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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (58 page)

BOOK: La corona de hierba
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Para mayor complicación, el intento de asesinato de las fiestas latinas había alarmado tanto a Filipo, que estaba en marcha una investigación para descubrir qué amigos tenía Druso por toda Italia; en mayo tomó la palabra en la Cámara y anunció que había disturbios en Italia y que en algunas localidades se hablaba de emprender la guerra contra Roma. No hizo tales manifestaciones como un hombre asustado, sino como quien participaba de la opinión de que a los itálicos se les debía conceder un derecho merecido. Y por ello propuso que se nombrase a dos prefectos itinerantes que viajasen al sur y al norte de Roma respectivamente, para averiguar por cuenta del Senado y el pueblo de Roma lo que sucedía.

Catulo César, que tanto había padecido en Aesernia aquellos días en que había formado parte del tribunal extraordinario con ocasión de la
lex Licinia Mucia
, pensó que era una excelente idea. Naturalmente los senadores, que en otras ocasiones no se habrían impresionado, aclamaron incondicionalmente el parecer de Filipo. En resumen: al pretor Servio Sulpicio Galba se le encomendó hacer indagaciones al sur de Roma, y al pretor Quinto Servilio, de la familia Augur, se le designó para efectuarlas al norte de Roma. A ambos se les autorizó a nombrar un legado y se les otorgó
imperium
proconsular, concediéndoseles dinero para que viajaran en las condiciones que su rango requería y una pequeña fuerza de ex gladiadores como escolta.

La noticia de que el Senado había delegado en dos pretores para esclarecer lo que Catulo César denominaba la «cuestión itálica» no le hizo ninguna gracia a Silo. Mutilo de Samnio, dolido por la flagelación y ejecución de los doscientos valientes de la Via Appia, era partidario de considerar esta nueva indignidad un acto de beligerancia, y Druso, alarmado, escribía una carta tras otra suplicándoles que aguardasen y le diesen una oportunidad.

Entretanto se aprestó para la batalla que iba a plantearse en el Senado cuando presentara su ley sobre subsidio de grano. Del mismo modo que el ager publícus, el abastecimiento de grano barato no debía limitarse estrictamente a las clases bajas; el proyecto era que todo ciudadano romano que hiciera cola ante las casetas de los ediles en el pórtico Minucia obtuviera la esquela oficial que estipulara su derecho a adquirir cinco
modii
de grano y pudiera ir con ella a los silos estatales de los acantilados del Aventino para que se los entregaran. Había algunos ciudadanos acaudalados y famosos que aprovecharían el privilegio, la mitad de ellos por ser incurables avarientos y la otra mitad por principio. Pero, en términos generales, la mayoría de los que podían dar al mayordomo unas monedas para adquirir trigo en los graneros privados del Vicus Tuscus no eran partidarios de ir en persona con una esquela estatal para comprar grano a bajo precio. Comparado con el coste en Roma de otras cosas —como era el caso de los alquileres, siempre astronómicos—, la suma de cincuenta o cien sestercios mensuales por persona para la adquisición de trigo era una minucia. Por lo tanto, la gran mayoría de los que hacían cola para que les entregasen la cartilla eran ciudadanos necesitados de la quinta clase o menesterosos del censo por cabezas.

—Las tierras no llegarán para todos ellos, ni mucho menos —dijo Druso en el Senado—, pero no debemos olvidarlos ni darles motivo para pensar que se les vuelve a despreciar. El pesebre de Roma es lo bastante grande, padres conscriptos, para alimentar a todas las bocas romanas. Si no podemos dar tierras a los del censo por cabezas, tenemos que darles grano barato, al precio módico de cinco sestercios por
modius
constante durante años, independientemente de que haya escasez o abundancia. Con ello la carga dineraria será más llevadera para el Tesoro y cuando haya exceso de grano el Estado podrá adquirirlo a un precio entre dos y cuatro sestercios el
modius
, y vendiéndolo a cinco aún sacará un beneficio que ayude a los desembolsos durante los años de escasez. Por tal motivo, sugiero que el Tesoro lleve una cuenta aparte exclusivamente para la compra de trigo. No debemos cometer el error de recurrir a los ingresos generales para financiarlo.

—¿Y cómo os proponéis pagar semejante largueza, Marco Livio? —inquirió Lucio Marcio Filipo.

—Lo tengo todo calculado, Lucio Marcio —contestó Druso sonriente—. En la ley existe una cláusula por la que se devalúan algunas de nuestras monedas.

La Cámara se llenó de murmullos: a nadie le gustaba oír la palabra devaluación, pues la mayoría de los senadores eran conservadores en lo que al
fiscus
atañía. No era política romana depreciar la moneda, pues se consideraba un truco propio de los griegos. Sólo durante la primera y segunda guerra púnica contra Cartago se había recurrido a ello, y fundamentalmente había sido con la intención de homologar el peso de la acuñación. Radical en otros aspectos, Cayo Graco había incrementado el valor de las monedas de plata.

Sin intimidarse, Druso prosiguió en sus explicaciones.

—Uno de cada ocho
denarii
se acuñará en bronce mezclado con plomo para que tenga el mismo peso que la moneda de plata, y se le añadirá baño de plata. Lo he calculado del modo más conservador posible; es decir, he supuesto que tendremos cinco años de escasez de trigo por cada dos de abundancia; como advertiréis, es un cálculo muy pesimista, ya que de hecho tenemos más años buenos que malos. No obstante, no se puede descartar otro período de hambruna como el que padecimos a causa de la guerra servil de Sicilia. Además, la acuñación con baño de plata lleva más trabajo que la de plata pura y, por consiguiente, calculé mi programa en base a uno de cada ocho denarios, aunque la cifra exacta se aproxima más a uno de cada diez. Como podéis ver, el Tesoro no pierde. Y tampoco será una medida agobiante para los que hacen negocios con papel. La principal carga la soportarán los que utilicen monedas estrictamente, y en mi opinión la principal ventaja es que evita la animadversión que suscitaría un impuesto directo.

—¿Y por qué tomarse el trabajo de platear una de cada ocho monedas en cada acuñación, cuando se podría hacer en una de cada diez? —inquirió el pretor Lucio Lucilio, que, como toda su familia, tenía una lengua hábil, pero era una nulidad en aritmética y en las cosas prácticas.

—Porque yo creo —respondió Druso— que es vital que la mayoría de los que utilizan monedas no puedan distinguir las auténticas de las plateadas. Si hacemos toda una acuñación en bronce, nadie las utilizaría.

Por milagroso que parezca, Druso logró la aprobación de su
lex frumentaria
. Apoyado por el Tesoro (que hizo sus cuentas y llegó a la misma conclusión que Druso, percatándose del beneficio que obtendría con la devaluación), el Senado sancionó su promulgación en la Asamblea de la plebe. En aquel organismo, los caballeros más poderosos comprendieron en seguida lo poco que les afectaría en las transacciones que no se hicieran al contado. Sí, se daban cuenta de que la medida afectaba a todos, que la distinción entre monedas y papel era ilusoria, pero eran pragmáticos y sabían perfectamente que el auténtico valor de cualquier clase de dinero era el que le atribuía la gente que lo utilizaba.

A fines de junio la ley estaba inscrita en las tablillas. El trigo estatal en años venideros se vendería a cinco sestercios el
modius
y los cuestores del Tesoro se dispusieron a efectuar la primera acuñación de monedas depreciadas, igual que los
viri monetales
que dirigían la acuñación. Tardarían algo más, desde luego, pero los funcionarios encargados de ello calculaban que para septiembre uno de cada ocho denarios sería plateado. Hubo quejas y Cepio no dejó de refunfuñar; tampoco a los caballeros acabó de complacerles la maniobra de Druso y entre las clases bajas de Roma cundió la sospecha de que los gobernantes los engañaban de algún modo, pero Druso no era Saturnino y el Senado le quedó agradecido. Cuando celebraba un
contio
de la Asamblea de la plebe, se pronunciaba por el decoro y la legalidad, y si vislumbraba desórdenes, lo suspendía de inmediato. Tampoco manipuló descaradamente a los augures ni recurrió a tácticas violentas.

A fines de junio se produjo un parón obligado en el programa de Druso, al llegar el verano oficial. El Senado suspendió sus reuniones y lo mismo hicieron los
Comitia
. Druso agradeció el respiro, pues cada vez se encontraba más cansado, y se marchó de Roma. Envió a su madre y los seis niños que tenía encomendados a su villa a la orilla del mar, en Misenum, y él fue en primer lugar a ver a Silo y a Mutilo y viajó con ellos por toda Italia.

Le resultaba evidente que los pueblos itálicos del centro de la península estaban decididos a levantarse en pie de guerra. Mientras cabalgaba con Silo y Mutilo por polvorientos caminos vio legiones de tropas bien equipadas entrenándose, en maniobras, en lugares muy alejados de asentamientos romanos o latinos; pero no dijo ni preguntó nada, convencido de que aquella instrucción militar sería innecesaria. En un impulso legislativo sin precedentes, había logrado convencer al Senado y a la Asamblea plebeya de la necesidad de reformar los tribunales, el Senado, el
ager publicus
y el subsidio de grano. Nadie —ni Tiberio Graco, Cayo Graco, Cayo Mario o Saturnino— había conseguido lo que él, aprobando tantas leyes sin violencia, sin oposición senatorial o sin rechazo por parte de los caballeros. Le creían, le respetaban y confiaban en él. Ahora sabía que cuando hiciera pública su intención de la manumisión general de itálicos, le harían caso aunque no estuvieran muy de cuerdo. ¡Lo haría! Y, como consecuencia, él, Marco Livio Druso, tendría como clientela un cuarto de la población del mundo romano, gracias al juramento de lealtad que le prestasen en toda la península, incluidas Umbría y Etruria.

Unos ocho días antes de que el Senado volviera a reunirse, en las calendas de septiembre, Druso llegó a su villa de Misenum para descansar antes de reemprender sus tareas. Había descubierto que su madre era su alegría y su consuelo, pues era una mujer ingeniosa, cultivada, comprensiva y casi masculina en su apreciación de lo que, en definitiva, era un mundo de hombres. La mujer mostraba gran interés por la política y había seguido complacida el programa legislativo de su hijo. Sus antecedentes liberales cornelianos la predisponían a cierto radicalismo, pero su conservadurismo básico de igual raíz corneliana la impulsaba a aprobar la magistral apreciación filial de la realidad del Senado y el pueblo. Nada de violencia ni amenazas, nada de armas que no fuesen una voz de oro y una lengua de plata. ¡Así debían ser los buenos políticos! Y así era Marco Livio, y ella se congratulaba de que no hubiese heredado la tozudez, el engreimiento y la falta de comprensión de su padre. No, él había salido a ella.

—Bueno, te has desenvuelto magistralmente con la ley, las tierras y las clases bajas —dijo sin preámbulos—. ¿Te queda algo más que hacer?

Druso respiró hondo y la miró fijamente.

—Voy a legislar la plena ciudadanía romana para todos los habitantes de Italia.

—¡Oh, Marco Livio! —exclamó ella, más pálida que su vestido color de hueso—. Hasta ahora te han dejado hacer, pero eso no te lo consentirán.

—¿Por qué no? —replicó él, sorprendido. Se había acostumbrado a creer que era capaz de hacer lo que nadie haría.

—La conservación de la ciudadanía es una encomienda que han dado los dioses a Roma —contestó ella sin recobrar el color—. ¡No lo consentirían aunque se les apareciese el propio Quirino en medio del Foro ordenando concedérsela a todos! —añadió, agarrándole del brazo—. ¡Marco Livio, Marco Livio, renuncia! ¡No se te ocurra intentarlo! ¡Te suplico que no lo intentes! —concluyó, con un estremecimiento.

—¡Madre, he jurado hacerlo y lo haré!

Ella se quedó mirando por unos instantes aquellos ojos oscuros con expresión de temor. Luego lanzó un suspiro y se encogió de hombros.

—Bien, no volveré a decirte nada. Para algo eres descendiente de Escipión el Africano. ¡Ay, hijo, hijo, te matarán!

—¿Por qué, mamá? —replicó él, enarcando una ceja—. No soy Cayo Graco, ni Saturnino. Procedo totalmente dentro de la ley y no represento peligro para nadie ni para el
mos maiorum
.

—Ven a ver a los niños —añadió ella, poniéndose en pie, demasiado inquieta para proseguir aquella conversación—. Te han echado mucho de menos.

No era una exageración, porque Druso se había ganado las simpatías de los niños. Cuando llegaron al cuarto de juegos, resultaba evidente que había una pelea.

—¡Voy a matarte, pequeño Catón! —oyeron decir a Servilia al entrar.

—¡Basta, Servilia! —dijo Druso tajante, al notar la seriedad con que lo decía la niña—. Catón es tu hermanastro y no debes ponerle la mano encima.

—¡Dejará de serlo si me las veo con él a solas —replicó Servilia amenazadora.

—¡No vas a vértelas a solas con él nunca, nariguda! —terció el pequeño Cepio, poniéndose delante del pequeño para protegerle.

—¡No soy nariguda! —replicó Servilia, indignada.

—¡Ya lo creo que si! —añadió el pequeño Cepio—. ¡Tienes una nariz horrible que acaba en nudo!

—¡Callaos! —exclamó Druso—. ¿Es que no sabéis más que regañar?

—¡Claro, estamos discutiendo! —chilló el pequeño Catón.

—¡A ver si no, estando él! —terció Druso Nerón.

—¡Cállate, Nerón cara negra! —añadió el pequeño Cepio en defensa de Catón.

—¡No soy ningún cara negra!

—¡Silo eres, silo eres, silo eres! —gritó el pequeño Catón, apretando los puños.

—¡Tú no eres un Servilio Cepio! —dijo Servilia al pequeño Cepio—, sino descendiente de un esclavo galo pelirrojo a quien colocaron con nosotros los Servilios Cepionis!

—¡Nariguda, nariguda, nariguda!


Tace!
—vociferó Druso.

—¡Hijo de esclavo! —espetó Servilia.

—¡Hija de zoquete! —gritó Porcia.

—¡Pecosa cara de cerdo! —añadió Lilla.

—Siéntate, hijo —dijo Cornelia Escipionis sin alterarse por la rencilla infantil—. Ya nos harán caso cuando terminen.

—¿Siempre sacan a relucir ese tema de la paternidad? —inquirió Druso por encima de la algarabia.

—Estando Servilia, desde luego.

Servilia, niña de trece años, dotada de un rostro agradable y misterioso, habría debido ser apartada de los otros niños más pequeños, pero seguía con ellos en virtud del castigo impuesto por su tío, el cual, al oír el tema de fondo de la rencilla, se preguntó si no habría sido un error mantenerla allí.

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