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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (52 page)

BOOK: La corona de hierba
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—No soy un demagogo —dijo en la Curia Hostilia ante las silenciosas filas de senadores togados—. Ved en mí al tribuno de la plebe del futuro, un hombre con suficiente edad y experiencia para darse cuenta de que las costumbres antiguas son las apropiadas y correctas, un hombre que preservará hasta el último suspiro la
auctoritas
del Senado. Nada de lo que haga en los
Comitia
será una sorpresa para los miembros de esta Cámara, pues lo presentaré primero ante ella para obtener vuestro mandato. Y nada de lo que os solicite es indigno de vosotros, ni lo que me proponga será indigno de mí. Soy hijo de un tribuno de la plebe que asumió sus obligaciones igual que yo, hijo de un hombre que fue cónsul y censor, hijo de un hombre que expulsó a los escordiscos de Macedonia tan eficazmente que mereció un triunfo. Soy descendiente de Emilio Paulo, de Escipión el Africano, de Livio Salinator. Soy de vieja estirpe. Y soy lo bastante viejo para el cargo que ocupo.

»Aquí, padres conscriptos, en este edificio, en esta asamblea de nombres antiguos y gloriosos, reside el crisol de la ley romana, del gobierno romano, de la administración romana. Es en esta asamblea, en este edificio, donde hablaré antes con la esperanza de que os guíe la sabiduría y la amplitud de miras para daros cuenta de que todo lo que proponga es lógico, razonable e imprescindible.

Al concluir el discurso, la Cámara aplaudió con el espíritu de agradecimiento únicamente posible en quienes habían visto con sus propios ojos lo que había hecho el tribuno Saturnino. Aquél era un tribuno de la plebe totalmente distinto, que era antes que nada senador y después servidor de la plebe.

Los cónsules que asistían a la sesión eran, desde luego, el par saliente, los dos bastante liberales en criterios e ideales, y también los pretores cesantes eran independientes. Así, con muy poca oposición, Druso obtuvo su mandato del Senado y se aceptaron las dos leyes. Aunque los cónsules entrantes no eran tan prometedores, Sexto César apoyó las medidas y Filipo, curiosamente, estuvo suave; sólo Cepio se pronunció en contra, pero como todos conocían su animosidad respecto a su ex cuñado, nadie hizo caso. En la Asamblea plebeya —en la que los caballeros tenían mucha fuerza— era donde Druso esperaba más oposición, pero no la hubo. Quizá fuese, pensó, por haber presentado las dos leyes en el mismo
contio
, permitiendo que un grupo de caballeros viese la trampa que contenía la segunda; pues la posibilidad de sentarse en el Senado, negada a ese mismo grupo por lo reducido del ente senatorial de gobierno, constituía un poderoso incentivo. Además, parecía un tipo de jurado muy equitativo, ya que su miembro número cincuenta y uno sería un caballero, a cambio de lo cual la presidencia la ocuparía un senador. El honor quedaba a salvo.

Los esfuerzos de Druso iban encaminados a lograr la concordia entre las dos grandes órdenes, la senatorial y la ecuestre, a una llamada a ambos bandos para articularla. Y, al mismo tiempo, Druso deploraba lo que había hecho Cayo Sempronio Graco, abriendo una brecha artificial entre ellas.

—Fue Cayo Graco el primero que escindió las dos órdenes, una distinción social artificial cuando menos, ya que ¿qué es un miembro no senatorial de una familia senatorial, incluso ahora, sino un caballero? Si está en el censo de caballeros, se incorporará como caballero, porque ya hay demasiados miembros de esta familia en el Senado. ¡Caballeros y senadores pertenecen a la primera clase! Una familia puede contar con varios miembros en ambas órdenes, sí, pero gracias a Cayo Graco padecemos una separación artificial. La única diferencia está en los censores. Si una persona entra en el Senado, no puede dedicarse a empresas comerciales que no tengan nada que ver con la tierra. Y eso siempre ha sido así —dijo Druso ante la Asamblea plebeya, con la mayoría del Senado entre el público—. ¡Tal vez no se admire a hombres como Cayo Graco ni se aprueben sus acciones, pero no hay nada reprobable en aprovechar lo que haya de admirable y valioso en esos trucos! Fue Cayo Graco el primero en sugerir la ampliación del Senado; no obstante, debido a la situación de la época, la oposición de mi padre y los aspectos menos ideales del programa, nada se llevó a cabo. Y yo lo revivo ahora, sin dejar de ser hijo de mi padre, porque considero lo útil y beneficiosa que esta ley es en la época actual. Roma crece, aumentan las obligaciones públicas de sus hijos al servicio del Estado, mientras que la cantera de que se nutre de hombres públicos escasea y no se renueva. Hace falta una nueva cantera tanto para el Senado como para el
Ordo equester
, y mis medidas van encaminadas a estimular esa renovación.

Las leyes fueron aprobadas a mediados de enero del nuevo año, a pesar de que Filipo era segundo cónsul y Cepio uno de los pretores con sede en Roma. Druso pudo así respirar con alivio. De momento no se había granjeado la animosidad de nadie, y quizá fuese excesivo esperar que las cosas siguieran igual, pero si que habían salido mucho mejor de lo que se había pensado.

A principios de marzo habló en el Senado a propósito del
ager publicus
, consciente de que pronto se le desenmascararía y los ultraconservadores verían de pronto lo peligroso que iba a resultarles aquel prosélito. Pero Druso había confiado en Escauro, príncipe del Senado, en Craso Orator y en Escévola y los había plegado a su manera de pensar. Y si había podido conseguir eso, había posibilidades de poder ganarse a todo el Senado; estaba seguro.

Se puso en pie para tomar la palabra con cierto cambio en su actitud, que dio a entender a todos que iba a tratar de algo especial. Nunca se le había visto tan contenido, tan metafórico, tan impecable en gesto y actitud.

—Tenemos el mal entre nosotros —comenzó a decir desde el centro de la Cámara, cerca de las puertas de bronce, que había ordenado cerrar; hizo una pausa y recorrió con la vista las gradas de una y otra parte, valiéndose de su habitual truco de hacer creer a cada uno de los que miraba que se dirigía Únicamente a él—. Tenemos el mal entre nosotros. Un mal terrible. ¡Un mal alimentado por nosotros mismos! ¡Sí, creado por nosotros! Pensando, sí, como suele suceder, que lo que hacíamos era admirable y lo más oportuno. Porque me doy cuenta de ello, pues no me mueve más que respeto por mis antepasados y no critico a los artífices de ese mal que hay entre nosotros, ni arrojo el menor estigma sobre quienes se sentaron en esta augusta cámara en otras épocas.

»¿Cuál es ese mal entre nosotros? —prosiguió en retórico interrogante, enarcando las cejas y bajando levemente la entonación—. El
ager publicus
, padres conscriptos! Ése es el mal entre nosotros. ¡Si, es un mal! Nos apoderamos de las mejores tierras de nuestros enemigos itálicos, sicilianos y extranjeros y las hicimos nuestras, llamándolas
ager publicus
de Roma, convencidos de que incrementábamos la riqueza común de Roma, de que recogeríamos ingentes beneficios de tan buenas tierras, ¡gran prosperidad. Pero es bien cierto que no ha sido así. En lugar de mantener las tierras confiscadas en sus parcelas primitivas, aumentamos la magnitud de las fincas arrendadas para reducir la carga de trabajo de nuestros servidores civiles y evitar que el gobierno romano se convirtiese en una burocracia griega. Pero así transformamos el
ager publicus
en algo poco atractivo para los agricultores que lo trabajan, intimidándolos con el tamaño de las parcelaciones y privándolos de toda esperanza de seguir haciéndolo por la cuantía del arrendamiento. El ager publícus se convirtió en monopolio de los ricos, de los que pueden pagar el arrendamiento y dedicar esas tierras a la clase de utilización que exige su gran extensión. Cuando otrora esas tierras contribuían notablemente a la alimentación de Italia, ahora sólo producen objetos de consumo. Mientras que antes esas tierras contaban con un buen asentamiento de gentes y estaban adecuadamente cultivadas, ahora son fincas enormes, diseminadas y muchas veces descuidadas.

Comenzaban a mirarle caras serias; Druso sintió como si el corazón le latiera más despacio y se le removiera en el pecho, notaba que perdía ánimo y tuvo que esforzarse por seguir aparentando calma y firmeza en la voz. Nadie le había interpelado; aún no lo habían oído todo y tenía que seguir como si no hubiese advertido el cambio de ambiente.

—Pero eso, padres conscriptos, fue sólo el principio del mal. Eso fue lo que Tiberio Graco vio en su periplo por los
latifundia
de Etruria, comprobando que el trabajo lo hacían esclavos extranjeros en lugar de las buenas gentes de Italia y de Roma. Eso fue lo que vio Cayo Graco cuando asumió la tarea de su hermano diez años después. Yo también lo veo. Pero yo no soy Sempronio Graco, y no considero los motivos de los hermanos Gracos suficientes para trastornar los
mos maiorum
, nuestras costumbres y tradiciones. En tiempos de los hermanos Gracos yo habría sido partidario de mi padre.

Hizo una pausa para dirigir una mirada furibunda a la audiencia y exclamar con absoluta sinceridad:

—¡Lo digo en serio, padres conscriptos! En los tiempos de Tiberio Graco, en los tiempos de Cayo Graco, me habría alineado con mi padre. El tenía razón. Pero los tiempos han cambiado y han surgido otros factores que agravan el mal inherente al
ager publicus
. En primer lugar me referiré a los disturbios en nuestra provincia de Asia, iniciados con Cayo Graco, al legislar la recaudación de diezmos e impuestos por empresas privadas. La recaudación de impuestos en Italia ya se llevaba a cabo hacía mucho tiempo, pero nunca había alcanzado tanta importancia. Como consecuencia de esta incuria de nuestras responsabilidades senatoriales y el creciente papel en el gobierno público de facciones dentro del
Ordo equester
, hemos visto una administración modélica en la provincia de Asia entorpecida, vitriólicamente atacada y, finalmente, al igual que a nuestro estimado consular Publio Rutilio Rufo, esas facciones de caballeros nos han dado a entender que más vale que nosotros, ¡miembros del Senado de Roma!, no osemos poner el pie en su terreno. Bien, yo he comenzado a poner coto a esa clase de intimidación haciendo que el
Ordo equester
comparta la administración de esos tribunales en igualdad de condiciones con el Senado, y a paliar la desproporción respecto a los caballeros ampliando el Senado. Pero seguimos teniendo el mal entre nosotros.

Algunas caras no estaban tan serias; la mención de su querido tío, Publio Rutilio Rufo, había jugado en su favor y también la alusión a la administración modélica de Quinto Mucio Escévola.

—A él se ha unido, padres conscriptos, un nuevo mal. ¿Cuántos de vosotros sabéis cuál es este nuevo mal? Yo creo que pocos. Me refiero a un mal creado por Cayo Mario, aunque eximo a ese eminente consular séxtuple de haber actuado a sabiendas. ¡Ese es el problema! Cuando el mal se inicia no es mal en absoluto: es producto del cambio, de la necesidad, de los reajustes de equilibrio en nuestro sistema de gobierno y en nuestros ejércitos. Nos hemos quedado sin soldados. ¿Y por qué nos hemos quedado sin soldados? Entre los numerosos motivos hay uno estrechamente vinculado al
ager publicus
. Quiero decir que con la creación del
ager publicus
se expulsó a los pequeños terratenientes de sus hogares, dejando de alimentar a muchos hijos y quedando, con ello, desguarnecido el ejército. Cayo Mario hizo lo único que podía hacer, mirado en retrospectiva: alistar al
capite censi
en el ejército. El hizo soldados de las masas del censo por cabezas que no tenían dinero para comprarse los pertrechos militares, no procedían de familias terratenientes y, naturalmente, no disponían ni de un par de sestercios.

Siguió hablando en tono más bajo, haciendo que todos alargaran el cuello y prestaran oído.

—La paga del ejército es magra. El botín que hicimos a los germanos, deleznable. Cayo Mario y sus sucesores, incluidos sus legados, enseñaron a los proletarios a combatir, a manejar las armas, a sentirse útiles y a adquirir la dignidad de romanos. ¡Y yo estoy de acuerdo con Cayo Mario! No podemos arrinconarlos en sus callejas urbanas y en sus aldehuelas. Hacerlo sería alimentar un nuevo mal, masas de hombres entrenados militarmente con la bolsa vacía, sin nada que hacer y con un creciente resentimiento por la ofensa que con nuestro tratamiento les infligimos. La solución de Cayo Mario, que se inició mientras estaba en Africa luchando contra Yugurta, fue asentar a estos antiguos combatientes sin fortuna en tierras públicas del extranjero. Fue la larga y loable tarea de estos últimos años llevada a cabo por el pretor urbano Cayo Julio César en las islas de la Pequeña Sirte africana. Yo soy de la opinión, ¡y os insto fervientemente, colegas miembros de esta Cámara, a que consideréis lo que digo como simple previsión para el futuro!, soy de la opinión que Cayo Mario tenía razón, y debemos seguir asentando esos veteranos del ejército en
ager publicus
extranjero.

Druso no había cambiado de sitio desde el principio de su discurso. Y allí siguió. Algunas caras volvían a endurecerse a la simple mención del nombre de Cayo Mario, pero el propio Mario seguía sentado en su silla en el centro de la primera fila de consulares con gran dignidad y rostro impasible. En la grada media, en el lado opuesto a Mario, se acomodaba el ex pretor Lucio Cornelio Sila, que había regresado de su misión de gobernación en Cilicia y escuchaba con sumo interés a Druso.

—Sin embargo, todo esto nada tiene que ver con el mal más desastroso e inminente, el
ager publicus
de Italia y Sicilia. ¡Hay que hacer algo! Mientras tengamos ese mal entre nosotros, padres conscriptos, nos va a corroer la moral, la ética, nuestro criterio de la idoneidad, el propio
mos maiorum
. En la actualidad el
ager publicus
itálico pertenece a aquellos que de nosotros y de los caballeros de la primera clase se han interesado por los pastos de los
latifundia
. El
ager publicus
de Sicilia pertenece a ciertos cultivadores de trigo a gran escala que suelen vivir en Roma y dejan sus empresas de la isla en manos de capataces y esclavos. ¿Situación estable, pensáis? ¡Pues considerad lo siguiente! Desde que Tiberio y Cayo Sempronio Graco nos metieron la idea en la cabeza, el
ager publicus
de Italia y Sicilia está ahí esperando la repartición y su utilización en esto o aquello. ¿Cuántos generales honorables nos deparará el futuro? ¿También a ellos les complacerá, como a Cayo Mario, conceder a sus antiguos combatientes tierras en Italia? ¿Cómo serán de honorables los tribunos de la plebe en años venideros? ¿No podría suceder que surgiera otro Saturnino que encandilase a los menesterosos con promesas de parcelas en Etruria, en Campania, en Umbría, en Sicilia? ¿Hasta qué extremo serán honorables los plutócratas del futuro? ¿No sucederá que las tierras públicas aumenten aún más de tamaño, hasta que una, dos o tres personas sean dueñas de media Italia y de media Sicilia? Porque, ¿a qué viene decir que el
ager publicus
es propiedad del Estado, si el Estado lo arrienda y los que dirigen el Estado pueden al respecto legislar lo que les plazca?

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