Se siguió juzgando a los clérigos en tribunales eclesiásticos y tratándoseles con más indulgencia que a los legos. Puesto que se suponía de todo el que supiera leer y escribir que tenia alguna conexión con la Iglesia, bastaba ser capaz de leer un versículo de la Biblia para escapar a la pena de muerte por un primer asesinato: era el llamado «fuero eclesiástico».
La expansión
A pesar de su fracaso con la Iglesia, Enrique II trató de reformar el sistema legal en los ámbitos en que ello le era posible. Según el sistema de la época, cada señor feudal tenía el derecho de actuar como juez de sus vasallos. El resultado de esto era que había una cantidad de tribunales locales, cada uno de los cuales tenía sus propias reglas, y en conjunto eran de variable severidad. Nadie podía conocer todas las leyes locales y, en general, tener demasiadas leyes equivalía a no tener ninguna. Había pocos lugares adonde el hombre ordinario podía acudir para obtener justicia rápidamente o, demasiado a menudo, para obtener justicia sencillamente.
Vacario, al introducir el conocimiento del derecho romano, dio a la nación la idea de leyes generales para todos los ciudadanos, algo que era más que una costumbre local. Esta idea básica atrajo a Enrique. Fue ayudado al respecto por su principal consejero jurídico, Ranulfo de Glanville, autor del primer texto que describe y analiza el derecho inglés.
Enrique II no barrió los tribunales locales, sino que procedió a crear tribunales regios rivales que ofrecían un juicio rápido y llevado de acuerdo con reglas y precedentes cuidadosos. Designó jueces que podían viajar a diferentes partes del reino, controlar las acciones de los sheriffs y oír casos que podían ser resueltos de acuerdo con el «derecho común», es decir, el derecho que era común a todo el Reino.
Puesto que los jueces ambulantes, al tratar con hombres acusados de delitos, no tenían ningún conocimiento personal de ellos, se hizo habitual reunir hombres locales para que atestiguaran bajo juramento acerca del carácter del acusado. Así se inició el lento desarrollo del sistema inglés de jurados.
En general, la justicia del rey era tan superior a la justicia local de los barones que todos acudían a la primera. Esto tuvo una enorme influencia en la centralización del reino y en impedir que la disgregación feudal desempeñase en Inglaterra el papel destructor que tenía en el continente.
No es extraño que la prosperidad retornase a pasos agigantados. En la época de Enrique I, una nueva orden reformadora de monjes penetró en Inglaterra. Tenía su origen en la Francia central oriental, en un monasterio de Cîteaux. Esos monjes fueron llamados cistercienses, por el viejo nombre latino del lugar. El trabajo de la tierra era uno de sus ideales, y los costarricenses de Inglaterra iniciaron un vasto programa de mejora de las tierras y construcción de caminos y molinos. Descubrieron que la cría de ovejas podía ser muy provechosa, y por la época de Enrique II Inglaterra se convirtió en una importante nación exportadora de lana.
A medida que creció el comercio, los puertos marinos se expandieron a expensas de las ciudades del interior. Londres, en particular, se convirtió en un centro comercial con una población de cuarenta mil habitantes, ciudad muy considerable para la época, floreciente y rica. Mercaderes de los Países Bajos, Alemania e Italia afluyeron a Londres, que se convirtió en lo que ha sido desde entonces, una ciudad cosmopolita.
Pero aunque la nación estaba empezando a entender mucho de derecho y administración, aún sabía poco de finanzas, del modo en que el crecimiento económico podía ser facilitado si se hallaba alguna manera de transferir los símbolos del dinero en vez del dinero mismo.
El desarrollo del comercio hacía esencial que se introdujesen en el país mejores técnicas financieras, y esto fue lo que hicieron los judíos. Llegaron a Inglaterra desde países más antiguos y con tradiciones de civilización más antiguo. Tenían una especie de organización internacional, pues había judíos en todo país europeo y un sufrimiento común los unía a todos.
Las leyes cristianas les prohibían poseer tierras o dedicarse a cualquiera de los modos habituales de ganarse la vida, obligándolos a especializarse en las finanzas, ya que esto se les permitía. Crearon letras de cambio y de crédito, de manera que una persona establecida en un lugar podía obtener dinero en efectivo en otro lugar, y así la riqueza podía acumularse o dispersarse rápidamente.
Suministraron algo que Inglaterra necesitaba, pero no sabía que lo necesitaba. Promovieron el comercio y el bienestar general, y también ofrecieron dinero contante y sonante a la nobleza normanda cuando los barones lo necesitaban y no podían obtenerlo de ninguna otra manera. Sin duda, tenían que pagar fuertes intereses por los préstamos que les ofrecían, pues nunca había una garantía segura de que devolverían el dinero. En general, eran defendidos por los reyes, que tenían necesidad financiera de ellos (pero que también podían faltar a sus compromisos).
Para la gente común, los judíos eran hombres malvados cuyos antepasados habían dado muerte a Jesús y que lo habían rechazado desde entonces, por lo que se hallaban bajo una maldición. Los intereses que cobraban eran una abominable «usura» y carecían de derechos que cualquiera estuviese obligado a respetar.
Esta era la situación general de los judíos de la época, no sólo en Inglaterra, sino en toda la cristiandad. La habían soportado desde hacía mil años y la soportarían mil años más. Que hayan podido superarla y aún existan y hayan contribuido tanto como lo han hecho a la humanidad en todos los campos es una de las maravillas de la historia.
La política exterior de Enrique también siguió prosperando. Fue el primero de los reyes de Inglaterra, sajones o normandos, que hizo algo más que contemplar hacia el Oeste, la otra isla, Irlanda.
Desde la época en que Brian Born había puesto fin a la dominación vikinga de la isla, en tiempos de Ethelred el No Preparado, Irlanda había pasado por un siglo y medio de anarquía tribal, cuyos detalles son imposibles de seguir. Aunque los irlandeses eran feroces luchadores, valientes hasta la locura, no podían unirse u organizarse para combatir en filas disciplinadas. A menudo, los derrotaban separadamente, a un grupo por vez.
Guillermo el Conquistador y Enrique habían especulado sobre las posibilidades de una aventura en Irlanda, pero decidieron que tenían demasiado que hacer en lo interno. A comienzos de su reinado, Enrique II hizo especulaciones similares. En verdad, vio en sus manos una oportunidad sin precedentes, gracias a un inglés ubicado en una posición excepcionalmente elevada.
El nombre del inglés era Nicolás Breakspear. En 1154, el mismo año en que Enrique fue coronado rey, Breaks fue elegido papa, con el nombre de Adriano IV. Fue el primer inglés que fue elegido papa, y hasta hoy el último (Adriano iba a ser papa por cinco años solamente y lo sucedería Alejandro III, el aliado de Becket).
Enrique decidió aprovechar la comprensión de los objetivos nacionales que podía esperar de un papa inglés. Rápidamente envió a Roma al erudito prelado Juan de Salisbury a fin de obtener el permiso del Papa para una expedición destinada a invadir y conquistar Irlanda, como Guillermo el Conquistador había obtenido la aprobación de un papa anterior para la invasión de Inglaterra. Adriano dio el permiso, pero Enrique se encontró, como en el caso de los reyes anteriores, que había demasiados proyectos internos que reclamaban su atención. (Juan de Salisbury dicho sea de paso, se convirtió en firme partidario de Becket. Marchó al exilio con él, retornó con él y estaba en la catedral cuando Becket fue asesinado. No fue tocado y vivió diez años más.)
Como sucede tan a menudo, la futura víctima solicitó ella misma el golpe de muerte. Enrique hubiese dejado de lado Irlanda, pero en las guerras tribales que continuaban interminablemente, tarde o temprano algún perdedor pediría ayuda externa. En 1166, el rey de Leinster, expulsado de su reino, se dirigió a Francia, donde esperó al rey Enrique y solicitó su ayuda.
Enrique, demasiado ocupado en sus propios asuntos, no podía hacer nada oficialmente, pero le dio permiso para reclutar mercenarios en Inglaterra. Así lo hizo el irlandés, y pronto caballeros normandos actuaban por su cuenta en Irlanda, como un siglo antes lo habían hecho en Italia, y con igual éxito. Tan grande fue su éxito en Irlanda, en efecto, que Enrique temió seriamente que se formase allí un reino normando independiente, que por su eficiencia y disciplina militar podía ser un peligroso competidor, mientras que los caóticos devaneos de los nativos irlandeses no eran una amenaza.
Por ello, en 1171, Enrique decidió hacerse cargo de la situación. Desembarcó cerca de Waterford, sobre la costa sudoriental de Irlanda, a ciento treinta kilómetros de Dublín. Prácticamente no hubo resistencia, quizá porque Enrique dejó bien en claro que llegaba con permiso del Papa (que se remontaba al Papa inglés, quien había muerto una docena de años antes).
Obligó a los jefes locales a reconocerlo como soberano y, cuando se marchó, la ocupación normanda se mantuvo en nombre del rey. El yugo normando fue suave al principio y se limitaba a un sector de unos cuarenta kilómetros desde Dublín en todas las direcciones. Estaba protegido de ataques sorpresivos de las salvajes tribus irlandesas por líneas de estacadas (palings, en inglés), por lo que la región inglesa de Irlanda fue llamada «the Pale» (la Estaca). Los irlandeses estaban «más allá del Pale», y, puesto que eran considerados bárbaros, la expresión llegó a designar a todo lo que no es aceptable para una sociedad educada.
Los ingleses también establecieron su dominación sobre otras ciudades costeras (como habían hecho antes los vikingos) y pasaron muchos siglos antes de que la Isla fuese completamente sometida, si es que, en verdad, verdaderamente lo fue alguna vez; pero desde entonces hasta hoy, un período de ocho siglos, los ingleses han conservado su dominación al menos sobre alguna parte de la isla.
En Escocia, Enrique tuvo igual éxito. Malcolm la Doncella había muerto en 1165, cuando sólo tenía veinticuatro años, y fue sucedido por su hermano menor Guillermo. Habitualmente es llamado «Guillermo el León» por su coraje, virtud común pero que, en este caso, no iba unida a la virtud un poco más rara de la prudencia.
Fue el primer rey escocés que llevó a cabo negociaciones con vistas a una alianza con Francia, como contrapeso a la influencia inglesa, algo que los escoceses seguirían haciendo durante siglos.
Se tomó la molestia de representar el papel de leal subordinado a Enrique, pero cuando el rey inglés estaba envuelto en una guerra en otra parte, aprovechaba la oportunidad e invadía el norte de Inglaterra.
Los escoceses intentaron esto a menudo en su historia y siempre fueron rechazados con pérdidas, pero esta vez los resultados fueron para ellos más desastrosos que lo habitual. Guillermo el León y un grupo de sus caballeros quedaron atrapados en la niebla y, cuando las brumas se despejaron, se encontraron cerca de un grupo de caballeros ingleses que también deambulaban por allí. Guillermo, al principio, los confundió con sus propios hombres, y antes de que pudiera salir de su error fue tomado prisionero.
Guillermo no fue liberado hasta que firmó, en 1174, un tratado por el que reconocía a Enrique como señor de toda Escocia, bajo firmes garantías y condiciones más humillantes que antes.
Así, en 1174, Enrique gobernó, directa o indirectamente, Inglaterra, Gales Escocia, la costa de Irlanda y la mitad de Francia. El Imperio Angevino llegó a su apogeo.
Además de todo eso, Enrique tuvo una familia floreciente. Leonor de Aquitania no dio hijos varones a Luis VII, pero le dio cuatro a Enrique. Estos eran el joven Enrique, nacido en 1154, el año en que Enrique me convirtió en rey; Ricardo, nacido en 1157; Godofredo, nacido en 1158, y Juan, el benjamín de la familia y favorito de su padres, nacido en 1166. Enrique llegaba casi a la necedad en su amor paterno, y mimaba completamente a sus hijos.
Tuvo hijas, también, para quienes concertó ventajosos matrimonios que aumentaron el prestigio de su casa. Casó a su hija Leonor con el rey Alfonso VIII de Castilla, que por entonces constituía lo que es ahora la España central septentrional. A su hija Juana, la casó con Guillermo II de Sicilia (del linaje de Tancredo de Hauteville). Y casó a su hija Matilde con Enrique el León, duque de Sajonia y Baviera.
Enrique II era el más notable monarca de Europa, y sus vinculaciones se extendían por toda la cristiandad occidental. Y sólo lo separaban dos siglos y medio de aquel aventurero vikingo bárbaro que fue Hrolf el Caminante.
Tragedia familiar
La existencia misma del Imperio Angevino era insoportable para Luis VII de Francia. Mientras aquél se expandía por el mapa, Luis quedaba empequeñecido y humillado, y su posición como rey de Francia parecía una parodia. Los continuos éxitos de Enrique dejaban a Luis inseguro en su trono; ni siquiera estaba seguro de tener un reino para legar a su sucesor. (Se había casado de nuevo, después de su divorcio de Leonor, y ahora tenía hijos.)
Sin duda, Luis había logrado mantenerse sin demasiadas luchas, jugando muy astutamente con sus cartas. El largo enfrentamiento de Enrique con Becket le venía de perillas a Luis para sus fines, e hizo todo lo que pudo para mantenerlo, protegiendo a Becket y estimulándolo en su posición extremista, haciendo lo posible para alinear al Papa contra Enrique y, en general, desempeñando el papel de diablillo de la discordia.
Pero no era suficiente con mantenerse, pues sólo dominaba menos de la mitad de su propio reino. Necesitaba sembrar la guerra civil dentro del Imperio Angevino, pera esto era difícil de lograr. Enrique tenía bien enseñado y domados a sus vasallos; era difícil que se levantasen) contra él.
Pero la mirada astuta y envejecida de Luis se dirigió hacia otro lado, hacia los robustos hijos de Enrique. Era ya tradicional en Europa Occidental que los hijos de monarcas se alzasen contra los padres que vivían demasiado, y tales casos habían surgido entre los reyes norman dos de Inglaterra. ¿Acaso Roberto Curthose no se había levantado contra su padre, el Conquistador?
Sin duda, algo se podría hacer con cuatro hijos, de los cuales los tres mayores eran valientes, pero no brillantes. (El cuarto aún era un niño y se lo podía dejar de lado.) t
Para preparar la guerra civil, Luis VII halló un inesperado aliado en su propia ex esposa, Leonor. Cuando se casó con Enrique tuvo lo que deseaba: un rey joven y alegre, tan interesado en las diversiones y el placer como ella misma. El único problema era que el joven y alegre rey no se interesaba sólo por Leonor, sino también por otras damas. Esto a Leonor le cayó muy mal.