No les divirtió, y a Tigranes menos que a nadie, pero poco podían hacer, pues los habían acomodado con tal dignidad y cortesía que reclamar sentarse a la misma altura que la silla curul no habría servido para acrecentar su dignidad.
—Señores representantes del rey de los partos y rey Tigranes, os doy la bienvenida a la reunión —dijo Sila desde su posición dominante, deleitándose en inquietarlos con sus extraños ojos claros.
—¡No te corresponde parlamentar, romano! —espetó Tigranes—. ¡Yo he convocado a mis soberanos!
—Lo siento mucho, rey, pero si me corresponde parlamentar —replicó Sila con una sonrisa—. Has acudido a donde yo me encuentro, invitado por mí. ¿Quién de vosotros, señores partos, es el que dirige la delegación? —añadió acto seguido, sin dar tiempo a que Tigranes replicara, volviéndose levemente hacia ellos con su más fiera sonrisa, mostrando los colmillos.
Como era de esperar, el más anciano, sentado en el primer sitial, hizo una regia reverencia.
—Soy yo, Lucio Cornelio Sila. Mi nombre es Orobazus y soy sátrapa de Seleucia del Tigris. Yo sólo respondo ante el rey de reyes, Mitrídates de los partos, que lamenta que el tiempo y la distancia le impidan estar hoy aquí.
—¿Se encuentra en su palacio de verano en Ecbatana, verdad? —inquirió Sila.
—Bien informado estáis, Lucio Cornelio Sila —contestó Orobazus, parpadeando—. No sabía que en Roma se conocieran tan bien sus movimientos.
—Llamadme simplemente Lucio Cornelio, señor Orobazus —dijo Sila, inclinándose un poco hacia adelante sin doblar la columna vertebral, manteniendo en la silla una postura de perfecta mezcla de gracia y poderío, como correspondía a un romano dirigiendo una reunión importante—. Hoy vamos a hacer historia aquí, señor Orobazus, pues es la primera vez que los embajadores del reino de los partos se reúnen con un embajador de Roma. Y es muy adecuado que ello tenga lugar en el río que constituye la divisoria entre dos mundos.
—Efectivamente, mi señor Lucio Cornelio —comentó Orobazus.
—No digáis «mi señor», sino sencillamente Lucio Cornelio —replicó Sila—. En Roma no hay señores ni reyes.
—Eso hemos oído, pero lo encontramos extraño. Seguís, pues, la modalidad griega. ¿Cómo es que Roma se ha engrandecido tanto si no la gobierna un rey? Es comprensible entre los griegos, que nunca fueron grandes por no tener un gran rey y se escindieron en una miriada de pequeños estados que se enfrentaron unos a otros. Roma, por el contrario, actúa como si tuviera un gran rey. ¿Cómo no teniendo rey habéis adquirido tanto poder, Lucio Cornelio? —inquirió Orobazus.
—Roma es nuestro rey, señor Orobazus, aúnque la nombremos con una forma femenina y digamos «ella». Los griegos se supeditaban a un ideal, vosotros os subordináis todos a un hombre, vuestro rey, pero los romanos nos subordinamos a Roma y sólo a Roma. Nosotros no doblamos la rodilla ante ningún ser humano, señor Orobazus, del mismo modo que no nos doblegamos ante ningún ideal abstracto. Roma es nuestro dios, nuestro rey, nuestra vida. Y aunque todos los romanos se esfuerzan por acrecentar su reputación y ser más grandes ante sus compatriotas, en último extremo todo va dirigido a acrecentar Roma y a la grandeza de Roma. Nosotros, señor Orobazus, adoramos un lugar, no a un hombre. No un ideal. Los hombres pasan por la tierra en un vuelo, y los ideales se esfuman conforme soplan los vientos filosóficos, pero un lugar es eterno mientras los que viven en él lo amen, lo cuiden y lo engrandezcan. Yo, Lucio Cornelio Sila, soy un gran romano, pero al final de mi vida todo lo que haya hecho será para engrandecer el poder y la majestad de donde he nacido: Roma. Hoy estoy aquí, no por cuenta propia, ni por cuenta de otro hombre, sino por cuenta de ¡Roma! Si firmamos un tratado, quedará depositado en el templo de Júpiter Feretrius, el más antiguo de Roma, y allí se conservará sin que sea mio ni siquiera lleve mi nombre. Un legado para la grandeza de Roma.
Había hablado con elocuencia en su hermoso griego ático, mucho mejor que el de los partos o el de Tigranes, y ellos le habían escuchado fascinados, esforzándose por comprender un concepto que les era totalmente ajeno. ¿Una ciudad con más grandeza que un hombre? ¿Un lugar más grande que el resultado del raciocinio de un hombre?
—¡Pero un lugar, Lucio Cornelio —adujo Orobazus—, no es más que un conjunto de objetos! Si es una ciudad, es un conjunto de edificaciones; si un santuario, un conjunto de templos; si un paisaje, un conjunto de árboles, rocas y campos. ¿Cómo un lugar puede generar ese sentimiento, esa nobleza? Miráis un conjunto de edificaciones, pues ya sé que Roma es una gran ciudad, ¿y qué es lo que hacéis en consideración a esos edificios?
—Esto es Roma, señor Orobazus —replicó Sila, tendiendo la vara de marfil y tocando el musculoso antebrazo, blanco como la nieve—. Esto es Roma —añadió apartando los pliegues de su toga para mostrar la equis curvada de la silla plegable—. Esto es Roma, señor Orobazus —repitió, extendiendo el brazo izquierdo, cubierto de pliegues de la toga, y tocando la tela y haciendo una pausa para mirar aquelíos pares de ojos clavados en él desde abajo—. Yo soy Roma, señor Orobazus, igual que todo aquel que se llame romano. Roma es un cortejo que se remonta a mil años, en tiempos en que un huido de Troya llamado Eneas puso pie en las playas del Lacio, originando una raza que fundó hace seiscientos sesenta y dos años un lugar llamado Roma. Durante un tiempo, esa Roma fue gobernada por reyes, hasta que los romanos repudiaron el concepto de que un hombre pueda ser más poderoso que el lugar que le ha visto nacer. No hay ningún romano más grande que Roma. Roma es el crisol de los grandes hombres. Pero lo que son y lo que hacen es para gloria de ella, son su contribución a ese cortejo que continúa. Y yo os digo, señor Orobazus, que Roma perdurará mientras los romanos la quieran más que a sí mismos, más que a sus hijos y más que a su propia fama y triunfos. — Hizo otra pausa y respiró hondo—. Mientras los romanos quieran más a Roma que a un ideal o a un solo hombre.
—Pero el rey es la encarnación de todo eso que decís, Lucio Cornelio —replicó Orobazus.
—Un rey no puede serlo —añadió Sila—. A un rey, lo primero que le importa es él mismo, y se cree más cerca de los dioses que ningún otro hombre. Hay reyes que se creen dioses. Simple egoísmo, señor Orobazus. Los reyes se aprovechan de sus países; Roma se engrandece con los romanos.
—No comprendo lo que decís, Lucio Cornelio —dijo Orobazus, alzando los brazos en senecto ademán de rendición.
—Pues pasemos a los motivos que han hecho que nos reunamos aquí, señor Orobazus. Es una circunstancia histórica, y por cuenta de Roma os hago una propuesta. Todo lo que queda al este del río Éufrates es de vuestra absoluta potestad y asunto del rey de los partos, pero lo que está al oeste del río Eufrates es asunto de Roma y potestad de quienes actúan en nombre de Roma.
—¿Queréis decir, Lucio Cornelio —replicó Orobazus enarcando sus hirsutas cejas grises—, que Roma quiere gobernar en todas las tierras al oeste del río Éufrates? ¿Que Roma pretende destronar a los reyes de Siria, del Ponto, de Capadocia, de Comagene y muchas otras tierras?
—Ni mucho menos, honorable Orobazus. Roma quiere garantizar la estabilidad de las tierras al oeste del Éufrates, impedir que unos reyes se expansionen a costa de otros, evitar que las fronteras de los paises se reduzcan o se amplíen. ¿Sabéis, por ejemplo, honorable Orobazus, en qué lugar exacto me hallo hoy?
—Con exactitud, no, Lucio Cornelio. Recibimos aviso de nuestro súbdito Tigranes de Armenia de que ibais contra él con un ejército. Y hasta el momento no he podido obtener razón alguna del rey Tigranes que me explique por qué vuestro ejército no ha pasado a la acción. Estabais muy al este del Éufrates, y ahora parece que os dirigís de nuevo hacia el oeste. ¿Qué os trajo aquí? ¿Por qué entrasteis con vuestro ejército en Armenia? ¿Y por qué, una vez dentro, no habéis atacado?
Sila volvió el rostro para mirar a Tigranes y vio el círculo dentado de su tiara, decorado a ambos lados por encima de la diadema con una estrella de ocho puntas y un creciente formado por dos águilas, notando que estaba hueco y que el rey era bastante calvo. Molesto por su situación inferior, el rey alzó la barbilla y miró irritado a Sila.
—¿Cómo, rey, no se lo dijiste a tu señor? —inquirió Sila. Al no recibir respuesta, se volvió hacia Orobazus y los otros partos—. Roma está seriamente preocupada, honorable Orobazus, porque algunos reyes del extremo oriental del Mediterráneo se hagan excesivamente poderosos y expulsen a otros. A Roma le complace la situación en Asia Menor, pero el rey Mitrídates del Ponto ha puesto sus miras en el reino de Capadocia y en otras regiones de Anatolia, incluida Cilicia, que se ha puesto voluntariamente en manos de Roma ahora que el rey de Siria no tiene suficiente poder para protegerla. Pero vuestro súbdito, el rey Tigranes, ha apoyado a Mitrídates, llegando incluso hace poco a invadir Capadocia.
—Algo de eso he oído —dijo Orobazus impasible.
—¡Me imagino, honorable Orobazus, que nada escapa a la atención del rey de los partos y de sus sátrapas! Sin embargo, después de hacerle el trabajo sucio al Ponto, el rey Tigranes regresó a Armenia y no ha vuelto a pasar al oeste del Eufrates —dijo Sila con un carraspeo—. Lamentablemente, he tenido que expulsar de nuevo de Capadocia al rey del Ponto; encomienda del Senado y del pueblo de Roma que llevé a cabo a principios de año. Sin embargo, pensé que mi tarea no habría quedado culminada sin viajar para hablar con el rey Tigranes. Por eso me dirigí a Eusebia Mazaca para verle.
—¿Con vuestro ejército, Lucio Cornelio? —inquirió Orobazus.
—¡Desde luego! —replicó Sila enarcando sus puntiagudas cejas. Comprenderéis, honorable Orobazus, que ando por un confín del mundo que no conozco, y es una simple precaución. Por eso he venido con mi ejército y me he conducido con absoluto decoro, como me imagino sabréis; no hemos saqueado ni pillado, ni pisoteado ningún cultivo. Hemos comprado cuanto necesitábamos y seguimos haciéndolo. Considerad mi ejército como una escolta muy numerosa. ¡Yo soy un hombre importante, honorable Orobazus! Mi puesto en el gobierno de Roma no ha alcanzado el cenit y aún llegaré más alto. Por consiguiente, me incumbe a mi, ¡y a Roma!, cuidar de Lucio Cornelio Sila.
—Un momento, Lucio Cornelio —interrumpió Orobazus con un gesto—. Tengo aquí a un caldeo, Nabopolosor, que viene no de Babilonia sino de la misma Caldea, donde el delta del Éufrates desemboca en el mar de Persia. Me sirve de vidente y de astrólogo y su hermano está al servicio del rey Mitrídates de los partos. Todos los presentes de Seleucia del Tigris creemos en lo que vaticina. ¿Permitiríais que os examinara la palma de la mano y el rostro? Quisiéramos saber por nosotros mismos si sois tan gran hombre como decís.
Sila se encogió de hombros con expresión de indiferencia.
—Me da igual, honorable Orobazus. ¡Que ese hombre escrute las líneas de mi mano y de mi rostro cuanto queráis! ¿Está aquí? ¿Queréis que lo haga ahora? ¿O debo ir yo a algún sitio?
—Quedaos sentado, Lucio Cornelio, Nabopolosor vendrá aquí —dijo Orobazus chascando los dedos y diciendo algo al grupo de observadores partos sentados en el suelo.
De entre ellos surgió un individuo que no se diferenciaba de los demás, con el sombrero redondo cuajado de perlas, el collar espiral y vestiduras doradas. Con las manos metidas en las mangas, se llegó hasta los escalones del estrado, los ascendió ágilmente y se detuvo en el último, ante el estrado de Sila; allí sacó una mano de la manga y cogió la mano derecha que le tendía el romano para ir mirando despacio las líneas; luego la soltó y se puso a escrutarle el rostro. Hizo una reverencia, descendió los escalones, retrocediendo hasta Orobazus, y sólo en ese momento volvió la espalda a Sila.
Tardó un rato en hacer su informe, mientras Orobazus y los demás escuchaban atentamente con rostro impasible. Hecho lo cual, regresó hasta Sila, inclinó el tronco hasta el suelo y salió de la plataforma sin alzar la cabeza, en actitud de solemne sumisión.
El corazón de Sila, que había comenzado a latir aceleradamente mientras el adivino daba su veredicto, volvió a saltar de gozo cuando el caldeo se escurrió de la plataforma para regresar a su puesto en el grupo. No sabía qué les había dicho, pero era evidente que acababa de confirmar su afirmación de que era un gran hombre romano al hacerle aquella profunda reverencia como si hubiera sido su rey.
—Nabopolosor dice, Lucio Cornelio, que sois el hombre más grande del mundo, y que ninguno de vuestros contemporáneos puede compararse a vos desde el río Indus hasta el río del océano en el extremo de Occidente. Debemos creerle, pues no se ha recatado de incluir entre vuestros inferiores a nuestro rey Mitrídates, jugándose con ello la cabeza —dijo Orobazus con distinto timbre en la voz.
Sila advirtió que el propio Tigranes le miraba ahora con temor.
—¿Resumimos lo parlamentado? —inquirió Sila, sin alterar la postura, el gesto y el tono protocolario.
—Os lo ruego, Lucio Cornelio.
—Bien. Creo que había explicado el porqué de la presencia de mi ejército, pero no lo que había venido a decir al rey Tigranes. En pocas palabras, le dije que permaneciera en el lado del río Éufrates que le corresponde, advirtiéndole que no ayudase a su suegro del Ponto a lograr sus ambiciones, ya fuesen relativas a Capadocia, Cilicia o Bitinia. Y después de advertirselo, volví grupas.
—¿Creéis, Lucio Cornelio, que el rey del Ponto ha puesto sus miras más allá de Anatolia?
—¡Yo creo que ambiciona todo el mundo, honorable Orobazus! Ya es dueño del Euxino oriental, desde Olbia en el Hypanis hasta la Cólquida del Fasis. Se ha apoderado de la Galacia asesinando a todos los notables y ha matado al último rey de la dinastía capadocia. Estoy seguro de que es el artífice de la invasión de Capadocia llevada a cabo por Tigranes, aqui presente. Y al margen del objeto de esta reunión —añadió, inclinándose hacia adelante, con un fulgor extraño en los ojos—, os diré que la distancia entre el Ponto y el reino de los partos es mucho menor que la existente entre el Ponto y Roma. Por consiguiente, creo que el rey de los partos debería vigilar sus fronteras dado que el del Ponto alimenta ambiciones expansionistas, vigilando a la par atentamente a su súbdito el rey Tigranes de Armenia —añadió Sila, con una sonrisa amable y los colmillos bien ocultos—. Eso es cuanto tengo que decir, honorable Orobazus.
—Habéis hablado cuerdamente, Lucio Cornelio —dijo el parto—. Tendréis el tratado. Todo el occidente del Éufrates será potestad de Roma y todo el este del Éufrates potestad del rey de los partos.