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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (38 page)

BOOK: La corona de hierba
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A Marco Antonio Orator el Censor le tocó en suerte la presidencia del
quaestio
de la ciudad de Roma, cosa que le encantó, ya que sabía que los infractores serían más difíciles de descubrir que en las zonas rurales y a él le gustaban las complicaciones. Así, además, podía confiar en ganar millones de sestercios en multas, gracias a los delatores, que ya comenzaban a moverse por todas partes con largas listas de nombres.

La caza varió notablemente de un lugar a otro. A Catulo César, Aesernia no le gustó en absoluto: era una ciudad situada en el centro del Samnio en la que Mutilo había logrado convencer a casi todos los culpables para que huyeran, los ciudadanos romanos y residentes latinos no tenían información que ofrecer y a los samnitas era imposible inducirlos a traicionar a los suyos por mucho dinero que se les ofreciera. De todos modos, los pocos que no huyeron fueron juzgados sumariamente para dar ejemplo (al menos con arreglo a las ideas de Catulo César), y el presidente dio en su escolta con un individuo particularmente brutal que efectuaba las flagelaciones. No obstante, las sesiones eran aburridas, pues el protocolo estipulaba que se leyeran los nombres de los nuevos ciudadanos inscritos en el censo y se tardaba en verificar que cada uno de esos nombres correspondía a alguien que ya no vivía en Aesernia. Cada tres o cuatro días aparecía alguno de los que no habían huido, y eran esas ocasiones las que Catulo César ansiaba. Como no carecía de valor, hacía caso omiso de las numerosas ofensas, los silbidos y abucheos con que le recibían por doquier y los pequeños sabotajes de que eran objeto él y sus dos jueces, los escribas y los lictores y hasta los milicianos de su escolta. Las cinchas de las sillas de montar saltaban de repente Y los jinetes caían al suelo, el agua solía estar misteriosamente sucia, en las habitaciones campaban todos los bichos y arañas de Italia, salían serpientes de arcas, aparadores y sábanas, tropezaban por doquier con muñecos togados ensangrentados y emplumados, así como pollos y gatos muertos; y los casos de envenenamiento alimentario se hicieron tan frecuentes, que el presidente del tribunal se vio obligado a forzar a los esclavos a probar la comida horas antes de servirla y a poner vigilancia constante a las vituallas.

Curiosamente, Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, en Alba Fucentia resultó un presidente alentador. Allí, igual que en Aesernia, la mayoría de los culpables habían huido y el tribunal tardó seis días de sesiones en dar con su primera víctima. Nadie le delató, pero el hombre era bastante acomodado para poder pagar la multa y mantuvo la cabeza bien alta mientras Ahenobarbo ordenaba la inmediata confiscación de sus propiedades en Alba Fucentia. Como el miliciano encargado de aplicar los azotes disfrutara con su tarea, el presidente del tribunal, pálido, ordenó que cesara la flagelación al ver que la sangre salpicaba a los que estaban a diez pasos de la víctima. Cuando apareció otro culpable, fue otro quien le flageló, pero con tanta delicadeza que el castigado casi no sufrió laceraciones. Por otra parte, Ahenobarbo, pontífice máximo, descubrió su insospechada repulsa por los delatores, que no fueron muchos, aunque los hubo particularmente repugnantes, quizá por lógica. No podía hacer nada para negarles la recompensa, pero optó por someterlos a tan extenso y desagradable interrogatorio respecto a su propia ciudadanía, que los chivatos dejaron de comparecer. En cierta ocasión en que un falso ciudadano denunciado resultó tener tres hijos deformes y retrasados mentales, Ahenobarbo pagó a escondidas la multa por su cuenta y se negó impertérrito a expulsarle de la ciudad en donde sus desgraciados hijos tenían mejor vida que la que habrían llevado en el campo.

Así, mientras que en el Samnio se escupía con desprecio a la sola mención del nombre de Catulo César, en Alba Fucentia, Ahenobarbo, pontífice máximo, se granjeó bastantes simpatías y los marsos recibieron mejor trato que los samnitas. En cuanto a los otros tribunales, hubo presidentes crueles, presidentes aceptables y presidentes que emularon a Ahenobarbo. Pero el odio crecía y las víctimas de la ley fueron tan numerosas que se creó un aglutinante entre los itálicos para sacudirse el yugo de Roma aun a costa de perder la vida. Ninguno de los tribunales tuvo valor para enviar a la milicia a las zonas rurales a buscar a los que habían escapado de las ciudades.

El único juez que tuvo problemas legales fue Quinto Servilio Cepio, a quien se le había asignado el tribunal de Brundisium. Aquel sofocante y polvoriento puerto de mar desagradó tanto a Cneo Escipión Nasica al llegar, que una enfermedad sin importancia (que, para deleite de la población, después se supo que eran hemorroides) le obligó a volver apresuradamente a Roma para el tratamiento. Dejó el
quaestio
en manos de Cepio como presidente y de ayudante nada menos que a Metelo Pío el Meneítos. Como en casi todas las localidades, los culpables habían huido antes de que se estableciera el tribunal. No abundaban los delatores. Se leyó la lista de nombres y no aparecían los nombrados, en tanto los días se sucedían infructuosamente; hasta que un delator presentó lo que parecían pruebas irrefutables contra uno de los ciudadanos romanos más respetados de Brundisium. Este hombre no formaba parte de los que habían acudido a la inscripción masiva, pero el delator afirmó que la usurpación ilegal de la ciudadanía databa, en su caso, de veinte años atrás. Tan minucioso como un perro que desentierra comida putrefacta, Cepio quiso dar ejemplo y llegó al extremo de someterle a interrogatorio bajo tortura. Metelo Pío tuvo miedo y protestó, pero Cepio no quiso escucharle, tan convencido estaba de la culpabilidad de aquel ostensible pilar de la comunidad. Pero después se adujeron pruebas que no dejaban lugar a dudas de que el hombre era lo que afirmaba ser: un ciudadano romano acomodado. Hecho lo cual, fue él quien denunció a Cepio, quien inmediatamente se puso en camino hacia Roma y logró con un inspirado discurso de Craso Orator su absolución; pero bajo ningún concepto pudo regresar a Brundisium, y fue Cneo Escipión Nasica quien, entre maldiciones para los Servilios Cepiones, se vio obligado a ocupar su lugar. Para Craso Orator, obligado a asumir la defensa de una persona a la que detestaba, el hecho de haber ganado el pleito fue un magro consuelo.

—Hay veces, Quinto Mucio —comentó a su primo y buen colega Escévola— en que desearía que hubiesen elegido cónsules a otros.

Por aquellos días, Publio Rutilio Rufo escribía a Lucio Cornelio Sila en la Hispania Citerior, en contestación a una misiva que le había llegado del primer legado, sediento de noticias, en la que le pedía un diario de los acontecimientos de Roma. Petición que Rutilio Rufo se aprestó a cumplir de buena gana.

Te juro, Lucio Cornelio, que no tengo ningún amigo en el extranjero a quien molestar con una sola línea. Es un placer poder escribirte y prometo mantenerte bien informado de lo que suceda.

Para empezar, te contaré lo de los quaestiones extraordinarios de la más famosa ley promulgada en muchos años, la lex Licinia Mucia. Resultó tan peligrosa e impopular para quienes los formaban hacia finales de verano, que no había nadie vinculado a ellos que no anhelase una excusa para detener las averiguaciones. De pronto, afortunadamente, se encontró milagrosamente un pretexto. Los salassi, los brenos y los rhaeti comenzaron a hacer incursiones en la Galia itálica en la otra orilla del río Padus, causando algún estrago entre el lago Benacus y el valle de los salassi, es decir, la zona central y occidental de la Galia itálica, a la otra orilla del Padus. El Senado declaró inmediatamente el estado de emergencia, derogando el enjuiciamiento de los falsos ciudadanos, y todos los jueces especiales regresaron a Roma, profundamente agradecidos por el respiro. Y, quizá en represalia, votó enviar nada menos que al pobre Craso Orator a la Galia itálica con un ejército para aplastar la sublevación de las tribus o cuando menos expulsarlas de las zonas civilizadas. Lo que Craso Orator hizo con suma eficacia durante una campaña que ha durado menos de dos meses.

Craso Orator llegó hace pocos días a Roma y dejó su ejército en el Campo de Marte, porque dice que sus tropas le habían aclamado como imperator en el campo de batalla y quería celebrar un triunfo. Su primo Quinto Mucio Escévola, que se había quedado en Roma gobernando, recibió la petición del general acampado e inmediatamente convocó una reunión del Senado en el templo de Bellona, ¡Pero no se discutió el triunfo solicitado!

«¡Tonterías! —dijo tajante Escévola—. ¡Tonterías absurdas! ¿Un triunfo por una campaña meona contra unos miles de salvajes desorganizados? ¡No se hará mientras yo ocupe la silla curul de cónsul! Si concedimos un solo triunfo compartido a dos generales del calibre de Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo César, ¿vamos ahora a hacer lo contrario otorgando un triunfo completo a quien no ha conducido una guerra y menos aún ganado una batalla? ¡No! ¡Nada de triunfo! Jefie de lictores, id a decir a Lucio Licinio que conduzca sus tropas a los cuarteles de Capua y que cruce el
pomerium
con su gruesa humanidad y haga algo útil para variar!»

¡Huy, huy, huy! Yo diría que Escévola se había caído de la cama o que su esposa le había echado de ella, que viene a ser lo mismo. En fin, Craso Orator licenció a sus tropas y cruzó con su gorda figura el pomerium, pero no para ser útil por una vez. Lo único que le movía era el deseo de hablar largo y tendido con su primo Escévola. Pero le echaron con cajas destempladas.

«¡Bobadas!», dijo Escévola inflexible. ¿Sabes, Lucio Cornelio, que hay veces que Escévola me recuerda notablemente al príncipe del Senado Escauro de joven? «Por mucho afecto que te tenga, Lucio Licinio, no pienso aprobar tu casi-triunfo», le replicó Escévola.

El resultado de esta alharaca es que los primos no se dirigen la palabra, lo que hace bastante difícil actualmente la vida en el Senado, dado que los dos comparten el consulado. De todos modos, yo he conocido cónsules que se llevaban mucho peor el uno con el otro. Todo lo arreglará el tiempo. Personalmente, considero que es una lástima que no hubieran dejado de hablarse antes de idear la lex Licinia Mucia.

Y después de contarte estas tonterías, ya no tengo más noticias de Roma. El Foro está muy poco animado estos días.

No obstante, creo que debes saber que en Roma se han sabido grandes cosas de ti. Tito Didio —siempre supe que era un hombre honorable— te menciona en elogiosos términos cada vez que envía un despacho al Senado.

Por consiguiente, yo te sugeriría muy seriamente que consideres el regreso a la ciudad hacia fines del año próximo, a tiempo para presentarte a las elecciones de pretor. Puesto que hace años que murió Metelo Numídico el Meneitos, y que Catulo César, Escipión Nasica y Escauro, príncipe del Senado, están muy ocupados tratando de dar vida a la lex Licinia Mucia a pesar de todos los inconvenientes que ha generado, nadie se interesa mucho por Cayo Mario, ni por las personas y circunstancias vinculadas a él en el pasado. Los electores están predispuestos a votar a hombres competentes, y en este momento parece haber escasez de ellos. Lucio Julio César no ha tenido dificultades para que le eligieran praetor urbanus este año, y el hermanastro de Aurelia, Lucio Cota, es praetor peregrinus. Creo que tu consideración pública es mucho mayor que la de ellos, de verdad. Y no creo que Tito Didio te niegue el permiso, pues le has servido mucho más de lo que un primer legado sirve a su comandante; el otoño que viene hará cuatro años, una buena tarea.

En fin, piénsalo, Lucio Cornelio. He hablado con Cayo Mario y le entusiasma la idea, al igual que —¡lo creas o no!— a nada menos que Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado. El nacimiento de un niño que es su vivo retrato ha hecho cambiar bastante al viejo. Aunque no sé por qué llamo viejo a un hombre de mi edad.

Sentado en su despacho de Tarraco, Sila absorbió despacio la jovial carta. La noticia de que Cecilia Metela Dalmática hubiese dado un hijo a Escauro fue la que primero ocupó su mente, con la total exclusión de las otras noticias y opiniones más importantes de Rutilio Rufo, hasta que sonrió amargamente y desechó el recuerdo de la joven. Luego reflexionó sobre la candidatura a
praetor
y se dijo que Rutilio Rufo tenía razón. El año próximo sería el momento adecuado, no encontraría otro mejor. Estaba seguro de que Tito Didio no le negaría la licencia, y, además, le facilitaría cartas de recomendación que le ayudarían mucho. No, no había ganado en Hispania una corona de laurel; había sido para Quinto Sertorio. Pero a él tampoco le había ido tan mal.

¿Sería un sueño? Una flechita disparada por la Fortuna por medio de la pobre Julilla, que había trenzado una corona de laurel sin saber el significado militar. ¿O lo habría intuido claramente Julilla? ¿Le quedaría aún por ganar su corona de laurel? ¿En qué guerra? En aquel momento no sucedía nada de gran importancia ni había ninguna amenaza en perspectiva. Sí, aún había disturbios en las dos provincias de Hispania, pero sus obligaciones no eran las adecuadas para procurarle la obtención de una corona graminea. Él era el inapreciable jefe de logística, provisiones, armas y estrategia de Tito Didio, pero no le encomendaba el mando de tropas. Cuando fuera pretor tendría una oportunidad; y soñó con relevar a Tito Didio en la Hispania Citerior. ¡Un buen cargo fructífero de gobernador era lo que necesitaba!

Necesitaba dinero. De eso se daba perfecta cuenta. Con cuarenta y cinco años, se le pasaba el tiempo volando, y pronto sería tarde para aspirar al consulado, por mucho que la gente citara a Cayo Mario como ejemplo. Cayo Mario era un caso especial que no tenía parangón, ni siquiera en Lucio Cornelio Sila. Para Sila, el dinero era el precursor del poder, y eso había sido así incluso en el caso de Cayo Mario; porque de no haber tenido la fortuna que había acumulado mientras fue gobernador pretoriano de la Hispania Ulterior, el abuelo de César nunca le habría echado el ojo para marido de Julia, y si no se hubiera casado con Julia, dificilmente habría obtenido el consulado, pese a lo difícil que había sido. Dinero. ¡Tenía que conseguir dinero! Así que iría a Roma para presentarse a las elecciones de pretor y volvería a Hispania a ganar dinero.

En agosto del año siguiente, tras un prolongado silencio, volvió a escribir Rutilio Rufo.

He estado enfermo, Lucio Cornelio, pero ya me he recuperado del todo. Los médicos calificaron la enfermedad con los más abstrusos conceptos, pero mi personal diagnóstico es que se trataba de aburrimiento. En cualquier caso, se me han ido el aburrimiento y la enfermedad porque las cosas en Roma están más prometedoras.

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