—Escauro, príncipe del Senado —dijo Sila con no poca satisfacción—, tiene muchas más cosas de qué ocuparse en este momento que fijarse en el joven Marco Tulio Cicerón.
Y era un comentario pertinente, porque, como portavoz de la Cámara, Marco Emilio Escauro solía recibir a las embajadas extranjeras y se encargaba de la faceta de los asuntos exteriores que no implicaran alternativa bélica. Casi todos los senadores consideraban a las naciones extranjeras poco más que una provincia de Roma carente de importancia para dedicarle tiempo, y por eso el portavoz de la Cámara andaba siempre a la busca de miembros para los comités que no implicasen un viaje previo al extranjero a cargo del Estado, una clase de gente que escaseaba. Por eso la respuesta del Senado al agraviado Sócrates, hijo menor del fallecido rey de Bitinia, tardó diez meses en formularse y ser entregada al correo para que la llevase a Nicomedia. No era una respuesta que pudiera complacer a Sócrates, ya que confirmaba la entronización de Nicomedes III y rechazaba tajantemente sus pretensiones.
Y aun antes de que este asunto quedara resuelto, Escauro, príncipe del Senado, heredó otro contencioso relativo a un país extranjero. La reina Laódice y el rey Ariobarzanes de Capadocia llegaron a Roma, huyendo del rey Tigranes de Armenia y su suegro el rey Mitrídates del Ponto. Hartos de estar gobernados por un hijo de Mitrídates y el nieto de su títere Gordio, los capadocios, después de la marcha de Cayo Mario de Mazaca, habían intentado encontrar un rey realmente capadocio. Se rumoreaba que el sirio por el que habían optado había muerto envenenado por Gordio, y entonces rebuscaron en los archivos genealógicos y hallaron un noble capadocio con sangre real, un Ariobarzanes. Su madre —llamada, cómo no, Laódice— era prima del último Ariarates al que en verdad podía calificarse de capadocio. El rey niño Ariarates Eusebio y su abuelo Gordio tuvieron que dejar el trono y huir al Ponto, pero, sabedor de que por medio de Cayo Mario Roma trataba de intervenir, Mitrídates no actuó directamente y se sirvió de Tigranes de Armenia. Por eso era Tigranes quien había invadido Capadocia, poniendo allí un nuevo rey, que en esta ocasión no era un hijo de Mitrídates, ya que en un consejo entre Ponto y Armenia se determinó que el trono no podía ocuparlo un niño. El nuevo rey de Capadocia era el propio Gordio.
Laódice y Ariobarzanes salieron del país y se presentaron en Roma a principios de la primavera del año en que Sila era pretor urbano. Su presencia fue un grave inconveniente para Escauro, pues no pocas veces había manifestado (y había leído en cartas) que la suerte de Capadocia debía dejarse en manos de los capadocios, y su defensa del rey Mitrídates resultaba embarazosa, pese a que no podía probarse la acusación de Laódice y Ariobarzanes de que era él quien estaba detrás de la invasión llevada a cabo por Tigranes de Armenia.
—Tendréis que ir y comprobarlo personalmente —dijo Sila a Escauro cuando salían de la poco concurrida reunión del Senado en la que se había debatido la situación de Capadocia.
—¡Es un agobio! —gruñó Escauro—. En este momento no puedo dejar Roma.
—Pues tendréis que nombrar a alguien —dijo Sila.
Pero Escauro irguió su exiguo tórax, y sobre todo la barbilla, y asumió la carga.
—No, Lucio Cornelio, iré yo.
Y allá se fue en visita relámpago. No a Capadocia, sino a ver al rey Mitrídates en su corte de Amasia. Bien alimentado en banquetes, con excelente vino, festejado y aplaudido, Marco Emilio Escauro lo pasó en grande en el Ponto. Como huésped real, fue a cazar el león y el oso, a pescar al Euxino el atún y el delfín, a visitar los parajes más hermosos, cascadas, gargantas, picachos; y, como huésped real, fue agasajado con cerezas, el fruto más delicioso que había probado en su vida.
Asegurándole que el Ponto no tenía ambiciones sobre Capadocia, se lamentó y criticó en su presencia la conducta de Tigranes. Y como encontrara la corte del Ponto graciosamente helenizada y con el griego como lengua habitual, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, hizo el equipaje y regresó a Italia en una nave real.
—Se lo ha creído —dijo Mitrídates a su primo Arquelao con una amplia sonrisa.
—Yo creo que se debe fundamentalmente a las cartas que le habéis escrito estos dos años —añadió Arquelao—. Seguid haciéndolo, majestad, es muy rentable.
—Lo mismo que la bolsa de oro que le di.
—¡Bien cierto!
Desde los primeros días de asumir su cargo de
praetor urbanus
, Sila comenzó a intrigar para hacerse con uno de los dos puestos de gobernador de la Hispania, por eso hacía buenas migas con Escauro y, a través de él, con otros personajes del Senado. Dudaba que pudiera ganarse del todo a Catulo César, debido a lo sucedido en el río Athesis cuando los cimbros germánicos habían invadido la Galia itálica, pero en términos generales iba progresando, y a primeros de junio estaba seguro de que le asignarían la Hispania Ulterior, que era la mejor provincia para gobernar en el sentido de ganar mucho dinero.
Pero la Fortuna, que tanto le quería, se disfrazó de ramera dispuesta a traicionarle una vez más. Tito Didio había regresado de la Hispania Citerior para celebrar un triunfo, dejando el gobierno en manos de su cuestor hasta fines de año. Y dos días después de Tito Didio, Publio Licinio Craso celebraba también un triunfo por sus victorias en la Hispania Ulterior, dejando, igualmente, a su cuestor encargado del gobierno de aquella provincia hasta acabar el año. Tito Didio había asegurado que a su marcha todo estaba en paz en la Hispania Citerior, después de la cruenta guerra con la que había dejado exhaustos a los celtíberos indígenas. Publio Craso, por el contrario, había salido de su provincia sin adoptar parecidas precauciones; se había adueñado de las minas de estaño y quería coordinar la explotación en el marco de las empresas en las que poseía acciones encubiertas. En su viaje a las Casitérides, las famosas islas del estaño, había impresionado profundamente a todos con la magnificencia de su condición de romano, ofreciendo mejores contratos comerciales y garantizando los envíos a las riberas del Mediterráneo de todo el mineral que se extrajera. Padre de tres hijos, había aprovechado su estancia en Hispania para cubrirse el riñón, pero la provincia seguía sin estar sometida.
No habían transcurrido dos intervalos de mercado desde que Publio Craso celebrara su triunfo la víspera de los idus de junio, cuando llegaron noticias de que los lusitanos volvían a sublevarse con renovado ímpetu. El pretor Publio Cornelio Escipión Nasica, enviado a la Hispania Ulterior como gobernador sustituto, resultó tan eficaz en el desempeño de sus funciones, que ya se hablaba de prorrogarle el mando para el año siguiente. Era de una familia influyente y, naturalmente, el Senado quería complacerle. Lo que quería decir que Sila tenía que despedirse de sus esperanzas de obtener la Hispania Ulterior.
Y la Hispania Citerior también le quedó vedada en octubre, cuando el cuestor que Tito Didio había dejado al mando envió un mensaje urgente pidiendo ayuda, pues se habían sublevado los vascones, los cántabros y los ilergetes. Al ser pretor urbano, Sila no podía prestarse voluntario y, desde el tribunal de pretores, tuvo que ver sin inmutarse cómo encargaban al cónsul Cayo Valerio Flaco el gobierno de la Hispania Citerior.
¿Qué le quedaba? ¿Macedonia? Era una provincia consular, que rara vez se entregaba a un pretor, pero que precisamente aquel año había sido concedida al pretor urbano del año anterior, el hombre nuevo Cayo Sentio, quien rápidamente demostró su valía y, por consiguiente, era muy improbable que lo sustituyesen en mitad de la campaña que había organizado con su igualmente eficiente legado, Quinto Brutio Sura. ¿Asia? Sila sabía que aquella provincia estaba prometida a otro Lucio Valerio Flaco. ¿Africa? Aquello era un remanso de paz por aquel entonces y no podía esperarse nada. ¿Sicilia? Remanso de paz. Nada. ¿Cerdeña y Córcega? Otro remanso de paz. Descartado.
Con desesperada necesidad de dinero, Sila vio cómo se le escapaban una tras otra las posibilidades de un puesto lucrativo de gobernador y tenía que quedarse en Roma a cargo de los tribunales. Ya sólo le quedaban dos años para el consulado, y entre sus colegas pretores estaban Publio Escipión Nasica y Lucio Flaco, que con su gran influencia se había asegurado el cargo de gobernador de Asia para el año siguiente. Los dos con dinero de sobra para sobornar sin límite. Otro pretor, Publio Rutilio Lupo, era aún más rico. A menos que pudiera hacer fortuna en el extranjero, Sila sabía que sus esperanzas eran vanas.
Sólo la compañía de su hijo le hacía conservar el juicio, impidiendo que cometiera alguna tontería, a pesar de que sabía que arruinaría definitivamente su carrera. Metrobio vivía en la misma ciudad, pero gracias a su hijo podía resistir el poderoso impulso de ir a verle. El pretor urbano era muy conocido en Roma al final del año en el cargo y Sila era por añadidura un hombre que no pasaba inadvertido; la presencia de sus hijos le impedía darle cita en su casa y era imposible verse en el apartamento de Metrobio de la colina Caeha. Adiós, Metrobio.
Y lo peor era que ya no podía recurrir a Aurelia porque por fin había vuelto Cayo Julio César; se había acabado la libertad de la pobre. La había visitado una vez y había tenido un recibimiento frío por parte de una dama hierática, que formalmente le había rogado que no volviese, sin darle explicación alguna que le indicara cuál era el problema, pero no le costó mucho imaginarse a qué obedecía su actitud. Cayo Julio César sería adversario en las elecciones pretorianas de noviembre, ayudado por la innegable influencia de Cayo Mario, y la esposa de César sería una de las damas romanas más observadas, aunque viviera en el Subura. Nadie le había contado a Sila cuánto había soliviantado sin querer a los Cayo Mario, en sus vacaciones por Asia, pero Claudia, la esposa de Sexto César, se había encargado de relatar la graciosa historia al marido de Aurelia en la fiesta que habían celebrado para celebrar su vuelta, y aunque los demás se lo tomaron a broma, a César no le había hecho ninguna gracia.
¡Oh, gracias a los dioses que tenía al joven Sila! Aunque con el hijo no había ningún solaz. Controlado en todos sus pasos, el Sila que habría podido irrumpir con alguna perversidad, se hallaba en reposo, dormitando. Por nada del mundo se habría rebajado a los ojos de su hijo querido.
Así, conforme el año tocaba a su fin, Sila vio cómo se desvanecían sus posibilidades, sufriendo la privación de Metrobio y de Aurelia, escuchando la charla pretenciosa del joven Cicerón y dando a su hijo cada vez más cariño. Los detalles de su vida anterior a la muerte de su madrastra, que Sila jamás había contado a nadie de su clase, los desvelaba ahora a aquel muchacho tan maravilloso y comprensivo, que escuchaba arrobado aquellas historias que le daban una imagen de una persona que él jamás conocería. La única faceta de su vida que Sila no reveló a su retoño fue la de aquel monstruo sañudo capaz de aullar a la luna. Aquello, se dijo, se había acabado para siempre.
Cuando el Senado asignó las provincias, cosa que sucedió a últimos de noviembre, todo salió como Sila había previsto. A Cayo Sentio le prorrogaron el mando en Macedonia; a Cayo Valerio Flaco, en la Hispania Citerior; a Publio Escipión Nasica, en la Hispania Ulterior, y la provincia de Asia a Lucio Valerio Flaco. Cuando le ofrecieron Africa, Sicilia o Cerdeña y Córcega, Sila lo rechazó elegantemente. Mejor no tener ningún cargo de gobernador que quedar relegado a un lugar en el que no sucedía nada. Cuando se celebrasen las elecciones consulares, dentro de dos años, los electores considerarían dónde habían estado los gobernadores pretorianos, y el destino de Africa, Sicilia, Córcega y Cerdeña no impresionarían lo más mínimo.
Y entonces la Fortuna tiró su disfraz y se mostró en plena gloria de su afecto por Sila. En diciembre llegó una carta desesperada del rey Nicomedes de Bitinia, poniendo al descubierto los designios del rey Mitrídates en Asia Menor, pero sobre todo en Bitinia. Y casi simultáneamente llegaron noticias de Tarsus de que Mitrídates había invadido Capadocia al frente de un poderoso ejército y no pensaba detenerse hasta apoderarse de Cilicia y Siria. Con gran perplejidad, Escauro, príncipe del Senado, propugnó el envío de un gobernador a Cilicia. Roma no disponía de muchas tropas de reserva, pero había que dar suficientes fondos al gobernador para que, en caso necesario, organizase tropas indígenas. Escauro era un romano terco, cosa que Mitrídates no había comprendido, al creerle que lo tenía sumiso gracias a un montón de cartas y una bolsa de oro. Pero Escauro era muy capaz de quemar un montón de cartas si se presentaba una amenaza de tal envergadura para Roma, y Cilicia era una región vulnerable de importancia, y aunque allí no solía enviarse un gobernador periódicamente, Roma consideraba Cilicia como una posesión.
—Enviad a Lucio Cornelio Sila a Cilicia —dijo Cayo Mario cuando le
consulta
ron—. Es un hombre muy apto que se encuentra en una situación precaria. El sabrá entrenar a las tropas, equiparlas y mandarlas. Si hay alguien capaz de solventar la situación, Lucio Cornelio es el más indicado.
—¡Me han asignado un cargo de gobernador! —dijo Sila a su hijo al llegar a casa después de la reunión del Senado en el templo de Bellona.
—¿Sí? ¿Dónde? —inquirió excitado el joven.
—En Cilicia. Para contener al rey Mitrídates del Ponto.
—¡Oh,
tata
, es estupendo! —Pero el muchacho comprendió de inmediato que ello significaba la separación, y por un brevísimo instante sus ojos traicionaron su aflicción y su pena, pero conteniendo un sollozo miró a su padre con aquel increíble respeto y confianza que a Sila tanto le enternecía—. Te echaré de menos, claro, pero me alegro mucho por ti, padre.
Había hablado como un adulto. Le había llamado padre, no
tata
.
Eufóricos y a punto de romper a llorar, los fríos ojos claros de Lucio Cornelio Sila se posaron en su hijo con el mismo respeto y confianza con que él le había obsequiado. Luego le dirigió una sonrisa de rendido afecto.
—Bah, ¿qué es eso de que me vas a echar de menos? —inquirió—. No irás a pensar que voy a irme sin ti… Tú vienes conmigo.
Otro sollozo contenido, convertido en alegría irreprimible, y una sonrisa inenarrable.
—Tata! ¿De verdad?
—Nunca he dicho nada más en serio, muchacho. Vamos los dos o no voy. ¡Y pienso ir!
Partieron para Oriente a principios de enero, que según el calendario era todavía época otoñal, en que la navegación era factible. Sila se hizo acompañar de un séquito de lictores (doce, dado que su
imperium
era proconsular), funcionarios, escribas y esclavos públicos, su hijo, rebosante de alegría, y Ariobarzanes de Capadocia con su madre Laódice. El arca de guerra iba bien surtida, gracias a los denuedos de Escauro, príncipe del Senado, y su mente muy bien dispuesta gracias a una larga conversación con Cayo Mario.