Ahora, el ataúd. Entramos en un comercio de pompas fúnebres, solo falta el llavero de mármol y el pin «Rest in peace». Toda la colección «muerto otoño-invierno» ha llegado: ramos artificiales de mármol, tumbas escotadas o con grandes curvas, placas para grabar poesía: «a nuestro amigo, a nuestra tía»… a nuestra madre, esta también deben de tenerla. Un hombrecillo canoso, con una amabilidad algo impostada, nos enseña varios catálogos de ataúdes. Hemos de elegir el motivo y así lo hacemos. Y «¿qué color?» y «¿qué clase de madera?», ay sí, roble, no cabe duda, lo mejor es el roble, igual que si se tratara de un puto mueble. Cargamos con nuestros corazones como bolas de preso hechas de carne. Van arrastrando detrás de nosotros, se enredan los tres. Nos concentramos y tratamos de hacerlo lo mejor posible, de elegir tu ataúd. El cerebro envía su anestesia a borbotones, estamos medio idos. Escondo el corazón en el hueco de mi sombra. Me gustaría dar parte de la sombra del gigante a Lisa y a papá, pero no sé cómo hacerlo. Tal vez debería llamar de nuevo al gigante. No a pleno día, él pertenece al mundo de la noche. Es de los que «no se pueden ver».
Última etapa, reunirse con la santa dama que se encarga de la ceremonia de la iglesia. Elegir las músicas, los textos que leer. Otra vez al coche, con un papá teledirigido por no sé qué fuerza que sigue llevándonos de un punto a otro. La cosa es que la familia está un poco mosqueada con la santurronería. Todos hemos recibido una educación católica, pero en la herencia de padres a hijos, hemos preferido dar patadas a un balón, hacer el indio en los árboles, construir cabañas. Excepto hoy, que tratamos de hacer las cosas como es debido, para que tengas una bonita ceremonia. Esta señora, que nos recibe en su casa escondida en el bosque, no tiene nada que ver con los representantes comerciales que alaban los méritos del último modelo de lápida sepulcral barata. Tiene devoción. Tiene fe. Eso existe. Es impresionante.
Llegamos a casa de la encargada de la ceremonia y el olor que impregna toda la estancia es el característico de la casa de ancianos. Es un olor a cera vieja que se introduce en las gargantas. Mi hermana y yo nos miramos, «el mismo olor que perfumaba la casa de la abuela…». Hacía muchos años que no olíamos este perfume. Esto empieza a resultarnos gracioso de una manera nerviosa. Como si todo el día fuera demasiado negro oscuro y entonces esa ancianita llena de entusiasmo empezara a cantar «Jesús, la, la, la», con una convicción absoluta que ayuda a marcar el ritmo. La situación es especial, pero lo cierto es que nos libera un poco de tanta tensión. El viejo tapete en la mesa, las Biblias, las figuritas de las santas vírgenes, las panoplias del buen Dios y la mujer que no para con su «¡lalalá JeEEEsÚÚUs!». No es posible. De buena gana la habría abrazado y le habría dicho: necesitamos gente como usted, Iglesia o no, es usted formidable. Es lo que esa señora habría merecido oír. Pero no puedo estallar en carcajada como si fuera un pirado. De repente, los nervios han cambiado de manera de expresarse: error de apreciación. Todo el mundo, por poco malicioso que sea, ha tenido un amigo con el que la mínima mirada de complicidad podía desencadenar una risa floja irresistible,
sobre todo
en la típica situación en la que no había que reírse. Como en clase. Como ahora. Desde que éramos muy pequeños, mi hermana y yo hemos compartido la complicidad de la risa. Solo con notar que mi hermana tenía ganas de soltar una carcajada, yo ya sentía el cosquilleo. Y aquí está, resurgiendo de lo más recóndito del agujero negro. Nos ataca una risa floja imparable. Y cuanto más reímos, más pone la ancianita toda su alma en las canciones de «Jesús regresas a nosotros lalalalá», ¡ay, a este paso va a conseguir sacar el jarabe de anestesia!, esa especie de Coca-Cola sin burbujas con sabor a regaliz que siempre nos daba la abuela. Esto es una parodia. ¡Lalalá Jesús por aquí, Jesús por allá! Y ala, pone un disco en la pletina con una especie de coral de monjas, un góspel muy blanco y muy lánguido. ¡Ay, Dios mío! Resulta espantosamente cómica la manera que tiene de cantar por encima con esa voz de pinzón reivindicativo. ¡Lo da todo!
Trato de no cruzar la mirada con mi hermana, me da hipo de tanto aguantarme la risa. Y cuanto más se afana esa pequeña porción de señora en organizarnos los cantos de la ceremonia, más deseo sentimos de mostrarle nuestro agradecimiento y más imposible nos resulta contener la risa floja.
Regresamos a casa. Las risas espasmódicas ya se han calmado. El ceño se frunce y cada uno se sumerge de nuevo en los gestos más oscuros de su rostro. Entierro mi sombra de gigante en la fosa de mi corazón, una especie de lavadora con sangre en lugar de agua y piel en lugar de ropa. Tiempo de secado: toda una vida.
Cuando hablo, oigo latir mi corazón en la garganta y eso me desestabiliza igual que cuando oyes el eco de tu propia voz en el móvil. Con la sombra en la fosa de mi corazón, ese sonido se amortigua ligeramente. Tapono las brechas para aprender a no resquebrajarme continuamente y para ayudar a los demás. Solo funciona a medias.
Cuando me llegue el turno de morir, me gustaría evaporarme. No quiero que alguien al que amo tenga que elegir dónde enterrarme y en qué caja.
Me voy a mi habitación. Todo sigue igual. Me tumbo en la cama que cruje igual que siempre. El interruptor hace el mismo ruido que siempre. Pienso en el gigante sombrólogo, me da un poco de miedo pero prefiero pensar en él antes que en cualquier otra cosa. Siento que la sombra me une a él, me zarandea los sueños, necesitan ejercicio, eso me conviene. Hojeo de nuevo el libro pero sin concentrarme en la lectura.
Me pesa todo el cuerpo, creo que es porque un corazón roto se diluye por todas partes a través de las venas, se extiende y se infla. Y te vuelca como si acabaras de darte un buen porrazo al caerte de la bicicleta, desnudo. ¡Restregadme asfalto helado por la boca, arrojad las costras de gravilla cortante, clavad! Vamos, yo me largo de este cuerpo. ¡Sí! De todos modos, desde que era pequeño, me parece demasiado pequeño. El gigante ha sido muy considerado prestándome una sombra grande. ¡Ese tipo es un astuto psicólogo, aunque solo fuera por eso ya me compensa su visita!
Toda la familia está en casa, a la espera del entierro. Cada cual hace acopio de sus herramientas vitales para seguir adelante. Algunos leen, otros guardan silencio. Nos esforzamos para no irnos a pique, ponemos de nuestra parte en cada pequeño gesto.
¡Qué voluminosa es esta sombra! Tengo la impresión de que voy a tirar todo con ella. Toda la vida he conducido una bicicleta y ahora aquí estoy a los mandos de un viejo tren que no sé dónde aparcar. Estudio mi sombra y trato de darle la forma de un pájaro
cool
, un pájaro que vuele con clase. Uno que sea más ligero que el aire y se ponga al mundo por montera. El tipo de pájaro sin glándulas lacrimales que ni siquiera llora cuando le da el viento helado en plena cara. El tipo de pájaro del que tú te sentirías orgullosa de haber incubado. Un bicho tan fuerte que pudiera ir a secuestrarte al país de los muertos, atrapar las estaciones en la palma de la mano y dirigir la aguja del tiempo hacia la primavera. Todo es posible, es preciso que todo sea posible, de lo contrario no podríamos seguir adelante, ¡«todo es posible», qué menos! Algunas veces solo necesito esconderme, en otros momentos desaparecer, para que me dejen en paz, y no pensar en nada. Aunque lo mejor sería que me hiciera un traje de pájaro con mi sombra y volar, porque estoy harto de arrastrar la cara bajo tierra, de no ver ahí absolutamente nada y pienso que, quizá, en el cielo, o justo encima, te encontraré.
Entonces, me pongo manos a la obra para hacer algo con mi sombra. Intento darle forma con mis dedos y noto que está fría. Tiro de arriba, me da la impresión de tensar una vela. Me hace daño, como si me estirase del pelo. La masajeo a lo largo y descubro que el dolor se atenúa; no cabe duda, la sombra funciona del mismo modo que un músculo, hay que calentarla. Me acurruco con la espalda apoyada en el radiador eléctrico. Me veo en el reflejo de la ventana. Parezco un murciélago viejo y cansado. Con estos brazos delgados a modo de varillas, casi se me confundiría con un gran paraguas negro. Pues este es el resultado de los primeros manejos, ¡parezco un paraguas viejo! Una especie de loco volador de principios de siglo en versión gótica. Vampiro alado revisionado, a base de paraguas roto. Lo acepto. Con este chisme colgando detrás de mí se pitorrearán en mi cara por la calle, pero si funciona, y si vuelo, los mismos que se burlan vendrán muy amigablemente a hacerme preguntas del estilo: «¿Cómo lo has conseguido? ¿Dónde se compra esa cosa? Eh, puedes firmarme un autógrafo…, es para mi hermano pequeño…».
Cojo impulso en el pasillo… Empujo con las piernas y…, pues bien, de momento esto no vuela. Hace el ruido de diez mil mariposas clavadas en el tímpano, pero de volar nada.
Me quedo completamente clavado en el suelo.
Por suerte, lo hago de noche, porque creo que eso de verme apelotonado contra el radiador medio desnudo, confundiendo el pasillo con una pista de despegue alarmaría a toda la familia. En otra época, me habría ganado un buen sermón del tipo: «Vamos, Birdy, ya está bien de tanta tontería, ve a poner la mesa», pero ahora, no. Son otros tiempos.
No tengo el manual de instrucciones de las sombras, así que me temo que tendré que inventarlo, y de momento no me sale muy bien. El gigante me advirtió que debería apañármelas solo. A partir de mañana por la noche, probaré cosas nuevas.
Pienso, por ejemplo, que si enciendo un mechero durante mucho rato, el aire caliente inflará mi sombra y volaré sin rumbo fijo, igual que un auténtico globo aerostático humano. Me sentará muy bien sentir cómo los tobillos ceden al dejar el suelo, ¡despegar! Con delicadeza, como si el viento en persona fuera a recogerme con sus dedos. Ahí estaría yo, muy concentrado, con el pulgar sobre lo blando del mechero para conservar el aire caliente, ¡y doblaré las rodillas como para meter el tren de aterrizaje!
Siempre me ha gustado volar, incluso en un tremendo avión supersónico tan sexy como un autobús climatizado celestial. No sé por qué pero me levanta el ánimo automáticamente; debe de ser algo físico. Por lo tanto, imagino que volar con mis propias alas, solo con un poco de fuego y sombras, me produciría el mayor de los placeres.
Hay que ponerse en marcha. Enfundarse el traje. Es el mismo traje que visto en mis conciertos ya que no tengo otro. Todo el mundo está triste a la vez que guapos. Bien vestido. Las manos se ocultan en los bolsillos. En el pantalón del traje holgado puedo apretar el relojito roto. Allá vamos, pese a la piel de los ojos tan arrugada como la superficie de un lago un día de mucho viento.
Los invitados al entierro caminan inclinados como fantasmas de árboles muertos. Las personas que queremos nos rodean, parecen incómodos y cargan con una bolsa de amor en los brazos. Quieren dárnosla sin que nos estorbe. No sabemos qué hacer con todo ese amor en los ojos de la gente, con las flores y con la beatería que parece impregnarlo todo. Han venido disfrazados de regalos oscuros. Los hombres trajeados, yo el primero, las mujeres endomingadas para la muerte. Puede decirse que es por ti, puede decirse lo que se quiera, pero queda la muerte y nada más.
El sol golpea la iglesia en el momento en que llegas dentro del ataúd que tanto nos costó elegir. El sol golpea sin calor, como un recuerdo del verano. Los plátanos del pueblo nos indican el camino, ellos también se han puesto su traje oscuro para la ocasión. Arrastran el viento en sus ramas, es la música de fondo, para que el silencio no engrandezca demasiado el vacío. Y el viento agita las ropas bien planchadas y los cabellos bien peinados. La gente deja sus bolsas de amor en el suelo y todo se hace añicos. Conozco ese ruido de corazón roto. Incluso las flores que se rozan entre ellas suenan como huesos. Quiero a esa gente sencillamente por estar justo donde están. No pretenden nada más que eso, estar ahí. Siento que se me despliega la sombra, me agarro a ella y la meto hecha una bola en los bolsillos del pantalón; no quiero que la vean. El ataúd está ahí.
Siempre podéis organizar esto solemnemente, abrir el maletero del coche fúnebre y las puertas de la iglesia, pero ella ya se ha ido, hay truco. No la venceréis. Os aseguro que hay truco. Mi madre no está ahí dentro, ya se encuentra lejos, la conozco, es traviesa, no se la puede atrapar. A los traviesos no se les puede matar. Coge impulso para regresar, no le quitéis su impulso, no toquéis de esa manera la caja, vais a hacerle daño con las flores.
El sol golpea el ataúd, y todos nos adentramos lentamente en la iglesia. La ancianita, esa pequeña porción de drama cómico, agita sus ricillos canosos y pone toda su alma en la batalla contra el vacío. Es un apuesto Don Quijote, siempre hacen bien los don quijotes. En esta ocasión no me río. No entiendo cómo no me transformo en nada, pero aguanto.
Lisa lee dos poemas de mamá, los lee en voz alta. La imagen que despliega es la de un jarrón lleno de agua de lágrimas. Podemos ver moverse las flores negras y verdes en sus ojos, podemos oír claramente cómo crujen las espinas en su boca. Lisa lee para ti. Lee tus poemas para nosotros.
Salimos de la iglesia en dirección al cementerio.
¡Huye! ¡Sálvate!
El cortejo mortuorio, un enorme ciempiés con cabeza de coche fúnebre que hace ruiditos de asfalto, se desliza hacia la salida del pueblo. Son las once y los pájaros pían tranquilamente.
Jack el Gigante aparece a mi espalda, me arregla un poco el nudo de la corbata, el que tengo en la garganta, y alisa mi sombra con la palma de su enorme mano. Aún tiene el estúpido caracol pegado en la oreja izquierda. Miro a Lisa, veo que ella no lo ve, por tanto, no digo nada. Me vuelvo, los plátanos del colegio no nos han seguido, llegamos a la entrada del cementerio.
El pequeño tractor amarillo de los servicios fúnebres nos espera. Ha cavado por la mañana. Está todo preparado. El montículo de tierra removida en medio de las antiguas tumbas. Un centenar de rostros cerrados con doble vuelta entra en el recinto del cementerio. El ciempiés gigante se consolida delante de la fosa. El coche fúnebre escupe el ataúd dentro. Todo transcurre a cámara lenta. La gente arroja lágrimas, flores y puñados de tierra. Sé que estás encerrada ahí. Lo sé, pero no puedo creerlo. Ahora, lo siento. Soy capaz de verme desde fuera. Como un presentimiento que se convierte en una evidencia. No me queda sangre, tengo noche en las venas, negra y helada. Tiemblo, sombra y piel, como el foque de un barco. La gran tempestad, en silencio, por favor.