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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Drama, Fantástico

La alargada sombra del amor (8 page)

Cuando llego a las cercanías del cementerio, empiezo a temblar. No porque tenga miedo de los fantasmas o cosas de ese estilo, ¡uy, no, no, no! Sencillamente porque me siento monstruosamente solo, yendo de este modo a rondar cerca de tu tumba en plena noche. Camino por las sendas con paso cuidadoso. La gravilla suena hueca. El sendero que lleva hasta donde reposas parece mucho más largo que a pleno día.

Por fin llego a tu tumba, que está decorada con esa acacia y sus sombras que conozco tan bien. Ahora que siempre es de noche sobre ti, esta vez literalmente pues hemos colocado una losa de mármol para depositar lágrimas, recuerdos y flores, soy consciente de tu muerte. No acepto nada, pero soy consciente.

Hay una jardinera, aunque no crece nada en ella. Para que quede un poco más bonito, hacemos trampas con las formas de colocar los ramos de flores, «así está bien, ¿no?», cuando lo único que nos preocupa en realidad es levantarte, decir ¡ya está, se acabó la muerte! La guerra ha terminado, despojémonos de nuestras ropas de material de noche, ¡que las estrellas vuelvan a brotar! ¡Quítate de encima la muerte!, ahora ya me estás cansando, se acabó, idos a paseo con vuestras estupideces de funerales y vuestros epitafios gratuitos con ese féretro último modelo.

—Pero bueno, esto es un cementerio, traemos flores, lloramos y nos marchamos solos, ¡no se admiten estrellas! —me dice una voz de anciana. Me pregunto de dónde sale, miro a mi alrededor, nada. Respondo:

—Mi madre volverá, la espero con estrellas y pasteles, se ha hartado de flores, se ha hartado de estar muerta, es demasiado tiempo…

—Señor, hay que aceptarlo.

—Eso es lo que dicen, sí. Eso va junto con la panoplia de crisantemos.

—No sirve da nada enfurecerse con la muerte, señor.

—Lo sé.

Entonces, vi aparecer al segundo fantasma. Delante de la tumba, sentado en la jardinera con el culo plantado en las rosas. La cosa más fea que haya visto en toda mi vida. Nada de ruido de viento, ni de manos gigantes golpeando la cúspide de los árboles, ni de imitación del cantante de voz grave de los Platters.

A primera vista, resulta menos amenazante que Jack el Gigante. Es un fantasma de talla menuda, chico o chica, no lo sé; sin embargo, tiene una voz metálica de anciana. Parece una documentalista agriada cruzada con un poli bigotudo, con traje gris y piel de pescado podrido. Los ojos de color blanco lechoso cuajado sobresalen de las gafas con gruesa montura. El pelo gris con una permanente al estilo de un taxidermista de ancianas. La boca de labios inexistentes, como hecha fundamentalmente para no besar jamás, rezuma. Los brazos cruzados parecen un pulpo muerto pegado al pecho, y la única nota de color, rojo, son las manchas de sangre fresca en la chaqueta. Su cuerpo se termina en unos espantosos pies de zampo que arrastran por el suelo.

¡Es de locos lo que ese bicho me recuerda a la madre de una chica que conocí! Esa mujer desprendía la misma suficiencia rancia y burguesa. Los rasgos de su rostro eran de una increíble fealdad. Nada lo bastante monstruoso para que se volviera atractivo o inquietante, justo la fealdad sucinta y mezquina de un mero cabo orgulloso de su triste galón.

—He arrancado unas cuantas estrellas y unos trozos de luna, quería dejárselos.

—No debe venir al cementerio en plena noche, señor, corre el riesgo de encontrase con la muerte.

—Usted ya se acerca a ella, ¿no?

—Yo no soy más que un funcionario de la muerte. Considere mi aparición una advertencia sin costes. No obstante, la próxima vez, tendrá que vérselas directamente con el jefe.

—¿El señor la muerte en jefe también se parece a una documentalista con traje gris cruzada con un poli bigotudo?

—No debe burlarse de la muerte, señor, sobre todo cuando la tiene delante.

—Qué oportuno, quiero luchar contra ella. Tengo una sólida sombra, me la dio un amigo gigante…

—Usted puede luchar contra su propia muerte, pero no contra la de quienquiera que descanse aquí. Hay que aceptarlo, señor.

Me miro en las enormes gotas de lluvia, ya no me reconozco. Me siento desdibujado, hasta las rodillas me tiemblan de rabia. Es un tambor lo que me golpea en el pecho. Lo arrancaré y lo tiraré al suelo, ya no aguanto más el ruido que hace.

Finjo marcharme del cementerio y me escondo detrás del panteón de la familia de Léon Thérémin. Espero a que se vaya el fantasma administrativo de traje gris con ojos grises, luego empiezo a tocar la armónica, enrollado en mi sombra. Actúa como una caja de resonancia. De pronto, la armónica tiene un bonito sonido de western. Me refugio contento en este pequeño instrumento. Mientras toco, tengo menos miedo.

Me cubro completamente con la sombra, en una posición que me permite ser invisible. Ser el Buster Keaton de las estrellas, volar de casa en casa para descolgar la luna, quizá no sea para mañana; sin embargo, hacerme pasar por una sombra cuando anochece es algo que ya domino.

He traído todo mi instrumental médico para los muertos, voy a probarlo sobre tu tumba. Miro detrás de mí: las sombras de las otras sepulturas me vigilan. Pero mientras se mantengan a distancia, continuaré con mis experimentos. Saco el
walkman
especial. Me coloco los cascos en las orejas para comprobar la música; una casete grabada especialmente para ti, con mucho flamenco y rock and roll de los años cincuenta. Tu música. He trabajado las mezclas para que sientas ganas de bailar y esto te recuerde a los buenos tiempos. Me quito los cascos y coloco los auriculares contra el mármol helado. Apenas percibo aún las canciones, el resto del sonido va hacia ti.

Vamos, baila, ven como un fantasma, como una sombra, como puedas, incluso como un hálito si quieres, pero ven ahora. ¡También tengo pasteles! Siete milhojas tiemblan de impaciencia esperando que los comas, y cuatro
éclairs
de chocolate con sabor a trueno. Los dejo junto a las flores, dispuestos como para que quede una mesa bonita. A ti te gustaba mucho poner mesas tan bonitas para comer como para mirar. Debes de estar harta de flores; toma, aquí tienes estrellas rotas recién cogidas del cielo y un trozo de luna.

Tengo la impresión de ser un extraño médico. El médico de mi madre muerta. Me pongo un auricular en la oreja derecha y el otro lo muevo por distintos lugares de la tumba. Te ausculto. Quiero oír algo, tu corazón creo. Muévete, golpea, aporrea, yo te ayudo, ¡allá voy! Vamos, arráncame este asqueroso mármol, escupe las flores, yo te daré palmadas en la espalda para que no te dé la tos, ¡ven, ahora!

No ocurre nada, excepto algunos restos de viento para recordarme que por aquí está el vacío. Nada, ni un hálito, ni una señal…

Tengo ganas de cavar a puñetazos, de mandar todo a paseo, de hundirme en la tierra.

Coloco de nuevo las flores de la tumba en su sitio, un poco como lo hace papá, porque además del viento que tira los jarrones casi todos los días, hoy, un guardián de la muerte ha plantificado su culo gordo en la jardinera y las rosas están todas aplastadas. Repentinamente, me siento incómodo con mis cosas desparramadas, así que guardo todo en la mochila.

Me tumbo junto a ti, al raso, para ver cómo amanece aquí. El espectáculo de las sombras que te cubren, el viento en las acacias, los fantasmas que se largan al alba. Me gustaría ver algo de lo que tú aún ves, cavo para encontrar otra cosa que no sean los recuerdos, cavo para conectar contigo.

Nuestra cita es aquí y ahora. ¡Intenta salir por la acacia! ¡Trepa por entre sus espinas, come las flores y ven a mis brazos, venga! Ahora ya hace mucho tiempo, y desgraciadamente es un largo tiempo que no dejará de aumentar.

De pronto, una enorme mano me amordaza mientras otra me levanta.

Es por la mañana, me despierto en mi cama. Veo un sobre negro en mi mesilla. Estiro el brazo izquierdo para cogerlo sin moverme, el resto de mi cuerpo está pegado al colchón. Lo abro y reconozco la letra de inmediato: la misma que la de la parte de atrás del reloj roto; es la letra de Jack el Gigante.

¡Eh!

Deja ya esas chorradas de ir a dormir al cementerio, o te quedarás allí de verdad. La próxima vez no iré a buscarte.

Jack

«Las sombras son pasadizos hacia el mundo de la noche, del invierno, el país de los muertos», me dijo Jack. ¡Yo necesito ir a ver! Aunque me haga daño.

Ya a los catorce años, después de mi primera ruptura sentimental, no podía dejar de ir a montar en bicicleta por los alrededores de la casa de la chica que me había roto el corazón. Olfateaba el aire durante unos minutos y regresaba a casa tan triste como un yunque, con las piernas doloridas por haber ido en la bici contra el viento. Aquello no me ayudaba en nada, me ponía enfermo; sin embargo, no podía dejar de hacerlo. Hoy, el síntoma es el mismo, es preciso que vaya al país de los muertos.

Me doy cuenta del estrecho parentesco entre las sombras y los fantasmas, porque en el cementerio y en casa los rozo. Los veo mezclarse entre los árboles y las tumbas, en la niebla y los vapores, se parecen, con esas voces de viento. Me asustan y me atraen como sirenas. No es que esté hechizado, sin embargo sé que estoy en contacto con el mundo en el que ahora tú te encuentras.

V

Dan las doce en el campanario del pueblo. Me envuelvo en mi sombra, compruebo que tengo intactas todas las partes de mi cuerpo, como en las pistas de esquí un día de mucho frío. No debe sobresalir nada. Estoy preparado, voy a ir a mirar detrás de las sombras. La casa está en apnea —lo está todas las noches—, solo tosen las sombras alguna que otra vez, cuando papá baja las escaleras en mitad de la noche.

Oigo un ruido de tormenta de fondo, el viento golpea los postigos de mi habitación. Sin embargo, hacía buen tiempo antes de que anocheciera. El que me tira piedras no es mi amigo Cyrz, ¿cómo se le ocurrirá tirarlas tan grandes y lanzarlas tan fuerte?

El ruido vuelve a empezar, acabará por cargarse la ventana. Abro los postigos de golpe. Ni un ruido. Echo un rápido vistazo al cielo: despejado, tranquilo y estrellado. Luego oigo una voz muy profunda que me dice:

—Si de verdad te empeñas en viajar al país de los muertos, mejor será que no vayas solo.

Es tan grande que no lo he distinguido al primer vistazo, pero ahí está Jack, entre la luna y las farolas. Apoya el hombro izquierdo en la casa y las piernas cruzadas le llegan hasta la carretera. Podría decirse que es la casa la que se apoya en él, y que si se mueve, el edificio se caerá de golpe.

—¡Te abro la puerta del garaje!


That's alll'rrright!

Bueno, parece de buen humor. Cuando habla en inglés y rodando las «r» es que está de buen humor. Bajo por las escaleras de puntillas y pongo mucho cuidado para que no chirríen las puertas. Llego al garaje donde están almacenados todos los instrumentos musicales de mi banda eléctrica. Entre los raíles de mi tren infantil y la tabla de windsurf, descansan aguardando las próximas canciones… Espero que todo esto aún funcione. Las paredes están llenas de pósters de tenistas arrugados por el pegamento: John McEnroe, Jimmy Connors, Yannick Noah, Chris Evert, Monica Seles… es algo así como el Louvre de mis catorce años.

Abro las dos hojas de la puerta del garaje, igual que para meter el coche. Jack se agacha, pasa la cabeza, luego los hombros y, despacio, el resto del cuerpo.

Son las doce y diez de la noche, y hay un gigante en mi garaje.

Siempre resulta extraño ver a alguien que conoces en un contexto diferente repentinamente trasplantado a tu vida diaria. Como cruzarse en el supermercado con la chica a la que has besado en lo profundo de la noche. A Jack lo he visto en el aparcamiento del hospital, luego en el pinar, en el entierro, pero verlo aquí, trajinando en medio de los pósters de tenistas, se me hace raro. Sobre todo que este tipo se basta consigo mismo en lo que a «raro» se refiere…

La situación es particularmente singular. El aspecto que tiene, todo encorvado, frunciendo los matojos de cejas mientras mira, dubitativo, a Henri Leconte apretando con rabia el puño, empieza a provocarme ganas de reír.

Al fondo del garaje, detrás de la bici de carreras de papá y de la mesa de ping-pong hay un póster clavado del equipo de fútbol de Francia 1982, con una inscripción arriba en grandes caracteres: «¡GRACIAS!».

—Gracias —dice con ese aire de «me comeré a todos los niños del barrio para desayunar». Ahí está, plantado delante del viejo póster del equipo de Platini y compinches, repitiendo gracias en bucle… Me pregunto qué cara pondrá cuando vea mi habitación.

Subimos las escaleras de puntillas: no es momento de despertar a papá con un gigante en casa. Sus enormes pies se lían con la mitad de las escobas, escobillas y hasta el aspirador, que ruedan por el hueco de la escalera. Jack se vuelve hacia mí y me dice:

—¡Chsss… eh! Despertaremos a tu padrrrrre.

En el pasillo le enseño las lámparas de araña y los cuadros, pero se pega con todo y la casa suena como si yo acarreara una campana resquebrajada.

—¡Chsss…!, eh, hemos dicho ¡chsss…! —me repite de nuevo.

Me invade la risa floja, pero se corta en seco: oigo que papá baja. Las escaleras que conducen a la entreplanta están hechas de una madera crujiente, es imposible moverse sin hacer ruido, incluso dentro de cien años reconocería ese sonido entre mil.

Meto al gigante en mi habitación, igual que un enorme montón de ropa en una lavadora muy pequeña. No consigue pasar por la puerta, yo empujo, él empuja, me da miedo que arranque el tabique con los hombros. Papá sigue bajando las escaleras, en pocos segundos estará en el pasillo. La luz se enciende, la puerta se cierra de un golpetazo, ¡salvado!

—¿Cómo se te ocurre dar semejantes portazos? ¿Sabes qué hora es?

—Ah, ¿sí? ¿Te he despertado?

—No. No dormía.

—Eh…, Eh, bueno, ¡voy a leer un poco!

—No te acuestes demasiado tarde.

—No, no.

—Anda, ¡buenas noches!

— Buenas noches.

Miro a papá que se vuelve a la cama. Oigo cómo hace crujir las escaleras y cierra la puerta de su habitación. Pienso que, tal vez, podía haberle presentado al gigante. Me ha pillado un poco desprevenido, eso es todo. Papá le habría enseñado sus cuadros y demás, y quizá Jack le habría ofrecido un pedazo de sombra a él también. Me habría gustado verlos bebiendo un Martini mientras ven la tele.

Quizá podamos hacerlo más adelante.

Jack está sentado en mi cama, que debajo de él parece un minúsculo traspuntín.

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