Papá las veía igual que yo; sin embargo, nadie decía nada. Nos dábamos cuenta de que se hacían un poco más densas cada día, pero nos negábamos a prestarles demasiada atención. Mamá regresará, y estas asquerosas sombras se largarán por donde han venido, punto final. Yo sentía cómo aumentaba nuestra preocupación por la forma en que papá hablaba con Lisa por teléfono, y también por la forma de no telefonear a Lisa. El instinto de supervivencia y el miedo nos impidieron casi hasta el final rendirnos a la evidencia.
Ahora, las sombras han debido de agarrarse como el cemento armado hasta los dientes. Toda la casa debe de estar minada.
Papá conducirá, hay que seguir comportándose como personas vivas. Sus brazos abrirán el portalón de madera que cierra mal debido a la humedad del otoño que lo hincha. Subir las grandes escaleras de piedra que se enroscan alrededor del pino piñonero y dar con la forma acertada de meter la llave en la cerradura de la puerta de entrada. Y el álamo gigante que tenemos que cortar, ¿no se decidirá a agitar sus raíces hasta el fondo del garaje para levantar la casa entera y lanzarla a que se estrelle contra el pórtico del cementerio?
No sé cuáles son mis habilidades, ni para qué podrían servir ahora. Me da miedo que papá y Lisa se topen con dificultades sobrenaturales al intentar hacerse con ese último vestido, allí en el armario infestado de sombras. Me concentro en la idea de ver llegar el coche. Y pensar que mañana debemos subir al escenario. Ni siquiera estoy seguro de saber todavía cómo va eso de sacar notas musicales de mi cuerpo, ahora que tengo un agujero dentro.
Y está el álamo gigante, muerto con la cabeza en el cielo por encima de la casa; espero que aún siga en pie. ¿Fingirá estar vivo, con sus sombras aferradas al tejado, antes de que vengan a cortarlo también a él? Dicen que es demasiado grande, que nos arriesgamos a que el viento lo arranque y aplaste la mitad de la urbanización. Pues a mí me gusta. Los gatos trepaban por él cuando paseabas esas maneritas tuyas al ir a coger el correo bajo sus ramas; cuando esta casa todavía no era una tumba con agua y electricidad.
¿Qué haremos ahora que siempre es de noche para ti? ¿Qué significa la vida sin ti? ¿Qué te sucede a ti allá arriba? ¿Nada? ¿El vacío? ¿La noche, cosas del cielo, el consuelo?
Pues yo no quiero ni pensarlo, mi sangre lo rechaza de plano, el agujero dentro de mi cuerpo silba. Es un sonido negro, como los de los viejos pitidos del tren. En cuanto esas ideas se me pasan por la cabeza, el gran temblor de cuerpo se pone en marcha rítmicamente. Solo quiero que no sea verdad, que nos dejemos ya de esas estupideces de hospital, que nos dejemos ya de la muerte, porque se hace tarde, se hace vacío y ahora querría que regresásemos todos a casa.
Si es preciso, trucaré los relojes del mundo entero.
Allá voy, empezaré por salir de este estúpido aparcamiento lleno hasta los topes de vacío y me enfrentaré quijotescamente con el Big Ben y los relojes más grandes del mundo. Escalaré, ya lo verás, mira, trepo por ese maldito campanario inglés y retuerzo las agujas, ¡mira! Es un poco antes de las 19.30, ¡no te vencerán! ¡Mira cómo hago de manivela con los musculitos que me fabricaste en tu vientre hace treinta años! ¡Te levantas! ¡Ya no hay tubos de plástico, ya no hay sopa asquerosa ni hamburguesa de asfalto, y tampoco galletas con trocitos de gravilla! ¡Vuelas hacia casa! ¡Allí comeremos en la terraza y tendrás los ojos abiertos como canicas de color ágata-avellana! ¡Mira, los aviones van hacia atrás, todo el mundo habla al revés! ¡Tus nietas, Mathilde y Charlotte, vuelven a estar en tu regazo, pondremos un disco un poco alto en el estéreo del comedor para que se oiga desde la terraza! ¡Mira, el vacío y la noche! ¡Les partimos la cara a manivelazos! ¡Big Ben! ¡Ya no hay nada en tu vientre, eres libre! ¡El álamo gigante, mira cómo reverdece; los gatos que trepan por él tienen savia en las patas y se pringan por todas partes cuando se pelean o se abrazan! ¡Ay, huele a tarta de manzana, y además has puesto hadas canela; no va a quedar ni una miga! Y tú estás ahí, con tus horquillas en el pelo, contoneándote mientras dejas caer «Está buena, ¿eh? Está buena, ¿eh? Está buena, ¿eh?…».
Aparcamiento. Ni un olor, ni un reloj, algunos espasmos. El coche no debería tardar. Papá y Lisa llegarán con una bolsa que contiene el que será el último vestido que te pondrás. Camino un poco. Tengo la impresión de que eso hará que vengan más rápido. Golpeo distraídamente las piedras y oigo cómo caen unos metros más allá.
Tendría que haber ido con ellos, eso no cambia nada, ya nada cambiará nada. El Ródano seguirá corriendo de norte a sur, con esa mediocridad de río grande y zafio. Atraviesa la ciudad sin aportarle magia —aun cuando nadie haya muerto—, ese río es insignificante. Los coches estacionados en el aparcamiento parecen formar parte del asfalto, las sombras de los edificios también. El bosque plantado al final del río recuerda al que rodea mi casa. Un pájaro, no muy viejo, se balancea de una pata a otra, a unos cuantos centímetros de mis zapatos. Trata de comer piedrecitas y canta algunas notas. Me vuelvo y distingo la ventana de «la habitación». No puedo creer que estés ahí dentro inmóvil para siempre, nunca podré creer semejante cosa.
Tengo conmigo la bolsa que nos dieron al salir del hospital con tus efectos personales. La sujeto con las pantorrillas. Resulta difícil mirarla. Aun así, me decido a abrirla. Entre todos esos bonitos mechones de recuerdos, horquillas para el pelo, gafas, zapatillas, camisón doblado desde hace demasiado tiempo, se encuentra ese extraño relojito roto, con las agujas paradas en las 19.30. Meto la mano hasta el fondo de la bolsa y saco el relojito. Se parece al cuco que presidía la escalera de casa, pero en miniatura. Lo agito junto a mi oído; no emite ningún ruido. Resulta imposible retorcer esas agujas, como pintadas en la esfera. En el reverso del reloj hay una inscripción grabada sobre la madera: «Para ayudaros a combatir la muerte: Gigante Jack, barquero de entre mundos, médico de las sombras, especialista en problemas de vida pese a la muerte. —Y más abajo—: Contacto: canturread “Giant Jack is on my Back”…».
—
Giant Jack is on my Back
—canturreo, perplejo, cuando leo la inscripción en el reverso del relojito—.
¡Dja-ï-ante-djack-is-on-my-Back, djaïante djak… is on my Back! Giant Jack is on my Back!
Eso es… ¡Sí! ¡El Gigante Jack, por supuesto! ¡Moveos asquerosas sombras, mostraos! ¡Explicadme lo que significa vivir con la noche pegada a la piel, vamos!
El pájaro espera a que deje de gritar y luego empieza otra vez a picotear la gravilla. Vuelvo a dejar el relojito en el fondo de la bolsa y siento de nuevo esa sensación de Coca-Cola demasiado fría alrededor de los ojos. Como justo después de un berrinche, cuando la presión se relaja y los párpados ya no se cierran. Te quedas sin fuerzas, te palpita el corazón, y en el preciso momento en que crees que se termina la crisis, te deshaces, te vuelves líquido.
Transcurren unos cuantos minutos.
Entonces oigo un ruido lejano, un ruido de viento sin motor, bastante extraño para un coche. Pienso que deben de ser papá y Lisa que regresan de casa.
El ruido se intensifica y, definitivamente, no se asemeja al de un coche. Parece una tormenta. Los árboles tiemblan. La luna, cuya presencia había olvidado, ahora recorta el cielo. El pájaro que come gravilla ha desaparecido, las sombras de los árboles arañan las farolas que se inclinan aterrorizadas, el paisaje se hunde en el río y sus brumas. Reina el silencio. Y ese ruido de viento que empieza de nuevo a dar vueltas. Enorme. Todas las fuentes luminosas parecen debilitarse. Unas sombras avanzan desde el edificio del hospital, como ramas de árboles muertos hambrientos de luz. A lo lejos, en la carretera nacional, los faros de los coches han desaparecido. El ruido se intensifica como si abrieras las puertas de un tren que avanza a toda velocidad. Es la noche total. Incluso con ojos como platos, resulta imposible ver el menor residuo luminoso. Oigo crujidos a mi espalda.
Y de pronto, ni un ruido. Nunca me he sentido tan solo en mi vida. Silencio integral y oscuridad integral. Nada.
Me vuelvo.
El gigante debe de medir unos cuatro o cuatro metros y medio. El busto y la cabeza tienen proporciones humanas; sin embargo, las piernas, en forma de acordeón, son increíblemente largas y sus brazos, muy delgados, arrastran por el suelo. Lleva puesto un redingote entallado que le hace parecerse a la sombra de una interminable sierra. Da la impresión de que con su tamaño tapa la luz de toda la ciudad. Su rostro recuerda un poco al de un Robert Mitchum al que acabaran de despertar después de la muerte. Me pregunto si está vivo o no; en cualquier caso, me cuido mucho de plantearle la cuestión.
Se acerca hacia mí despacio. El sonido del viento se reanuda cuando acciona el gran fuelle de sus piernas para avanzar. No sé si me mira. Tiemblo igual que un pájaro helado y embadurnado de petróleo. También se ha reanudado el ruido de huevo cascado; creo que lo hace al parpadear.
Sigo sin ver nada salvo su figura, que destaca claramente, un poco más oscura que el resto de la noche, con el rostro y las manos brillando como un singular halógeno desgarbado. Su sombra es enorme, se desparrama, trepa por mi nuca. Siento su aliento helado que me produce un escalofrío en la espalda, está justo detrás de mí. Hace un gesto amplio con la mano. Cuando llega a mi altura, me mira y se sienta a mi lado. La operación dura unos treinta segundos. Eso de pasar de la posición de pie a la posición sentada debe de exigirle un terrible esfuerzo. Cuando se sienta se producen todo un sinfín de chirridos y crujidos, como si alguien diera cuerda a unas cajas de música.
No dice nada. Quizá porque en estos momentos no haya nada que decir, solo esperar.
Y curiosamente, su presencia, aunque aterradora, me consuela un poco. En cualquier otro momento de mi vida, ese gigante me habría aterrorizado, pero ahora, tal vez debido al estado de aturdimiento en el que me encuentro, su presencia me produce un efecto calmante.
El gigante hace lo mismo que yo: juguetea con las piedras mirándose los pies, aunque él tarda mucho más que yo en atraparlas debido a que sus pies están mucho más lejos que los míos. Le miro fijamente a los pies porque estoy muy impresionado. El gigante impone con sus cuatro metros de altura. Sigo oyendo cómo parpadea. Ahora parpadea mirándome. Tiene los ojos tan grandes como los faros de un coche. Un coche perdido en la niebla.
Este chisme enorme me matará, no cabe la menor duda. No obstante, estoy ya tan profundamente hundido en el vacío y en la muerte que este larguirucho sentado junto a mí lo único que hace es animarme un poco.
Ha transcurrido un rato y un coche entra en el aparcamiento. Los faros descubren el trazado blanco de las plazas sobre el asfalto. No oigo nada, da la impresión de que el coche va flotando a estacionarse. Lisa y Papá se dirigen hacia el hospital, no me han visto. Estoy paralizado, los miro pasar con la bolsa que contiene el que será tu último vestido. Me alivia verlos al fin. Es preciso que me levante, que vaya a reunirme con ellos.
De pronto, el gigante se inclina hacia mí, se bambolea un poco y me apunta con el dedo:
—Soy Jack el Gigante, doctor en sombrología, médico de las
sombrrrlllas
. Trato a las personas aquejadas de duelo administrándoles escayolas y cataplasmas para el corazón, que fabrico a partir de mi sombra. Como habrás podido adivinar, soy más bien un modelo grande y en cuanto a mi sombra, es ENOOOORME… Conozco muy bien lo que es la vida pese a la muerte, la conozco, soy un especialista, y he venido hasta aquí para darte un trozo de mi sombra —dice con un tono de voz tan grave como el del cantante de los Platters.
—¡…!
—Te protegerá, es una muy buena sombra. Es un poco voluminosa y fría, pero cuidará muy bien de ti.
Arranca un pedazo de su sombra alargando mucho su inmenso brazo izquierdo por detrás de la espalda. Produce un ruido de sábana desgarrada. Permanece arqueado sobre sí mismo soltando gruñidos. Creo que se está quejando, no me atrevo a interrumpirlo.
—¡Maldita escoliosis! ¡Hace ciento veinticinco años que me duele cada vez que me agacho! —reniega con esa voz de contrabajo despanzurrado.
—¿Tiene escoliosis?—le pregunto entre dientes.
—¿Cómo? ¡Todos los gigantes tienen escoliosis! ¡Creces, creces y se te tuerce el cuerpo, amigo! ¡Y al envejecer, tienes escoliosis hasta en la punta de los dedos, amigo! ¡Y el corazón! ¡Ay, el corazón, cuando eres un gigante de ciento treinta años, lo tienes roto en mil pedazos! ¡Has conocido el amor y la muerte, y te han arrancado el corazón en más de una ocasión! Entonces es cuando compensas el dolor con las sombras. Son como el cemento. Tú acabas de sufrir un grave accidente de corazón. Tenderás a encogerte bajo el peso de las cosas; sin embargo, tendrás que crecer de golpe, ¡te amedrentarás por culpa de una escoliosis por todas las partes del cuerpo y del corazón si no te reeducas como es debido, sí, sí! ¡Toma tu sombra, chico! —dice, al tiempo que manosea algo en mis hombros—. No es fácil ir tirando de ella todo el día, pero hay que esforzarse, tenemos algo que reparar en tu interior.
Es como si me embadurnara todo el cuerpo con un bálsamo calmante, resulta un poco frío, pero hace que te sientas mejor.
—¿Está bien así?
—Es demasiado grande para alguien tan pequeño como yo, ¿no?
—¡Bah!
¡Trrrust the Old Giant-Jack, little man, it's a good shadow, cold like ice but it will protect you well, well, well, o wow ow!
—dice, canturreando.
Después adquiere un tono más serio:
—¿Sabes?, no siempre funciona, es un tratamiento muy peligroso. Porque las sombras, amigo, son puertas abiertas al país de los muertos.
—¿El país de los muertos? ¿Estará ella ahí? ¿Se la podrá ver en ese lugar?
—Mientras estés vivo tú no tienes nada que hacer allí. Lo que encontrarías en ese lugar sería tu propia muerte, nada más.
Un largo silencio hiela sus últimas palabras. Luego el gigante carraspea y continúa hablando:
—Al igual que cualquier capullo, las sombras pueden generar metamorfosis. Todos mis pacientes son distintos. Algunos salen de ellas consolidados, incluso salvados; otros mueren, se asfixian ahí metidos, como polluelos dentro del cascarón. Las sombras que yo dispenso están fabricadas a base de líquido amniótico; los hay que se ahogan dentro en pleno sueño.