Aunque no me encuentro muy a gusto en el pinar. La recepción toca a su fin, y yo estoy sentado en la hierba esperando a que el gigante llore nieve con unos buenos veinticinco grados a la sombra, cuando sé que para conseguirlo pensará en esa chica. ¡Cómo se me ha ocurrido la idea de provocarlo con eso! ¡Todo el mundo sabe llorar! ¡Qué idiota!
Ha cerrado los párpados y tosiquea a su manera, como un avión que traspasa la barrera del sonido. Charlotte y Mathilde están sentadas junto a mí. Me pregunto si verán al gigante con sus ojillos chispeantes. Las niñas me oyen hablar solo con el cuello estirado hacia el cielo igual que si llevara un collarín.
Tengo que regresar con el resto de mi familia. Trato de decir una frase adecuada para darle a entender que no puedo quedarme mucho tiempo.
—Perdona, pero he de…
—¡Chsss…!
Ese «¡Chsss…!» me ha producido un escalofrío en la nuca. Este tipo dice unos «¡Chsss…!» del todo impresionantes, con su largo índice como una regla de doble decímetro puesta delante de su enorme cara. Además, trata de llorar, resulta muy embarazoso. No faltaba más que eso, que me las apañe para humillar a un chico de cuatro metros y medio que pasea por mi jardín.
De pronto, le rechinan las pestañas. Tres copos de nieve se escapan y revolotean hasta arriba del portalón. Charlotte señala los copos con el dedo y dice «Nieva» con su voz de ratón dulce. Jack abre mucho los ojos, y en las comisuras se le forman unas enormes tartas de crema de nieve. Los copos más grandes que he visto en mi vida se depositan en las ramas de los pinos. Empieza a caer nieve sobre las flores de verano, se funde en sus pétalos y desaparece lentamente, tan incongruente como un monstruo en camisón cepillándose los dientes en mi cuarto de baño.
—Pero ¿estás bien? —Me asoma un poco de risa nerviosa en la voz.
Jack parpadea al tiempo que desvía su inmensa mirada.
—¡Pues claro que sí! —dice con un tono irritado—. Además, tengo que irme.
Lo miro cómo se aleja atravesando la verja a zancadas. En su carrera, tiembla la ropa tendida y choca los interminables pies contra los árboles. Al cabo de un segundo, ya no lo veo, pero lo localizo gracias al movimiento de dominó que provoca en la cúspide de los árboles. Me pregunto si no habrá aplastado algún animal con sus prisas de gigante torpe.
Se terminan los festejos de la muerte. La gente regresa a sus casas en grupos. Y a mí me asusta volver a la mía, aunque ya estoy en ella.
Aún tengo el relojito en el bolsillo del pantalón. Las sombras recobran sus derechos. Casi se las puede oír ajustándose en las cerraduras y en las patas de los muebles. Las sombras hacen unos ruidos de escalofrío. La mía no es la excepción a la regla.
Ahora el gigante debe de estar lejos. La casa se encuentra vacía. Incluso la familia se ha ido. Los vecinos vuelven a convertirse en vecinos. Cada uno ha dicho «adiós», «ánimo», «hasta pronto» o una mezcla de las tres cosas, y se ha marchado en su coche. Los coches han bajado por la urbanización, y al cabo de unos cuantos metros todo ha quedado en silencio. Ha regresado el vacío. Realmente nunca nos había abandonado. Sin embargo, ahora que toda la logística de la muerte ha llegado a su fin, aquí está de nuevo justo delante de nuestras caras.
Aún me cuesta invocar los buenos recuerdos, los otros me caen encima de imprevisto. En la cocina, delante de tu encimera, las sombras siguen con su trabajo de zapa. Me pican los ojos y me vierten litros y litros de recuerdos muy recientes: aunque son los peores recuerdos.
Era un domingo. Tu último domingo. Nosotros regresamos de Lyon con papá. La tormenta rebotaba en el capó del coche. En la clínica dormías demasiado. Las enfermeras nos habían dicho cosas extrañas. Todas eran más o menos de Europa del Este, tenían un acento torcido, nosotros pensamos que por eso eran raras.
En el coche, fuimos conscientes sin decírnoslo de que, quizá, nunca más volveríamos a verte. La tormenta y la noche quedaron empaladas en los limpiaparabrisas.
Dos días más tarde, tú viniste a Valence. Te esperábamos en el pasillo del hospital. Las puertas se abrieron llenas de sonidos eléctricos y médicos. Pasaste delante de nosotros en la camilla. Intentaste sonreír, tus ojos estuvieron a punto de encenderse. Cada uno de nosotros teníamos una de tus manos entre las nuestras, nos aferrábamos a los fulgores, queríamos que aguantaras.
Tu sonrisa permaneció, pero tus ojos no.
Los días pasan, la noche permanece. Te echo de menos. Echo de menos tus abrazos, tus pasos cuyo sonido creo reconocer. La mayor parte del tiempo, te echo de menos en conjunto, con tu voz y tu manera de ser mi madre. Te veo en el tren, en los niños refugiados en los regazos de sus madres. Sonrío un poco, luego me siento solo con mis escalofríos.
Sé que debo entrenarme a soñar y a recordar, no permitir que el vacío me infle la cara como un globo. Pero no lo consigo. Acarreo por todas partes los libros que me prescribió el gigante, los hojeo un poco, pero no tengo fuerza para concentrarme en su lectura.
Me vibra el teléfono, no contesto, pero escucho el mensaje. Es la voz de papá: «Han entrado a robar en casa, se han llevado las joyas de mamá».
No puedo hablar, estoy tan furioso como un dragón; si abro la boca pegaré fuego a la mitad del vagón. Los malos recuerdos se me aglutinan en la comisura de los labios. Tengo que escupir. Tormenta de guindilla. ¿Serán los nuevos vecinos ladrones de joyas?, ¿asaltacasas?, ¿pisasombras?, ¿rompesueños?
Pues yo escaparé de ellos, les daré cortes de mangas haciendo molinetes con los brazos, me saldrán moratones, me saldrán cardenales. Y si el insomnio me fatiga demasiado, iré a saborear el alba, a olvidarlos, sentado en mi tabla de surf, esperando una ola o a que nieve en el océano. Mi sombra estará tan afilada como un sílex e iré a instruirme en las cuestiones de la paciencia. ¡Espuma de nieve enroscada en las crestas! Me hacen cosquillas vuestras dentelladas de perros domésticos, ¡me río de ellas con sorna rabia ira ira ira rabia, sí!
Pero procuro contenerme y tan solo me muestro algo crispado ante ellos, porque siempre resultas un poco ridículo cuando estás furioso —sobre todo yo—, incluso a veces es bastante cómico. Pero este es mi último medio de defensa. Suceda lo que suceda, que me vuelva un corpulento sombrío o que me quede como un esperpento, jamás en la vida quiero convertirme en un mediocre.
El tren mece tranquilamente mis tormentas cerebrales. La película de la ventana aún muestra las llanuras verdosas del centro de Francia, un volcán apagado que ya solo escupe agua mineral y arbustos limpios sobre ellas. Devolvedme Islandia; ¡Jack, imita otra vez para mí a un árbol muerto, dame viento y tempestades! ¡Estoy harto de esta tarde agradable y plácida y me agota ver el paisaje domesticado a lo largo de la vía! Quiero crecer y para ello me da clase un gigante; sin embargo, voy a evitar convertirme en un adulto gris.
Es el momento de cambiar de tren. Me deslizo a un compartimento de cuatro literas, en las de abajo duermen dos niños, parecen ángeles en pijama. Su padre duerme en la de arriba a la izquierda. Yo trepo a la de arriba a la derecha; me recuerda las camas superpuestas con mi hermana durante las vacaciones de esquí. Me encanta este ambiente de campamento. Me distraigo con mi sombra de gigante, acercando y después alejando mis manos de la fuente luminosa. Si separo mucho los dedos como Nosferatu, siento frío en la espalda.
Descubrí que podía desenrollar mi sombra como una pantalla de cine. La coloco unos metros delante de mí para visionar mis sueños. No tiene sonido, es como las antiguas películas de superocho o las proyecciones de diapositivas. Salgo a la caza del tesoro por los rincones más recónditos de mi memoria, para encontrar mis preciosos recuerdos de ti.
En el programa de hoy,
Mamá directora de orquesta-cocina
. ¡Mi habitación se ha convertido en una sala de cine! Me instalo confortablemente bajo el edredón, ¡empieza!, reconozco la cocina, imagino los sonidos, los recuerdos.
Mamá era un poco hechicera a la hora de preparar la comida. Tenía sus recetas, que no quería desvelar a nadie. Su cocina era su taller, su antro de perfumes y ahumados. Montaba las claras a punto de nieve con un golpe de puño ligero como un redoble de tambores. En cuanto a las creps, parecía un DJ, haciendo malabarismos con los fogones de cocina calientes y las sartenes como si pusiera discos. Probablemente cocinara discos comestibles, o creps que podían escucharse en mi viejo comediscos de color anaranjado. Las creps estaban muy buenas, sonaban «crrrepitísssimas», ¡todo crujía!, ¡splashaba el aceite y los condimentos!, ¡nieve! Mamá cocinaba con nieve, estoy seguro, cocía la nieve, montaba las claras a punto de nieve, fabricaba los huevos y en ellos alojaba sus secretos. En ellos alojaba la historia de su vida. Danza de tapaderas. ¡Las fuentes chasquean, clic-clac! ¡Y las placas de cocina! ¡El pequeño minutero de plástico late como un corazón! Condimentaba, «con toda su alma» como se dice. Giraba los mandos de la cocina, subía el sonido, mezclaba, experimentaba. Cascaba un huevo y se lanzaba a una preparación, aunque fuera de alguna cosita fácil de comer, ya está, mírala a coro en su cocina, dirige el canto de su orquesta de golosos, ella canta.
Gritabas porque se te caían las cosas, te cortabas o te quemabas siempre el mismo dedo. Aquello desprendía tanto calor que parecía que cocinabas la casa entera y nos la servías completamente aromatizada. Ni siquiera con un ejército de tocadiscos enchufados en estéreo, logro reproducir el monstruoso sonido del crujido-cocción que orquestabas en tu cocina. Los cucharones timbales y las cucharas-glockenspiel sobre los platos, y los condimentos, ¡en pellizcos de maracas!, tus ¡chop, chop!, ¡tu España en los guisos! Tu cocina se baila, haced ruido, quiero seguir oyendo. Haced que vibre la escalera y el comedor, el reloj de hierro, cárgatelo, quítale las pilas, cómetelas, cuélgate de las agujas, remonta en el tiempo, al tiempo de antes, que crezcan de nuevo los abetos de Navidad. Al tiempo en que era posible que la puta puerta de tu habitación se abriera y te viéramos tras ella, abridme esa puerta, y agitad las fotografías. No has terminado el último libro que te regalé, ahí está, te espera junto a tus cuadernos secretos y tu boli-linterna para escribir de noche, ¡vamos por Dios! ¡Levantaos, levantaos, no puedo más con esa puerta!
Cuando caía la noche sabías armonizar muy bien tu orquesta de golosos. Pasta de creps alto, barítonos-peras bella Elena… Dime: ¿aún sabes?
Para mí, el objetivo de este «juego» consiste en seguir vivo pese a la muerte. Antes era un poco romántico con todo esto, ¡pero realmente solo es una mierda asquerosa! Ahora que voy al cementerio con papá, he cambiado de opinión.
Veo cómo se le tuerce el gesto siempre que se acerca a la tumba. Se repite lo mismo una y otra vez: arregla las flores, limpia, se «ocupa» de algún detalle.
Me encantaría poder contarle la historia del gigante, y de cómo manejo el duelo con la sombra. Cómo me escondo, cómo trato de rehacer mi vida interior. Pero es demasiado pronto. No encuentro las palabras.
Las semanas se desgranan. Papá se enfrenta al día a día. Decide pintar todos los postigos de la casa de color blanco. Tú querías una casa con los postigos blancos. Es su propia manera de vestir esta casa con una piel nueva. Se esmera, pone varias capas, aunque no consigue ocultar las sombras.
En realidad, papá no pinta los postigos sino que los recubre con un ungüento mágico. Mejor que una alarma vociferante o unos pastores alemanes. Postigos impermeables a los ladrones. La pintura quizá no se agarre a las sombras, pero cuando haya terminado con todas las ventanas, sé que continuará con el gran desafío de iluminar las sombras de la casa. Hay días en que tengo la impresión de que lo conseguirá.
Pequeñas victorias sobre lo cotidiano.
Papá pinta un cuadro de Charlotte, una imagen bastante evidente de cómo te proyecta en esa niñita que nos recuerda a ti. Se te parece físicamente, y tiene algún pequeño gesto tuyo.
Papá no tiene tu sentido de las compras alocadas y tampoco tiene tu sentido de la armonía de colores, pero se esfuerza con los detalles que sabe que nos gustan: la gaseosa casera o los yogures Actimel. Y se pone a cocinar tortillas de patata, ¡tu gran especialidad!
La tortilla casi quemada, a la española, no sabe realmente como las que tú nos hacías.
—Está buena, ¿eh?
—Sí, muy buena.
Él sabe que no sabe igual, sabe que yo lo sé, pero no decimos nada. Al mismo tiempo, su tortilla está buena, papá no se las apaña mal.
Después de haber entrado varias veces en la cocina, bromeamos sobre nuestra triste condición respecto a la comida.
—Bueno, ¿qué comemos? ¿Pasta?
—Ay, no… Bueno, supongo que hoy sí comeremos pasta.
Es la hora de los abetos, guirnaldas, estrellas y todos los chismes brillantes propios de adornar la Navidad. Este año parece que me abofetean sistemáticamente.
Todo el mundo se ha entrenado para imitarte en la manera de hacer los paquetes. Colores, papel plateado, cajas en forma de corazón o de caramelo.
Este año, el objetivo era salvar la Navidad por Mathilde y Charlotte. Las niñas rieron, se pasaron todo el día corriendo de un lado a otro con sus juguetes nuevos. Creo que hemos imitado bien la Navidad, sin pisarla con nuestros zapatones tristes. Hemos copiado tu manera de arreglar la mesa, de poner velas de colores, acebo, lazos alrededor de los vasos, fervor decorativo, magia lúdica. Huele a homenaje. Nadie dice nada, pero todo el mundo lo sabe. Las orejas de carnaval, tu especialidad, están en la mesa; sin embargo, nadie se atreve a comer la primera. Oigo tus pasos del año pasado, resuenan bajo el abeto.
La Navidad, para papá, para Lisa y para mí, se ha terminado.
Junto a la chimenea veo una cajita de armónica. ¡Qué extraño! Ya hace años que nadie me regala una armónica, porque me ocupo yo mismo de comprarlas. Compro a menudo pues las desgasto ensayando nuevos tonos o, sencillamente, las pierdo. Parece que la armónica es el regalo «complemento». Te encantaba hacer eso, añadir una cosita, que a veces hace más ilusión que el regalo importante.
Observo la caja con el rabillo del ojo. El resplandor del plástico y de la inscripción brilla, la caja parece nueva, salvo que la tapa está algo estropeada. Como si alguien la hubiera lanzado contra una pared… o desde lo alto de una chimenea, por ejemplo.