—Sal de mi casa —le dijo, dominando el gesto.
—Mi esposa es propiedad mía —replicó Cepio—, y la ley me autoriza a que la trate del modo que estime necesario. Puedo incluso matarla.
—Tu esposa es hermana mía y no consentiré que ni el más estúpido e intratable de los animales de mi granja maltrate a un Livio Druso —respondió Druso—. ¡Fuera de mi casa!
—Si yo me voy, ella viene conmigo —dijo Cepio.
—Ella se queda conmigo. ¡Y ahora vete, infame!
En aquel momento, una vocecita chilló a espaldas de ellos con tono venenoso:
—¡Ella se lo merece, se lo merece! —La pequeña Servilia se acercó corriendo a su padre y le miró a la cara—. ¡No la pegues, padre, mátala!
—Servilia, vuelve al cuarto de los niños —dijo Druso en tono de hastío.
Pero la pequeña se aferraba a la mano de Cepio, impertérrito frente a Druso, con las piernas abiertas y echando fuego por los ojos.
—¡Merece que la mates! —chillaba—. ¡Yo se por que vivía en Tusculum y lo que hacía allí! ¡Y sé por qué se ruboriza!
Cepio soltó la mano de la niña como si quemara, empezando a pensar.
—¿Qué quieres decir, Servilia? —inquirió, zarandeándola bruscamente—. ¡Vamos, di lo que sea!
—¡Tenía un amante… y yo sé quién es! —exclamó la pequeña con encono—. ¡Mi madre tenía un amante! ¡Uno de pelo rojo! Se veían todas las mañanas en una casita de la finca. ¡Lo sé porque la seguí! ¡Y vi lo que hacían juntos en la cama! ¡Y sé cómo se llama! ¡Marco Porcio Catón Solaniano, un descendiente de esclavos! ¡Lo sé porque se lo pregunté a tía Servilia Cepionis! —La niña se volvió a mirar a su padre y su rostro cambió del odio a la adoración—. ¡
Tata
, si no la matas, déjala aquí! ¡No te merece! ¡Es mala! ¿Qué es al fin y al cabo? ¡Una plebeya, no una patricia como tú y como yo! ¡Si la dejas aquí, prometo cuidarte!
Druso y Cepio estaban como petrificados, mientras que Livia Drusa volvía por fin en sí. Se abrochó el cinto y se encaró con su hija.
—Hijita, no es lo que tú piensas —dijo con gran afecto, alargando la mano para acariciarle la mejilla.
Pero Servilia se la apartó de un manotazo, arrimándose más a su padre.
—¡Yo sé bien lo que pienso y no necesito que me lo digas tú! ¡Has deshonrado nuestro nombre, el nombre de mi padre! ¡Mereces la muerte! ¡Y el niño no es de mi padre!
—El pequeño Quinto es de tu padre —replicó Livia Drusa—. Es tu hermano.
—¡Es del hombre del pelo rojo, el hijo de un esclavo! —exclamó la niña, tirando de la túnica de Cepio—. ¡
Tata
, por favor, sácame de aquí!
En respuesta, Cepio cogió a la pequeña y la apartó de él con un empellón tan fuerte que la hizo caer al suelo.
—Qué lerdo he sido —dijo con voz queda—. La niña tiene razón: mereces la muerte. Lástima que no te diera con el cinturón más fuerte y más a menudo.
Y con los puños cerrados, salió del cuarto, seguido por la niña, llorosa, suplicándole que la esperase.
Druso se quedó a solas con su hermana.
Las piernas no le sostenían y fue a sentarse pesadamente en la silla. ¡Livia Drusa! ¡Sangre de su sangre! ¡Su única hermana! Adúltera,
meretrix
. Sin embargo, hasta aquella atroz confrontación no se había percatado de cuánto la quería, ni habría podido imaginarse cuánto le afectaba su aflicción ni lo responsable que él se sentía.
—La culpa es mía —dijo con labios temblorosos.
Ella se dejó caer pesadamente en el sofá.
—No, es culpa mía —dijo.
—¿Es verdad que tienes un amante?
—Tuve un amante, Marco Livio. El primero y el único. No he vuelto a saber de él desde que volví de Tusculum.
—Pero Cepio no te pegaba por eso.
—No.
—¿Por qué, entonces?
—Después de Marco Porcio no podía seguir fingiendo —contestó Livia Drusa— y mi indiferencia le enfurecía; por eso me pegaba. Luego descubrió que pegarme le daba placer, le… le excitaba.
Por un instante, dio la impresión de que Druso iba a vomitar; luego alzó los brazos y los agitó impotente.
—¡Por los dioses, en qué mundo vivimos! —exclamó—, Livia Drusa, te he hecho daño.
Ella se acercó a la silla de los clientes para sentarse.
—Tú obraste de acuerdo con tus ideas, Marco Livio —dijo con voz suave—. De verdad, hermano, eso hace años que lo entendí. Tus innumerables amabilidades desde entonces han hecho que te quiera, igual que a Servilia Cepionis.
—¡Mi esposa! —exclamó Druso—. ¡A saber cómo la afectará esto!
—Debemos ocultárselo lo mejor que podamos —dijo Livia Drusa—. Tiene un embarazo muy tranquilo y no debemos turbarlo.
—Tú quédate aquí —dijo Druso poniéndose enérgicamente de pie y yendo hacia la puerta—. Quiero asegurarme de que su hermano no dice nada que pueda trastornarla. Toma un poco de vino. Vuelvo en seguida.
Pero Cepio ni siquiera había pensado en su hermana. Del despacho de Druso había ido apresuradamente a sus habitaciones, con la niña agarrándosele a la cintura hasta que la abofeteó y la encerró en el dormitorio. Allí la encontró Druso acurrucada en el suelo en un rincón, sollozando.
Los criados habían vuelto a sus obligaciones, y Druso la hizo levantarse y la sacó para llevarla a donde estaban las niñeras.
—Cálmate, Servilia. Que Estratonice te lave la cara y te dé de desayunar.
—¡Quiero a mi
tata
!
—Tu
tata
se ha ido de esta casa, niña, pero no te desesperes; seguro que en cuanto se organice enviará alguien a por ti —dijo Druso, dudando entre estar agradecido a la criatura por haber dicho toda la verdad o detestarla precisamente por ello.
—Sí, seguro que enviará a por mí —dijo la pequeña, animándose y siguiendo a su tío hacia la columnata.
—Ahora ve con Estratonice —dijo Druso—. Procura ser discreta, Servilia —añadió muy serio—. Por tu tía y por tu padre… ¡Sí, por tu padre! No digas una palabra de lo que ha sucedido.
—¿En qué puede dañarle que lo cuente? El es la víctima.
—A ningún hombre le gusta que le humillen, Servilia. Puedo asegurarte que a tu padre no le gustaría que lo contaras.
Servilia se encogió de hombros y se fue con la niñera, mientras Druso iba a ver a su esposa para contarle justo lo imprescindible.
Para su gran sorpresa, ella aceptó la noticia sin alterarse.
—Me alegro que por fin sepamos qué es lo que sucedía —dijo—. ¡Pobre Livia Drusa! Marco Livio, creo que no me gusta mucho la actitud de mi hermano. Cuanto mayor es, más intratable se vuelve. Aunque ahora recuerdo que cuando éramos niños le gustaba atormentar a los hijos de los esclavos.
Druso volvió con Livia Drusa, que seguía sentada en la silla de los clientes, aparentemente calmada.
—¡Qué mañana! —exclamó él, sentándose—. ¡No me imaginaba lo que iba a desatarse cuando le pregunté a Cratipo por qué la servidumbre estaba tan afligida!
—¿Están afligidos? —inquirió Livia Drusa perpleja.
—Sí, por ti, querida. Se habían enterado de que Cepio te pegaba; ten en cuenta que te conocen desde niña y te tienen mucho cariño, hermana.
—¡Es muy agradable! No tenía ni idea.
—Ni yo, lo confieso. ¡Por los dioses que he sido lerdo! No sé cómo decirte cuánto lamento todo esto.
—No te preocupes —dijo ella suspirando—. ¿Se ha llevado a Servilia?
—No —contestó Druso con una mueca—. La encerró en vuestro cuarto.
—¡Pobrecilla, con lo que le adora!
—De eso ya me he dado cuenta. Y no lo entiendo.
—Y ahora qué hacemos, Marco Livio?
—¡A decir verdad, no tengo la menor idea! —contestó él, encogiéndose de hombros—. Quizá lo mejor que podemos hacer es comportarnos lo más normal que podamos dadas las circunstancias hasta que sepamos de… —estaba a punto de decir Cepio, como había hecho toda la mañana, pero optó por el tradicional apelativo cortés— Quinto Servilio.
—¿Y si se divorcia de mí, como supongo que hará?
—Entonces te lo habrás quitado de encima.
La principal preocupación de Livia Drusa cobró entidad y preguntó angustiada:
—¿Y Marco Porcio Catón?
—Ese hombre te importa mucho, ¿verdad?
—Sí, me importa.
—¿Es suyo el niño, Livia Drusa?
¡Las veces que le había dado vueltas en la cabeza! ¿Qué diría cuando alguien de su familia cuestionara el color de su pelo o su parecido con Marco Porcio Catón? Consideraba que Cepio la debía algo a cambio de los años de paciente servidumbre, su conducta modélica y… las palizas. Su hijo tenía un nombre, y si admitía que Catón era el padre, lo perdería; dado que había nacido con ese nombre, no podría evitar la tara de ilegítimo si ella se lo negaba. La fecha de nacimiento no descartaba la paternidad de Cepio y ella era la única que sabía con certeza que él no era el padre.
—No, Marco Livio, el niño es hijo de Quinto Servilio —dijo con firmeza—. Inicié relaciones con Marco Porcio cuando ya estaba embarazada.
—Pues es una lástima que sea pelirrojo —dijo Druso con cara adusta.
—¿No has visto nunca las bromas que la Fortuna se complace en gastar a los mortales? —replicó ella, sonriendo con malicia—. Desde el momento en que conocí a Marco Porcio supe que la Fortuna estaba enredando y cuando nació el pequeño con pelo rojo, no me sorprendió… Aunque me doy cuenta de que nadie me creerá.
—Yo te apoyaré, hermana —dijo Druso—. Por lerdo y poca cosa que sea, te respaldaré en todo lo que sea.
—¡Oh, Marco Livio —exclamó ella con lágrimas en los ojos—, cómo te lo agradezco!
—Es lo menos que puedo hacer —añadió él con un carraspeo—. En cuanto a Servilia Cepionis, puedes estar segura de que me apoyará y, por lo tanto, también a ti.
Cepio envió la notificación de divorcio aquella misma tarde y la hizo seguir de una carta dirigida a Druso, que dejó a éste asombrado.
—¿Sabes lo que dice ese desgraciado? —dijo a su hermana, a la que ya habían visto los médicos y ahora estaba en cama, tumbada boca abajo, mientras dos ayudantes le aplicaban cataplasmas desde los hombros hasta los tobillos. En esa postura difícilmente podía ver la cara de Druso, por lo que torció el cuello para mirarle con el rabillo del ojo.
—¿Qué dice? —inquirió.
—Para empezar, niega la paternidad de sus tres hijos; se niega a devolver tu dote y te acusa de repetidos adulterios. Tampoco piensa pagarme los gastos de alojamiento originados en más de siete años… basándose, al parecer, en que nunca fuiste su mujer y que los niños no son suyos sino de otros.
—¡
Ecastor
! —exclamó Livia Drusa, hundiendo la cabeza en la almohada—. Marco Livio, ¿cómo puede hacerles eso a sus hijas, no ya a su hijo? Es comprensible en el caso del pequeño Quinto, pero a Servilia y a Lilla… A Servilia se le partirá el corazón.
—¡Ah, aún dice más! —prosiguió Druso enarbolando la carta—. Va a modificar el testamento para desheredar a los tres hijos, y, además, tiene la desvergüenza de pedirme «su» anillo. ¡«Su» anillo!
Livia Drusa supo en seguida a qué anillo se refería su hermano. Una alhaja de familia que había sido de su padre y de su abuelo y de la que se decía que era un sello de Alejandro Magno. En la época en que Quinto Servilio Cepio se había hecho amigo de Marco Livio Druso, el primero había codiciado el anillo y lo había visto pasar del dedo de Druso el Censor al dedo del Druso amigo suyo, y, finalmente, al marchar a Esmirna y a la Galia itálica, le había rogado que se lo dejase portar como amuleto. Druso no quería dejárselo pero, por no parecer grosero, al final había accedido. Naturalmente, nada más regresar Cepio, Druso se lo había pedido; al principio, aquél había buscado excusas para quedárselo, aunque finalmente se lo había quitado para devolvérselo, diciendo con una risa forzada:
—¡Ah, de acuerdo, de acuerdo! Pero la próxima vez que salga de viaje tienes que dármelo, Marco Livio, porque da suerte.
—¿Cómo se atreverá? —masculló Druso cogiéndose el dedo, cual si temiera que apareciese Cepio para arrebatarle aquel anillo que era demasiado estrecho para los otros dedos y requería llevarlo en el meñique, aunque quedase algo holgado. Alejandro Magno era más bien pequeño.
—No hagas caso, Marco Livio —dijo su animosa hermana volviendo lo mejor que podía la cabeza para mirarle—. ¿Qué sucederá con mis hijos? —inquirió—. ¿Puede hacer eso que dice?
—No, cuando yo me las entienda con él —dijo Druso, ceñudo—. ¿Te ha enviado a ti también una carta?
—No, sólo la comunicación de divorcio.
—Pues todo irá bien, hermana.
—¿Qué les digo a los niños?
—Nada, hasta que yo hable con el padre.
Marco Livio Druso volvió a su despacho, donde cogió un pergamino de inmejorable calidad (quería que lo que escribiera aguantase el paso del tiempo) y contestó a Cepio.
Eres muy libre de negar la paternidad de tus tres hijos, Quinto Servilio. Pero yo soy muy libre de jurar que efectivamente son hijos tuyos, y lo juraré si llega el caso. Ante un tribunal. Comiste mi pan y bebiste mi vino desde abril del año en que Cayo Mario fue cónsul por tercera vez hasta que partiste de viaje hace veintitrés meses, y en el interregno continué alimentando, vistiendo y albergando a tu familia. Te reto a que halles pruebas de adulterio por parte de mi hermana durante los años que tú y ella habéis vivido en esta casa. Si examinas el acta de nacimiento de tu hijo, comprobarás que ha tenido que ser engendrado en esta casa.
Te aconsejaría muy encarecidamente que desistas de tu intención de desheredar a tus tres hijos. Si persistes en tu actitud, denunciaré tu conducta ante un tribunal para querellarme en nombre de tus hijos. Durante mi deposición ante el tribunal me descargaré de ciertos datos que conozco relativos al
aurum Tolosanum
y el destino de grandes sumas de dinero que has trasladado desde Esmirna para invertirlas en casas de banca, propiedades y negocios impropios de un senador, por todo Occidente y el Mediterráneo.
Entre los testigos que me vería obligado a presentar habría varios de los más prestigiosos médicos de Roma, todos los cuales pueden testificar el carácter criminal de las heridas que has infligido a mi hermana.
Aparte de esto, estoy dispuesto a convocarla a ella como testigo, y a mi mayordomo, que oyó lo que tú sabes.
En lo que respecta a la dote de mi hermana y a los miles de sestercios que me debes por vuestra manutención, no quiero ensuciarme las manos cobrándome la deuda. Quédate el dinero. No te será de ningún provecho.