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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (54 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Vino y agua, Cloacio —dijo Pompeyo Rufo conciso mientras pasaba por delante del mostrador—. ¡Y que sea de buena cosecha!

—¿El vino o el agua? —replicó con gesto inocente Publio Cloacio.

—Las dos cosas, escoria, o te llevo ante los tribunales —añadió Pompeyo Rufo, sonriendo al llegar a la mesa.

—El asunto Censorino —dijo Sila nada más verle.

—Exacto —dijo el pretor urbano—. Debes de tener mejores fuentes de información que yo, pues te juro que para mí ha sido una auténtica sorpresa.

—Tengo buenas fuentes —dijo Sila sonriente; le era simpático el pretor de Picenum—. ¿Traición, no?

—Traición. Dice que tiene pruebas.

—Igual que los que condenaron a Publio Rutilio Rufo.

—Bueno, me lo creeré cuando las calles de Barduli estén pavimentadas con oro —dijo Escauro, eligiendo como ejemplo la ciudad más pobre de Italia.

—Lo mismo digo —añadió Sila.

—¿Puedo hacer algo? —inquirió Pompeyo Rufo, cogiendo una de las copas que traía el tabernero y llenándola con vino y agua—. ¡Las dos cosas son malas, gusano! —exclamó, mirándole con una mueca.

—A ver si encontráis algo mejor en toda la Via Nova —replicó Publio Cloacio sin ofenderse, y alejándose de mala gana hasta un lugar desde el que pudiera oír lo que decían.

—Ya me ocuparé yo —dijo Sila, aparentemente despreocupado.

—He dispuesto la comparecencia para dentro de tres días en el estanque de Curtius. Afortunadamente no rige la lex Livio, y medio jurado será de senadores, lo que es mucho mejor que uno solo de caballeros. ¡Cómo detestan la idea de que un senador se haga rico a expensas de otros! Aunque está bien que lo hagan —dijo Pompeyo Rufo, asqueado.

—¿Y por qué el tribunal de traiciones en lugar del de sobornos? —inquirió Escauro—. Si ha alegado que aceptaste un soborno, debería denunciarlo ante el de sobornos.

—Censorino alega que el soborno lo aceptó como pago por revelar nuestras intenciones de movimiento en Oriente —dijo el pretor urbano.

—He regresado con un tratado —dijo Sila a Pompeyo Rufo.

—¿Te das cuenta qué gran mérito? —exclamó Escauro en tono admirativo.

—¿Lo va a reconocer el Senado? —inquirió Sila.

—Lo hará, Lucio Cornelio, tienes la palabra de Emilio Escauro.

—Me han dicho que obligaste a los partos y al rey de Armenia a sentarse a un nivel más bajo que tú —dijo el pretor urbano conteniendo la risa—. ¡Bravo, Lucio Cornelio! ¡Esos déspotas orientales necesitan que les bajen los humos!

—Oh, yo creo que Lucio Cornelio continúa la tradición de Popiho Laenas —añadió Escauro sonriendo—. La próxima vez les trazará un círculo alrededor de los pies. Lo que me gustaría saber —añadió con el entrecejo fruncido— es dónde ha obtenido Censorino la información de cosas que han sucedido en el Éufrates.

Sila se rebulló incómodo en su silla, sin saber a ciencia cierta si Escauro seguía considerando inocuo a Mitrídates del Ponto.

—Supongo que actúa de agente de alguno de esos reyes orientales —dijo.

—De Mitrídates del Ponto —se apresuró a decir Escauro.

—¿Cómo, te has desengañado? —inquirió Sila sonriente.

—Me gusta pensar lo mejor de todo el mundo, Lucio Cornelio, pero no soy tonto —contestó Escauro poniéndose en pie y lanzando un denario al tabernero, que lo cazó al vuelo—. ¡Cloacio, dales un jarro más de tus magníficas cosechas!

—Si tan malo es, ¿por qué no estáis en vuestra casa bebiendo chian y falerno? —vociferó Publio Cloacio sin alterarse, mientras Escauro abandonaba el local.

A guisa de respuesta, el príncipe del Senado se limitó a alzar el dedo, pinchando el aire, lo que provocó una sonora carcajada de Cloacio.

—¡Qué vejancón tan tremendo! —comentó, sirviendo más vino en la mesa—. No sé que haríamos sin él…

Sila y Pompeyo Rufo se arrellanaron más cómodamente en la silla.

—¿No vas hoy al tribunal? —inquirió Sila.

—Lo he dejado a cargo del joven Fanio, le vendrá bien bregar con el quisquilloso populacho romano —contestó Pompeyo Rufo.

Siguieron bebiendo vino (que realmente no era tan malo, como todos sabían) durante un tiempo en silencio, y finalmente Pompeyo Rufo dijo:

—¿Esperas presentarte al consulado a fines de año, Lucio Cornelio?

—No creo —contestó Sila con gesto adusto—. ¡Lo había pensado, convencido de que la presentación en Roma de un tratado formal obligando al rey de los partos a un acuerdo de gran beneficio para Roma causara impresión, pero, ya ves, nada en el Foro y menos en el Senado! Más me habría valido quedarme en Roma a tomar lecciones de danza lasciva; habría suscitado más comentarios. Así que he optado por pensar en decidirme si sobornar al electorado, pero creo que sería tirar el dinero. Hay personas como Rutilio Lupo que pueden gastar diez veces más.

—Yo quiero ser cónsul —dijo Pompeyo Rufo, también muy serio—, pero dudo de mis posibilidades porque soy picentino.

—¡Si te han votado el primero de la lista de pretores, Quinto Pompeyo! —replicó Sila con los ojos muy abiertos—. Eso suele contar, ¿sabes?

—También a ti te votaron en cabeza de lista en la misma elección hace dos años —replicó Pompeyo Rufo—, y ya ves, no crees tener muchas posibilidades. Y si un Cornelio patricio que ha sido
praetor urbanus
no se considera con muchas posibilidades, ¿cuáles crees tú que tiene uno que es de Picenum, y no precisamente un hombre nuevo?

—Cierto. Soy un Cornelio patricio, pero mi apellido no es Escipión ni tuve por abuelo a Emilio Paulo. Nunca he sido buen orador y hasta que me eligieron pretor urbano, los asiduos al Foro habían reparado menos en mí que en un eunuco de la Magna Mater. Había cifrado todas mis esperanzas en ese tratado histórico con los partos y en el hecho de haber sido el primero en cruzar el Eufrates con un ejército romano, y ahora el Foro está más fascinado por lo que hace Druso.

—Él sí que será cónsul cuando se presente.

—No puede fallarle ni aunque tuviera que rivalizar con Escipión el Africano y Escipión Emiliano. Te aseguro, Quinto Pompeyo, que estoy fascinado con lo que hace.

—Y yo, Lucio Cornelio.

—¿Crees que tiene razón?

—Sí.

—Bien; igual que yo.

Se hizo otro silencio, sólo interrumpido por el ruido de Publio Cloacio que servía a otros clientes, que con el rabillo del ojo miraban respetuosos las togas bordadas de púrpura.

—¿Y si aguardases un par de años más —insinuó Pompeyo Rufo, dando vueltas lentamente a la copa de peltre entre sus manos y con la vista baja— y nos presentamos los dos? Los dos somos pretores urbanos, tenemos buen historial castrense y edad suficiente, los dos podemos sobornar algo, y… A los electores les gustan los binomios porque auguran buenas relaciones consulares durante el cargo. Creo que juntos tenemos mayores oportunidades que por separado. ¿Qué dices, Lucio Cornelio?

Sila clavó los ojos en el rubicundo rostro de Pompeyo Rufo y contempló aquellos ojos azul oscuro, los regulares rasgos celtas y aquella melena pelirroja rizada.

—Digo —respondió marcando las palabras— que haremos buenísima pareja. ¡Dos pelirrojos a ambos extremos de las gradas senatoriales, con un fisico impresionante y haciendo juego! ¡Ya verás cómo les gustamos a esos retorcidos y malhumorados
mentula
e! ¿No les gustan las gracias? ¿Pues qué mejor gracia que dos cónsules pelirrojos de igual estatura y complexión, aunque de establos totalmente distintos? ¡Lo haremos, amigo! —añadió tendiéndole la mano—. ¡Es una suerte que ninguno de los dos tengamos canas que mermen el efecto ni estemos quedándonos calvos!

—¡Trato hecho, Lucio Cornelio! —respondió Pompeyo Rufo estrechándole la mano, encantado.

—¡Trato hecho, Quinto Pompeyo! —dijo Sila, parpadeando al ocurrírsele una idea al pensar en la enorme riqueza de Pompeyo Rufo—. ¿Tienes un hijo? —inquirió.

—Sí.

—¿Qué edad tiene?

—Cumple los veintiuno este año.

—¿Está comprometido en matrimonio?

—No, aún no.

—Yo tengo una hija, patricia por parte de padre y de madre, que cumple dieciocho años en junio, después de nuestra presentación como binomio consular. ¿Aceptarías el matrimonio entre mi hija y tu hijo en los
Quinctilis
dentro de tres años?

—¡Claro que sí, Lucio Cornelio!

—Tiene una buena dote, pues su abuelo le dejó antes de morir la fortuna de la madre; unos cuarenta talentos de plata, algo más de un millón de sestercios. ¿Es suficiente?

Pompeyo Rufo asintió con la cabeza, complacido.

—¿Te parece que empecemos a hablar en el Foro de nuestra candidatura combinada?

—¡Excelente idea! Es mejor ir acostumbrando desde ahora a los electores para que cuando llegue el momento nos voten sin pensarlo —añadió Sila.

—¡Ajá! —retumbó una voz desde la puerta, que dio paso a Cayo Mario; éste pasó junto a los boquiabiertos bebedores de la mesa próxima al mostrador como si no existieran.

—Nuestro respetable príncipe del Senado me ha dicho que te encontraría aquí, Lucio Cornelio —dijo Mario, sentándose y levantando la cabeza hacia Cloacio, que ya estaba al lado—. Tráeme tu habitual vinagre, Cloacio.

—Claro —replicó Publio Cloacio, viendo que el jarro de la mesa estaba casi vacío—, porque ya me diréis qué saben de vino los itálicos…

—¡Me meo en ti, Cloacio! —dijo Mario con una sonrisa burlona—. Cuidado con tus modales… y tu lengua.

Una vez concluidas las bromas, Mario se dispuso a hablar en serio, alegrándose de que Pompeyo Rufo estuviera allí.

—Quiero saber cómo veis vosotros las nuevas leyes de Marco Livio —dijo.

—Tenemos la misma opinión —respondió Sila, que había pasado a visitar varias veces a Mario desde su regreso sin conseguir verle. No es que tuviese motivos para pensar que no le hubiera recibido aposta, pues el sentido común le decía que no; sería, simplemente, que había acudido en momentos poco oportunos. Sin embargo, en la última visita se había marchado decidido a no volver. Por ese motivo no había relatado a Mario los acontecimientos de Oriente.

—¿Y cuál es esa opinión? —inquirió Mario, por lo visto sin haberse percatado de que había molestado a Sila.

—Que tiene razón.

—Estupendo —dijo Mario, retirándose hacia atrás para que Cloacio los sirviera—. Necesita todo el apoyo posible para esa ley agraria y yo me he ofrecido a sondear la opinión.

—Es una ayuda —comentó Sila, sin saber qué decir.

—Tú eres un buen pretor urbano, Quinto Pompeyo —añadió Mario, dirigiéndose al picentino—. ¿Cuándo vas a presentarte a cónsul?

—¡Precisamente de eso acabamos de hablar Lucio Cornelio y yo! —contestó Pompeyo Rufo con júbilo—. ¡Vamos a presentarnos juntos dentro de tres años!

—Muy bien pensado —dijo Mario con interés, percatándose de la estrategia—. ¡Sois una pareja ideal! —añadió riendo—. Mantened esa decisión y no rompáis el binomio. Os elegirán fácilmente.

—Eso creemos —dijo Pompeyo Rufo, animado—. De hecho hemos sellado el acuerdo con un compromiso matrimonial.

—¡Ah, sí? —inquirió Mario, enarcando la ceja derecha.

—Mi hija con su hijo —añadió Sila, un poco a la defensiva. ¿Por qué sería Mario la única persona capaz de inquietarle? ¿Sería por el carácter de Mario o por su propia inseguridad?

—¡Espléndido, muy bien hecho! —bramó Mario—. Así se soluciona estupendamente el dilema de la familia. A Julia, a Elia y a Aurelia las complacerá.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Sila cejijunto.

—Es que, por lo visto, mi hijo y tu hija —contestó Mario, sin el menor tacto, como de costumbre— se gustan demasiado. Pero el difunto César dijo que ninguno de los primos debían casarse… y yo debo decir que estoy totalmente de acuerdo; aunque eso no ha impedido que mi hijo y tu hija se hayan hecho toda clase de absurdas promesas.

Aquello era una sorpresa para Sila, que jamás había pensado en semejante unión, y que por ver tan poco a su hija, ésta no había tenido ocasión de hablarle del joven Mario.

—¡Vaya, vaya, Cayo Mario, eso lo veía venir hace años, aunque paso demasiado tiempo fuera!

Pompeyo Rufo escuchaba el diálogo un tanto consternado, y lanzó un carraspeo.

—Lucio Cornelio, si hay algún inconveniente, no te preocupes por mi hijo —dijo tímidamente.

—Inconveniente, ninguno, Quinto Pompeyo —respondió Sila sin vacilar—. Son primos de primer grado y se han criado juntos, simplemente. Como has oído decir a Cayo Mario, nunca hemos tenido intención de llegar a semejante enlace. El acuerdo al que acabo de llegar contigo lo reafirma claramente. ¿No te parece, Cayo Mario?

—Efectivamente, Lucio Cornelio. Demasiada sangre patricia, y además primos. El viejo César lo desaprobaba.

—¿Tienes pensada una esposa para el joven Mario? —inquirió Sila, curioso.

—Sí. Quinto Mucio Escévola tiene una hija que será mayor de edad dentro de cuatro o cinco años. He efectuado sondeos y él no se opone —dijo Mario, sin poder contener la risa—. ¡Seré un patán itálico que no habla griego, Lucio Cornelio, pero raro es el aristócrata romano que le haga ascos a la enorme fortuna que algún día heredará el joven Mario!

—¡Cierto! —añadió Sila con otra buena carcajada—. ¡Así que a mí sólo me queda encontrar una esposa para el joven Sila, que no sea hija de Aurelia!

—¿Qué tal una de las hijas de Cepio? —inquirió perversamente Mario—. ¡Imagínate todo ese oro!

—Es una idea, Cayo Mario. Tiene dos, ¿verdad? Y viven con Marco Livio.

—Eso es. Julia sentía buena disposición respecto a la mayor para el joven Mario, pero yo creo que, políticamente, le resultará más conveniente el matrimonio con Mucia. Tu situación es distinta, Lucio Cornelio, y una Servilia Cepionis sería idóneo —dijo Mario con cierta diplomacia por una vez en su vida.

—Sí, es verdad. Lo pensaré.

Pero el asunto de la esposa para su hijo no perduró en la mente de Sila una vez que comunicó a su hija que había quedado prometida al hijo de Quinto Pompeyo Rufo. Cornelia Sila demostró ser digna hija de Julilla poniéndose a gritar como una desesperada.

—Ya puedes chillar cuanto quieras, hija —dijo Sila sin conmoverse—. Harás lo que te mande y te casarás con quien yo diga.

—¡Sal, Lucio Cornelio! —exclamó Elia retorciéndose las manos—. Tu hijo quiere verte. ¡Haz el favor de dejarme a mí con Cornelia!

Y Sila fue a ver a su hijo sin que se le hubiera pasado el enfado.

El resfriado del joven había mejorado, aunque seguía en cama con dolores y flemas.

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