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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (49 page)

BOOK: La corona de hierba
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La medida ha estado bien y todos han elogiado a los censores, por lo que era de esperar que hubieran seguido de acuerdo para actuar mejor juntos; pero comenzaron a regañar. ¡Y qué discusiones en público! Todo culminó en un áspero intercambio de groserías delante de media Roma, la media Roma (de la que formo parte, lo confieso) que se quedó cerca de ellos a escuchar lo que se decían.

No sé si sabrás que Craso Orator se ha consagrado a la piscicultura, un negocio considerado no incompatible con la dignidad senatorial. Así que ha instalado en sus fincas enormes estanques y está haciendo una fortuna con la venta de anguilas, lucios, carpas, etcétera, al colegio de epullones, por poner un ejemplo, en vísperas de las grandes fiestas públicas. ¡Qué poco imaginábamos lo que se nos venía encima cuando Lucio Sergio Orata inició el cultivo de ostras en los lagos de Baiae! Es un gran progreso pasar de las ostras a las anguilas, querido Lucio Cornelio.

¡Ah, cuánto voy a echar de menos este delicioso comadreo de Roma! Pero ya te contaré. Volvamos a Craso Orator y su piscicultura. En sus fincas es una simple actividad comercial, pero, como es Craso Orator, le ha encantado lo de los peces y ha agrandado el tamaño del estanque del jardín de su casa de Roma y lo ha llenado con los ejemplares más exóticos y caros. Se sienta en la orilla, agita el agua con el dedo, y a por las miguitas acuden gambas y toda clase de apreciados habitantes de las aguas. Tiene, sobre todo, una carpa, un ser enorme del color del mejor peltre y de agradable rostro, tan mansa que acude rauda al borde del estanque en cuanto Orator pone el pie en el jardín. Realmente yo no le reprocho que le gusten esas cosas. No me parece mal, en absoluto.

En fin, el pez murió y a Craso Orator se le partió el corazón; durante un intervalo de mercado no salió de su casa, y a los que se tomaron la molestia de acercarse les dijeron que estaba postrado de aflicción. Finalmente reapareció en público, muy cariacontecido, y se unió a su colega el pontífice máximo en su caseta del Foro; aunque me apresuro a añadir que estaban a punto de trasladarla al Campo de Marte para efectuar el tan esperado censo del populacho general.

«¡Ah! —exclamó Ahenobarbo, pontífice máximo, al verle aparecer—. ¿No llevas la
toga pulla
, Lucio Licinio? ¿No vistes de luto? ¡Me sorprende porque me han dicho que en la ceremonia de cremación de tu pez contrataste un actor que llevase su máscara de cera, haciéndole nadar todo el camino hasta el templo de Venus Libitina! ¡Y me han dicho también que has mandado construir una vitrina para la máscara del pez y piensas sacarla en procesión en los futuros entierros de los Licinios Crasos como si fuera de la familia!»

Craso Orator se irguió majestuosamente —bueno, como todos los Licinios Crasos, figura no le falta— y miró por encima de su hiperbólica nariz a su colega censor.

«Es cierto, Cneo Domicio, que he llorado a mi pez muerto —dijo altanero Craso Orator—. ¡Y eso demuestra que soy más bondadoso que tú, que hasta ahora se te han muerto tres esposas y no has derramado una sola lágrima!»

Y ése fue, Lucio Cornelio, el final de las funciones de censores de Lucio Licinio Craso Orator y Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo.

Lástima que no se pueda efectuar el censo del populacho hasta dentro de cuatro años, supongo, porque nadie se preocupa por elegir nuevos censores.

Y ahora entro en las malas noticias. Te escribo ésta en vísperas de mi marcha a Esmirna, a donde voy exiliado. ¡Sí, ya imagino tu sorpresa! ¿Publio Rutilio Rufo, el más inofensivo y recto de los hombres, condenado al exilio? Pues así es. Algunos en Roma no han olvidado la espléndida tarea que llevamos a cabo Quinto Mucio Escévola y yo en la provincia de Asia; hombres como Sexto Perquitieno, que ya no pueden confiscar obras de arte inapreciables a guisa de deudas por impuestos. Y como soy el tío de Marco Livio Druso, me he ganado también la enemistad de ese horripilante Quinto Servilio Cepio. Y, por medio de él, de semejante escoria como Lucio Marco Filipo, que persiste en que le elijan cónsul. Por supuesto que a nadie se le ocurrió meterse con Escévola, pues tiene mucho poder; por eso optaron por ir a por mi. Y lo consiguieron. Ante el tribunal de extorsiones presentaron pruebas vergonzosamente falsificadas de que yo —¡yo!— obtuve dinero de los desventurados ciudadanos de la provincia de Asia. El fiscal fue un tal Apicio, un ser que alardea de ser cliente de Filipo. Oh, muchos, ofendidos, se ofrecieron a defenderme; entre ellos Escévola, Craso Orator y Antonio Orator, incluso el nonagenario Escévola el Augur, figúrate. Y ese repugnante niño prodigio que siempre anda con ellos por el Foro, Marco Tulio Cicerón, de Arpinum, se ofreció también a hablar en mi defensa.

Pero me di cuenta de que todo habría sido inútil, Lucio Cornelio. Al jurado le habían pagado una fortuna (¿
aurum Tolosanum
?) para que me condenara. Así que rechacé los ofrecimientos y me defendí yo mismo. Con gracia y dignidad, modestia aparte. Y con calma. Mi único ayudante fu e mi querido sobrino Cayo Aurelio Cota, el mayor de los tres hijos de Marco Cota y hermanastro de mi querida Aurelia. Su hermanastro, que fue pretor el año de la lex Licinia Mucia, por el contrario, tuvo el descaro de ayudar a la acusación. Su tío Marco Cota y su hermanastra le han retirado la palabra.

Como te he dicho, el resultado era inevitable. Dictaminaron que era culpable de extorsión, privándome de la ciudadanía y condenándome al exilio a más de ochocientas millas de Roma. No obstante, no me han confiscado las propiedades; creo que debieron imaginar que si se atrevían acabarían linchándolos. Mis últimas palabras al tribunal fueron para informarles de que elijo ir al exilio entre las gentes por cuenta de las cuales se me condena, los ciudadanos de la provincia de Asia, y en concreto a Esmirna.

Nunca regresaré a Roma, Lucio Cornelio. Y no lo digo por resentimiento ni por mi orgullo herido, pero no quiero volver a ver una ciudad y unas gentes que consienten tan manifiesta injusticia. Tres cuartas partes de la ciudad va a llorar esa injusticia, pero eso no impedirá que la víctima, yo, pierda la ciudadanía romana y tenga que partir al destierro. Bien, no pienso rebajarme y darles la satisfacción a los que me han condenado de agobiar al Senado con un aluvión de apelaciones para que me devuelvan la ciudadanía y se revoque la sentencia. Pienso comportarme como romano que soy y acataré sumiso, como un buen perro romano, la sentencia de un tribunal romano legal.

Ya he recibido una carta del
etnarca
de Esmirna, loco de alegría, por lo que se ve, ante la perspectiva de contar con un nuevo ciudadano llamado Publio Rutilio Rufo. Por lo visto van a organizar festejos en mi honor en cuanto llegue. ¡Curiosas gentes, que reaccionan de este modo ante la llegada de quien se supone los expolió sin piedad!

No te apenes mucho por mí, Lucio Cornelio. Ya ves que me cuidarán bien. Esmirna ha votado incluso una generosa pensión para mí además de concederme una casa y buenos criados. Quedan en Roma bastantes Rutilios y el clan no resultará afectado; está mi hijo, mis sobrinos y mis primos de la rama de los Rutilios Lupo. Pero a partir de ahora vestiré la clámide griega y las sandalias, pues no tengo derecho a vestir la toga. En tu viaje de regreso, Lucio Cornelio, si tienes tiempo, ¿por qué no pasas por Esmirna para verme? ¡Me he imaginado que ninguno de mis amigos que ande por el extremo oriental del Mediterráneo dejaría de pasar por Esmirna para verme! Un agradable placer para un exiliado.

He decidido escribir en serio. Se acabaron los compendios de logística, táctica y estrategia militar. Quiero convertirme en biógrafo y proyecto comenzar con una biografía de Metelo Numídico, el Meneitos, sazonándola con jugosas anécdotas que harán que Meneitos hijo se muerda los puños de rabia. Luego seguiré con Catulo César y mencionaré cierto amotinamiento que tuvo lugar en Athesis en la época en que las hordas germanas llegaron hasta Tridentum. ¡No sabes cómo voy a divertirme! Así pues, ven a verme, Lucio Cornelio. ¡Necesito información que sólo tú puedes facilitarme!

A Sila no le había gustado nunca Publio Rutilio Rufo, pero cuando dejó el grueso rollo en la mesa, tenía los ojos llenos de lágrimas. Y se hizo una promesa: que algún día cuando él —el hombre más grande del mundo— fuese el primer hombre de Roma, tomaría represalias contra individuos como Cepio y Filipo. Y contra aquel sapo ecuestre llamado Sexto Perquitieno.

Sin embargo, cuando entró su hijo con Morsimo, tenía los ojos secos y se había calmado.

—Ya estoy listo —dijo a Morsimo—. Haz el favor de recordarme que le diga al capitán que ponga rumbo a Esmirna. Tengo que ver a un viejo amigo, a quien he prometido poner al corriente de los acontecimientos de Roma.

IV

M
ientras Lucio Cornelio Sila estaba en Oriente, Cayo Mario y Publio Rutilio Rufo lograron promulgar una ley que derogaba los tribunales especiales provistos por la
lex Licinia Mucia
, con lo cual Marco Livio Druso cobró ánimo.

—Creo que ha llegado el momento —dijo a Mario y a Rutilio Rufo poco después de su aprobación—, a finales de este año me presentaré a tribuno de la plebe. Y a principios del que viene promulgaré una ley a través de la Asamblea de la plebe emancipando a todos los habitantes de Italia.

Mario y Rutilio Rufo se miraron sin tenerlas todas consigo, pero no dijeron nada. Druso tenía razón en que nada se perdía intentándolo, aunque cabía esperar que con el paso del tiempo se flexibilizara la opinión en Roma. Con la suspensión de los tribunales especiales se ponía punto final a las flagelaciones y no habría evidencia de la inhumanidad del Estado romano.

—Marco Livio, ya has sido edil; podrías presentarte a las elecciones de pretor —dijo Rutilio Rufo—. ¿Estás seguro de que quieres ser tribuno de la plebe? Quinto Servilio Cepio va a presentarse a pretor y te enfrentarás en el Senado a un adversario con
imperium
. Y, además, Filipo es otra vez candidato al consulado, y si lo obtiene, cosa bastante probable porque los electores están hartos de verle año tras año con la
toga candida
, tendrás un cónsul aliado a un pretor que te harán la vida imposible como tribuno de la plebe.

—Lo sé —dijo Druso con firmeza—. De todos modos, voy a presentarme. Sólo os ruego que no lo digáis a nadie, pues tengo un plan especial para ganar la elección que requiere que la gente crea que lo he decidido en el último momento.

Que declarasen culpable, condenándole al exilio, a Publio Rutilio Rufo a principios de septiembre, fue un duro golpe para Druso, que había contado con su inapreciable apoyo en el Senado. Ahora sólo contaba con Cayo Mario, un hombre con el que Druso no tenía mucha intimidad y a quien no admiraba incondicionalmente. En cualquier caso, no era sustituto de un miembro de su familia. Ello, además, implicaba que Druso no disponía de nadie con quien hablar en el seno familiar; su hermano Mamerco se había hecho amigo suyo, pero sus tendencias políticas se inclinaban más hacia Catulo César y el Meneitos hijo; con él no había abordado el delicado tema de la emancipación de los itálicos, ni quería hacerlo. Y Catón Saloniano había muerto. Tras la muerte de Livia Drusa había tenido un pretorado muy activo a cargo de los tribunales de homicidio y desfalco, fraude y usura, pero cuando los crecientes disturbios en Hispania indujeron al Senado a enviar un gobernador especial a la Galia Transalpina a principios de año, Catón Saloniano lo había aceptado encantado para mantenerse ocupado. Había marchado a su destino, dejando sus hijos al cuidado de su suegra Cornelia Escipionis y de su cuñado Druso. Y en el verano había llegado la noticia de una caída del caballo, en la que se había hecho una herida que no parecía grave; pero luego había sufrido un ataque epiléptico, seguido de parálisis, para entrar en un estado de coma que desembocó en una muerte plácida e inconsciente. Para Druso, la noticia fue como una puerta que se cierra. Todo lo que le quedaba de su hermana eran los hijos.

Por lo tanto era comprensible que Druso escribiese a Quinto Popedio Silo después del exilio de su tío y le invitase a vivir en Roma. Ya no tenían vigencia los tribunales especiales de la
lex Licinia Mucia
y el Senado había decidido por acuerdo tácito hacer caso omiso de la inscripción masiva de itálicos en el censo de Antonio Flaco hasta que se llevara a efecto el próximo censo. No había, pues, motivo que impidiera la estancia de Silo en Roma. Y Druso necesitaba enormemente poder hablar con alguien de confianza respecto a su cargo de tribuno.

Habían transcurrido tres años y medio desde su última entrevista aquel memorable día en Bovianum.

—Sólo Cepio queda vivo —le dijo Druso, sentados en su despacho a la espera de que los avisasen para cenar—, y no quiere saber nada de los hijos, que incluso ahora siguen siendo suyos legalmente. De los dos que son Porcios Catones Salonianos, sólo tengo que decirte que son huérfanos. Afortunadamente no se acuerdan de su madre y Porcia, la pequeña, recuerda vagamente a su padre. Los niños se encuentran zarandeados en este mar proceloso y su tabla de salvación es mi madre. Naturalmente, Catón Saloniano no les ha podido legar fortuna, excepto sus propiedades en Tusculum y una finca en Lucania. Yo me encargaré de las provisiones para que el niño ingrese en el Senado cuando llegue el momento y de que la niña tenga una dote adecuada. Tengo entendido que Lucio Domicio Ahenobarbo, que está casado con la tía de la niña, hermana de Catón Saloniano, ha puesto seriamente los ojos en la pequeña Porcia para su hijo Lucio. Yo he dispuesto mi testamento, y estoy seguro de que Cepio también; quiera o no, Quinto Popedio, no puede desheredarlos ni privarlos de la dote, aunque se niegue a verlos, el muy canalla.

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