Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (33 page)

BOOK: La corona de hierba
2.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Marco Livio —añadió Silo, que también se había levantado—, habrá guerra. Me marcho a mi casa porque tienes razón; habrá a quien le dé por pensar si me ven por aquí. Pero esto te demuestra que no existe un medio pacífico para conseguir la manumisión de los itálicos.

—Sí lo hay. Tiene que haberlo —replicó Druso—. Ahora, Quinto Popedio, vete y procura pasar lo más inadvertido posible. Y si vas a salir por la puerta Collina, hazme el favor de dar un rodeo y no pasar por el Foro.

Druso fue quien no dio ningún rodeo para ir al Foro. Allá se fue con su toga, buscando caras conocidas. No había reunión en el Senado ni en la Asamblea, pero siempre se veía gente por el bajo Foro. Afortunadamente, el primer personaje con el que se topó fue su tío Publío Rutilio Rufo, que iba hacia la
Carinae
camino de su casa.

—Ahora sí que me gustaría que Cayo Mario estuviera en Roma —dijo Druso cuando encontraron un lugar tranquilo al sol, justo al lado de uno de los antiguos árboles del Foro.

—Sí, me temo que no conseguiremos mucho apoyo en el Senado para tus amigos itálicos —replicó Rutilio Rufo.

—Creo que se podría conseguir si hubiese alguien poderoso que los hiciera reflexionar. Pero ¿quién queda, estando Cayo Mario en Oriente? A menos que tú, tío…

—No —respondió con firmeza Rutilio Rufo—. Simpatizo con la causa itálica, pero yo no tengo influencia en el Senado. He perdido
auctoritas
desde mi regreso de Asia Menor y los recaudadores siguen pidiendo mi cabeza, pues saben que la de Quinto Mucio no pueden conseguirla por el poder que tiene. Mientras que un consular viejo como yo, que nunca ha gozado de gran fama ante los tribunales, no ha sido orador famoso ni ha llevado ningún ejército a la victoria… No, de verdad, yo no tengo capacidad.

—O sea, quieres decir que poco se puede hacer.

—Eso es, Marco Livio.

Sin embargo, en el terreno de la opinión pública las cosas no estaban paradas. Quinto Servilio Cepio pidió audiencia con los cónsules Craso Orator y Mucio Escévola y con los censores Antonio Orator y Valerio Flaco. Y lo que les contó interesó enormemente a los cuatro.

—La culpa de esto es de Marco Livio Druso —dijo Cepio—. En mi presencia ha dicho muchas veces que a los itálicos debe concedérseles plena ciudadanía y que en Italia no debe haber diferencias sociales. El tiene amigos itálicos poderosos, el dirigente marso Quinto Popedio Silo y el de los samnitas, Cayo Papio Mutilo. Por lo que oí en casa de Marco Livio, estoy dispuesto a jurar que Marco Livio Druso está aliado con esos dos itálicos y que ideó un plan para trucar el censo.

—Quinto Servilio, ¿tienes pruebas que aValen tu acusación? —inquirió Craso Orator.

Dicho lo cual, Cepio se irguió con increíble dignidad y gesto de ofendido.

—¡Soy un Servilio Cepio, Lucio Licinio! Yo no miento. ¿Pruebas que aValen mi acusación? —añadió francamente indignado—. ¡Yo no acuso! ¡Simplemente expongo los hechos y no necesito «pruebas» que aValen nada! ¡Te repito que soy un Servilio Cepio!

—Me importa un bledo que sea el mismísimo Rómulo —dijo Marco Livio Druso cuando los cónsules y los censores fueron a verle—. ¡Si no comprendéis que esos «hechos» que él dice exponer forman parte del acoso que Quinto Servilio Cepio se trae contra mí y los míos no sois la clase de hombres que yo pienso! ¡Es absurdo! ¿Por qué iba a conspirar contra los intereses de Roma? El hijo de mi padre no hace semejante cosa. De Silo y de Mutilo no puedo responder. Mutilo nunca ha estado en esta casa y Silo viene en su condición de amigo mío. Que yo crea que la ciudadanía deba ampliarse a todos los itálicos es más que sabido y nunca lo he ocultado. Pero la ciudadanía que me gustaría ver concedida a los latinos e itálicos debe ser legal y otorgada libremente por el Senado y el pueblo de Roma. Falsificar el censo de algún modo, ya sea alterando los rollos o atestiguando una ciudadanía que no es cierta, es algo que yo no apruebo, por muy justa que considere la causa que mueve a hacerlo —dijo alzando los brazos—. Eso es cuanto tengo que decir,
Quirites
, vosotros veréis. Si me creéis, pasad a tomar conmigo una copa de vino. Si creéis a ese mentiroso inconsciente de Cepio, salid de esta casa y no volváis.

Riendo apaciblemente, Quinto Mucio Escévola cogió a Druso del brazo.

—Para empezar, Marco Livio, me complace enormemente tomar una copa de vino contigo.

—Y a mí —terció Craso Orator.

Los censores optaron también por beber vino.

—Lo que me preocupa —dijo Druso en el comedor aquella misma tarde— es cómo obtuvo Quinto Servilio esa, digamos, información. Porque sólo tuve una conversación sobre ese tema con Quinto Popedio, hace ya muchas lunas, cuando eligieron a los censores.

—¿De qué versaba, Marco Livio? —inquirió Catón Solaniano.

—Oh, Silo tenía un disparatado proyecto para inscribir ciudadanos ilegalmente, pero yo le disuadí. O eso creí. Yo no volví a hablar más del asunto. ¡Si ni siquiera había vuelto a ver a Quinto Popedio hasta hace poco! ¿Cómo sabría Cepio ese dato?

—A lo mejor no estaba fuera de tu casa y oyó vuestra conversación —dijo Catón, que personalmente no aprobaba la actitud de Druso relativa a los itálicos, pero no pensaba criticárselo. Una de las servidumbres de ser su huésped.

—No, estaba fuera —replicó Druso con aspereza—. En aquel entonces viajaba fuera de Italia, y, desde luego, no iba a regresar sigilosamente un día concreto para sorprendernos en una conversación que ni siquiera yo sabía que fuera a entablarse.

—Entonces, ¿cómo puede ser? —inquirió Catón—. ¿No escribirías algo que él haya podido averiguar?

Druso meneó la cabeza tan enérgicamente que dejó a Catón convencido.

—Yo no he escrito nada. Nada de nada.

—¿Y por qué estás tan seguro de que a Quinto Servilio le ayudaron a preparar sus acusaciones? —inquirió Livia Drusa.

—Porque me acusa de falsificar las inscripciones de los nuevos ciudadanos y me relaciona con Quinto Popedio.

—¿Y no se lo habrá inventado?

—Tal vez, sólo que hay un dato preocupante: mencionó a un tercero, a Cayo Papio Mutilo, de los samnitas. ¿A quién oiría ese nombre en concreto? Yo lo conozco únicamente porque sé que Quinto Popedio ha hecho gran amistad con ese samnita. La cuestión es que estoy convencido de que Quinto Popedio y Papio Mutilo han falsificado las listas, pero ¿cómo lo sabía Cepio?

—Marco Livio, no te prometo nada —dijo Livia Drusa levantándose—, pero quizá pueda darte una respuesta. ¿Me excusas un momento?

Druso, Catón Saloniano y Servilia Cepionis aguardaron intrigados el momento. ¿A qué podría recurrir Livia Drusa para dar respuesta a tan misterioso interrogante, cuando posiblemente la explicación era que Cepio había acertado por casualidad?

Livia Drusa volvió al cabo de un rato con su hija Servilia, llevándola firmemente cogida del hombro.

—Quédate, Servilia, quiero preguntarte una cosa —dijo muy seria—. ¿Has estado viendo a tu padre?

El rostro de la pequeña estaba tan tranquilo e inexpresivo que a todos les pareció el de una persona culpable que finge.

—Quiero que digas la verdad, Servilia —añadió Livia Drusa—. ¿Has estado visitando a tu padre? No; antes de que me contestes quiero recordarte que si lo niegas preguntaré a Estratonice y las otras niñeras.

—Sí, voy a visitarle —respondió Servilia.

Druso se incorporó, igual que Catón, mientras que Servilia Cepionis se hundía en su silla y se tapaba la cara con la mano.

—¿Qué le has contado a tu padre sobre tu tío Marco y su amigo Quinto Popedio?

—La verdad —contestó Servilia impasible.

—¿Qué verdad?

—Que conspiraban para inscribir a los itálicos en los rollos de ciudadanos romanos.

—¿Cómo has podido hacer eso, Servilia, si no es verdad? —terció Druso indignado.

—¡Es verdact! —chilló la pequeña—. ¡Hace muchos días vi unas cartas en el cuarto del hombre marso!

—¿Entraste en el cuarto de un huésped sin su permiso? —inquirió Catón Solaniano sin dar crédito a lo que oía—. ¡Eso es despreciable, niña!

—¿Quién eres tú para juzgarme? —replicó la pequeña, volviéndose contra él—. ¡Tú, que desciendes de una esclava y un campesino!

Catón tragó saliva, apretando los labios.

—Seré eso que dices, Servilia, pero hasta los esclavos respetan el principio sagrado de no violar la intimidad de un huésped.

—¡Yo soy una patricia de los Servilios —replicó la niña con firmeza—, mientras que ese hombre no es más que un itálico que cometía una traición, igual que tío Marco!

—¿Qué cartas viste, Servilia? —inquirió Druso.

—Cartas de un samnita llamado Cayo Papio Mutilo.

—Pero no cartas de Marco Livio Druso.

—No hacía falta; tienes tanta intimidad con los itálicos, que todos saben que haces lo que ellos quieren y conspiras con ellos.

—Suerte tiene Roma de que seas hembra, Servilia —replicó Druso, forzando la voz y el gesto para hacerlos sarcásticos—, porque si fueses ante los tribunales con esos razonamientos quedarías en ridículo. —Se bajó de la camilla y se acercó a donde estaba la pequeña—. Eres una idiota y una ingrata, niña. Falsa y, como dice tu padrastro, despreciable. Si fueses mayor te echaría de casa, pero dadas las circunstancias haré lo contrario. Quedarás encerrada, con entera libertad para andar por la casa siempre que te acompañe alguien, pero no saldrás de ella bajo ningún concepto, ni visitarás a tu padre ni a nadie. Ni le enviarás notas. Si él manda a por ti para que vayas a vivir con él, te dejaré marchar encantado, pero si eso sucediera, nunca más te permitiré entrar en mi casa, ni para ver a tu madre. Como tu padre te niega la custodia, yo soy tu
paterfamilias
y mi palabra es ley para ti porque así está estipulado. Daré instrucciones a todos en esta casa para que hagan contigo lo que he dispuesto. ¿Entendido?

La pequeña Servilia no mostró signo alguno de vergüenza o temor, permaneció erguida con los ojos echando fuego.

—Yo soy una patricia de los Servilios —contestó— y por mucho que hagas no puedes alterar el hecho de que soy mejor que todos vosotros juntos. Lo que para mis inferiores puede estar mal, en mi caso es simple deber. He descubierto una conspiración contra Roma y se lo he dicho a mi padre. Era mi deber. Puedes castigarme como quieras, Marco Livio, y me da igual que me encierres para siempre en un cuarto, que me pegues o que me mates. Sé que he cumplido con mi deber.

—¡Oh, llévatela a donde no la vea! —gritó Druso a su hermana.

—¿Mando que le peguen? —inquirió Livia Drusa, tan indignada como Druso.

—¡No! —exclamó él, tajante—. No quiero más palizas en mi casa, Livia Drusa. Haz con ella lo que he dicho. Si sale del cuarto de los niños o de la clase, que la acompañe alguien. Aunque ya tiene edad para pasar del cuarto de los niños a su propio cubículo para dormir, se lo prohibo. Que sufra la falta de intimidad, ya que ella no se la concede a mis huéspedes. Eso será suficiente castigo conforme pasan los años, pues aún le quedan otros diez para salir de aquí… Eso si su padre se toma algún interés en encontrarle pareja. Si él no lo hace, ya me encargaré yo, ¡pero no un patricio, sino algún campesino palurdo!

—No, Marco Livio, un campesino palurdo no —dijo riendo Catón Saloniano—. Cásala con algún liberto, un noble por naturaleza sin la menor esperanza de serlo nunca socialmente. Así quizá descubra que los esclavos y los manumitidos pueden ser mejor que los patricios.

—¡Os odio! —chilló Servilia mientras su madre la sacaba del comedor—. ¡Os odio a todos! ¡Y os maldigo, os maldigo! ¡Ojalá todos hayáis muerto antes de que yo alcance la edad de casarme!

Cuando ya habían olvidado a la niña, Servilia Cepionis se desmoronó en la silla y cayó al suelo. Druso la alzó, aterrado, y la llevó al dormitorio, donde, aplicándole plumas calientes bajo la nariz, lograron hacerle recobrar el sentido. Se echó a llorar desconsolada.

—¡Oh, Marco Livio, la suerte te es adversa desde que te aliaste con mi familia! —comentó entre sollozos, mientras él se sentaba en el borde de la cama y la abrazaba, rogando al cielo porque el niño no resultara afectado.

—Sabes que sí que tengo suerte —replicó él, besándola en la frente con ternura—. No enfermes,
mea vita
, esa niña no lo merece. No le des ese gusto.

—Te quiero, Marco Livio. Siempre te he querido y siempre te querré.

—¡Excelente! Yo también te quiero, Servilia Cepionis. Un poco más cada día que pasa. Ahora tranquilízate, por el bien de nuestro hijo —añadió él, dándole una suave palmadita en el abultado vientre.

Servilia Cepionis murió al dar a luz un día antes de que Lucio Licinio Craso Orator y Quinto Mucio Escévola promulgasen una nueva ley sobre la situación itálica a los miembros del Senado. Marco Livio Druso, que se arrastró hasta la Cámara para conocer los pormenores de la misma, no estaba en condiciones de prestar la atención debida.

Aquello había sido una sorpresa para todos los de la casa, dado que Servilia Cepionis había llevado el embarazo perfectamente y sin incidentes. El parto fue tan súbito, que ni ella misma advirtió indicio alguno; a las dos horas había muerto a consecuencia de una hemorragia que ni con compresas ni con elevación lograron contener. Druso, que en aquellos momentos estaba fuera de casa, volvió a toda prisa, y ella pasó de los terribles dolores a una euforia despreocupada y alucinatoria, muriendo sin darse cuenta de que él le sujetaba la mano ni de que su vida se apagaba. Final venturoso para ella pero horrible para Druso, que no escuchó de sus labios palabras de cariño, de alivio ni de reconocimiento. Era el punto final de tantos años esperando el ansiado varón: una figura exánime en una cama, desangrada y agotada por el esfuerzo. Al morir, el niño apenas había entrado en la vagina y los médicos y comadronas suplicaron a Druso que les dejaran desprenderlo de la madre, pero él se negó.

—Dejad que ella siga envolviéndole —contestó—. Que tenga ese consuelo. Si viviera, no podría quererle.

Y en tal estado se dirigió a la Curia Hostilia, más muerto que vivo, y ocupó su lugar en las filas de en medio, dado que su sacerdocio le confería un lugar más prominente que su simple condición de senador. Su criado colocó la silla plegable y tuvo que hacer que se sentara, mientras que los senadores cercanos le musitaban el pésame y él no cesaba de asentir con la cabeza dando las gracias, con el rostro casi tan lívido como el de la muerta. Antes de proponérselo vio a Cepio en el banco trasero de la sección opuesta y aún palideció más. ¡Cepio! Al comunicarle la muerte de su hermana, había contestado que se iba de Roma inmediatamente después de aquel pleno y no podría asistir al entierro de Servilia Cepionis.

BOOK: La corona de hierba
2.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Big Whatever by Peter Doyle
The Sacrifice of Tamar by Naomi Ragen
Demons by John Shirley
Living Extinct by Lorie O'Clare
Under Cover of Daylight by James W. Hall
The Orphan's Dream by Dilly Court


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024