arturo gradualmente sucumbieron ante los sajones, hasta que, finalmente, bajo el rey Cadwallader, los britanos huyeron a Bretaña y abandonaron su isla. El libro también contiene una sección apocalíptica, supuestamente del mago Merlín, quien hace toda clase de oscuras predicciones sobre el futuro e insinúa un posterior retorno de los britanos.
La historia de Godofredo fue enormemente popular, y otros autores aprovecharon la oportunidad para darle otras formas literarias y traducirla a otras lenguas, con lo que su popularidad aumentó aún más.
Por ejemplo, el autor normando Wace, nacido en la isla de Jersey, dio a partes de la obra la típica forma poética francesa de la época. Escribió el «Roman de Brut» en 1155 y lo dedicó a Leonor de Aquitania, conocida patrona de la poesía de este género.
El poeta contemporáneo Walter Map escribió largo poemas sobre la búsqueda del Grial, la copa de la que Jesús bebió en la Ultima Cena. La vinculó con la leyenda de Arturo, dando al conjunto un carácter religioso.
Medio siglo más tarde, otro poeta, Layamon, trató loe mismos temas en inglés medio, de modo que fueron accesibles al público general y a la aristocracia.
La leyenda arturiana tenía diferentes razones para atraer a normandos y sajones. Los normandos, indudablemente, hallaban de su gusto que se convirtiera a loe sajones en los villanos de la obra, pues hacía aparecer su propia captura de la Isla como un hecho de justicia divina, un castigo por la agresión sajona. Además, hasta es posible que algunos normandos hayan pensado que podían ser considerados los herederos de los hombres de Bretaña (región que regularmente rendía homenaje a los duques de Normandía), de modo que sólo habían recuperado lo suyo y cumplido la profecía de Merlín sobre el retorno de los britanos.
Para los sajones por otro lado, la leyenda arturiana era una parábola. Hablaba de la resistencia de los nativos de una tierra contra agresores extranjeros, y era fácil traducir esto a la resistencia sajona contra los arrogantes normandos. La predicción de Merlín de que algún día los derrotados retornarían para recuperar lo suyo parecía implicar una victoria final sajona.
Pero estas diferentes actitudes no podían perdurar. Finalmente, las antiguas leyendas se convirtieron en la herencia común de Inglaterra -de normandos tanto como de sajones- y despertaron un común orgullo en su tierra común.
Inglaterra también empezó a dar figuras destacadas en el saber. Adelardo de Bath, nacido en esta ciudad (a veinte kilómetros al sudeste de Bristol) alrededor del 1090, viajó mucho durante su juventud por las tierras del saber antiguo: Grecia, Asia Menor y el Norte de África. Aprendió el árabe y fue uno de los primeros sabios medievales que estudiaron los fragmentos del conocimiento antiguo que habían sido conservados en libros árabes.
Cuando volvió a Inglaterra, tradujo las obras de Euclides del árabe al latín; así, por primera vez los sabios europeos pudieron leer a Euclides. También aprendió uso de los números arábigos y contribuyó a difundirlos por Europa. Para el público general, escribió un libro llamado Cuestiones Naturales, que contenía un resumen de todo lo que había aprendido de la ciencia árabe.
Fue uno de los maestros del joven Enrique Plantagenet, pero murió en 1150, demasiado pronto para ver a su discípulo coronado rey de Inglaterra.
A una generación posterior a Adelardo pertenece Roberto de Chester (ciudad del oeste de Inglaterra, situada a cincuenta kilómetros de Liverpool), quien nació alrededor de 1110 y murió en 1160. Fue otro de los infatigables traductores del árabe. Tradujo las obras del matemático Al-Khuwarismi, con lo que introdujo el álgebra en Europa Occidental. También tradujo muchas obras alquímicas árabes y hasta realizó la primera traducción del Corán al latín.
Es imposible sobrestimar la importancia de estos sabios ingleses para la creciente acumulación de conocimiento que puso fin en forma permanente al período de oscuridad de los siglos pasados.
Aún más importante que la existencia de individuos dispersos fue la primera aparición en Inglaterra de instituciones organizadas del saber avanzado. Poco después de 1100, se abrió una escuela en París que daría origen a la Universidad de París. La juventud inglesa fue a París a estudiar, cosa natural para una clase dominante que se consideraba francesa en cierto modo. Sin embargo, un signo de un creciente sentimiento nacional inglés fue que se crease en Inglaterra una universidad basada en el modelo francés. Entre 1I35 y 1170, surgió la Universidad de Oxford en las orillas del río Támesis, a ochenta kilómetros al oeste de Londres.