Shaun ya salió del vehículo con la sonrisa en los labios. Esa misma sonrisa le había procurado un buen puñado de amistades entre los miembros del sexo femenino de la blogosfera; tenía algo que parecía decir que le hacía tan feliz explorar los peligrosos e ignotos rincones del dormitorio como explorar los misterios de las cosas que quieren matarlo. Dada su escasa vida social en ámbitos que no incluyen a los infectados, las chicas ya deberían haberse dado cuenta de que no es más que un ardid; sin embargo continúan suspirando por él. La mitad de las cámaras se volvieron hacia él y varias reporteras menuditas y pizpiretas (porque hoy en día cualquier idiota que sabe colgar el vídeo de una entrevista en la red ya se cree una reportera; preguntadles a ellas si no me creéis) le plantaron los micrófonos en la cara. Inmediatamente, Shaun les dio lo que querían y se puso a charlar animadamente sobre nuestros últimos reportajes, salpicando su discurso con sonrisitas tímidas e insinuaciones sin sentido, y tocando todos los temas salvo el de nuestro reciente logro.
La cortina de humo de Shaun me ofreció la oportunidad que necesitaba para escabullirme del coche y recorrer sigilosamente el camino que me separaba de la puerta del restaurante. Las aglomeraciones de paparazzi son una de las pocas ocasiones en que puede verse una multitud congregada en público. Divisé varios inquietos agentes de la policía de Berkeley, con el equipo de antidisturbios, alrededor de la muchedumbre, mientras me encaminaba hacia una masa menos densa de personas. Los policías aguardaban a que ocurriera algo malo. Tendrían que seguir esperando. Únicamente se conoce un caso en el que se haya producido un brote de infección debido a la multitud de periodistas reunidos. Ocurrió cuando a una famosa con los nervios de punta (una celebridad de las de verdad, una estrella de una telecomedia, no una de esas que aprovechan el aburrimiento general para hacerse famosas) se le fue la olla, sacó una pistola del bolso y empezó a disparar. El jurado encontró a la estrella de televisión, y no a los paparazzi, culpable del brote de infección que se desencadenó.
Un reportero que esperaba junto a la policía me saludó disimuladamente con un gesto de la cabeza, sin hacer ningún aspaviento que desviara la atención hacia mí. Le devolví el gesto, aliviada por su discreción. Había sido todo un detalle, y me quedé con su cara; si su medio me pedía una entrevista se la concedería.
Los irwins se sienten cómodos entre las multitudes: cuando uno vive con la esperanza de estar en el momento justo en el lugar preciso cuando se produce un brote de infección, no se molesta en evitar las multitudes como podría hacerlo una persona sensata. En cuanto a los Accionistas, los hay de dos tipos: los que evitan las aglomeraciones como el resto de los mortales, y los que creen que si ellos mismos no lo han puesto en el guión no pueden infectarse y van alegremente de aquí para allí y sin darse cuenta del peligro que corren. Los reporteros solemos ser más prudentes, porque sabemos lo que ocurriría si no lo fuéramos. Desgraciadamente, las exigencias de nuestro trabajo no nos permiten ser unos completos ermitaños, e incluso aquellos que no necesitan un dinero extra ni la publicidad que les proporcionan las hordas de paparazzi se suman a ellas de vez en cuando y acaban acostumbrándose a la sensación de estar rodeado por otros cuerpos. Las hordas de paparazzi son nuestra versión de una carrera de obstáculos; si uno aguanta en medio sin perder la cabeza, es probable que esté preparado para hacer trabajo de campo.
Mi técnica de «elude a la multitud y mantén los ojos clavados en la puerta» parecía funcionar. Shaun y Buffy habían proporcionado a los paparazzi unos objetivos atractivos y visibles, y nadie reparaba en mí. Además tengo la reputación indiscutible, y merecida, de persona que, después de la entrevista, no ha dejado ninguna declaración aprovechable para incorporar a la página inicial, ni un solo
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de audio vendible. Es difícil entrevistar a alguien que se niega a hablar.
Tres metros me separaban de la puerta. Dos metros y medio. Dos metros. Un metro y medio…
—¡Y ésta es mi preciosa hija Georgia, que va a ser la jefa del equipo de blogueros que el senador Ryman ha elegido personalmente! —Mamá me cogió por el codo justo cuando su voz, en un tono excesivamente efusivo y entusiasmado, me llegaba a los oídos. Atrapada. Clavándome los dedos en el brazo, me hizo darme la vuelta y ponerme frente a la horda de paparazzi—. Me lo debes —me susurró entre dientes.
—Captado —respondí sin apenas mover los labios, y me dejé arrastrar por mamá.
Shaun y yo no habíamos tardado en darnos cuenta de cuál era nuestra función en la vida de nuestros padres. Cuando a tus compañeros de clase no les dejan ir al cine por el temor a que se hallen cerca de desconocidos, y tus padres, en cambio, te proponen continuamente emprender aventuras arriesgadas en el mundo exterior, empiezas a comprender que hay gato encerrado. Shaun descubrió antes que yo cómo nos utilizaban; es lo único en lo que se me ha adelantado. Yo averigüé lo de Papá Noel. Él averiguó lo de nuestros padres.
Mi madre me aferraba el brazo mientras sobreactuaba y se colocaba, recreando la versión número quinientos once de su favorita pose para las cámaras: la exuberante irwin posa con su estoica hija; polos opuestos unidos por la pasión por las noticias. Una vez me senté ante los agregadores de noticias y comparé las imágenes que encontré en la red mediante el buscador con la colección de fotos de la base de datos privada de nuestra familia. El ochenta y dos por ciento de las muestras de cariño físicas que he recibido de mi madre han sido en público, premeditadamente al alcance de un objetivo, cuando no de más. Si eso os parece de un cinismo supremo, respondedme a esta pregunta: ¿por qué durante toda su vida ha esperado para tocarme a que hubiera una cámara a la vista que pudiera capturar la imagen?
La gente se pregunta por qué no utilizo el contacto físico como demostración de cariño. La cantidad de veces que mis padres me han utilizado para subir sus índices de audiencia tendría que ser una respuesta satisfactoria. La única persona que me ha abrazado sin pensar en el ángulo de la toma ni en la saturación de la luz, es mi hermano, y sus abrazos son los únicos que me importan de verdad.
Las gafas me filtraban el resplandor de los flashes, aun así enseguida tuve que cerrar los ojos. Algunos modelos nuevos de cámaras traen unos potentes flashes, que permiten tomar fotografías en situaciones de oscuridad total como si luciera el sol del mediodía, y nadie se ha molestado en demostrar que exista algún tipo de relación entre la inteligencia y quien decide comprar un equipo de ese tipo. Uno de esos imbéciles te dispara el flash en la cara y sabes que te han tomado una fotografía. Gracias al posado de mamá, tendría una migraña que me duraría días. No podría haberlo evitado de ninguna de las maneras; se trataba de ceder antes de cenar o pasar toda la velada soportando una diatriba sobre mis obligaciones como buena hija, que desembocaría en una sesión fotográfica mucho más larga al término de la cena. Antes preferiría besar a un mapache zombie.
Buffy acudió en mi rescate. Se escabulló entre la multitud con una gracia que sólo se adquiere con una práctica que la mayor parte de nuestra generación ha evitado, y me cogió del otro brazo.
—¡Señora Mason, Georgia, el señor Mason dice que nuestra mesa ya está preparada! —anunció con una alegría y un entusiasmo desbordantes—. Pero si no vienen ya, se la darán a otros clientes y tendremos que esperar por lo menos media hora más hasta que otra quede libre. —Hizo una pausa antes de dar el golpe de gracia—. Que sería en el interior del establecimiento.
Había dado en el clavo. Sentarnos fuera acrecentaba la mística de la familia, pues nos daría una imagen de «valientes y aventureros», según palabras de mis padres, no mías. Personalmente pienso que cenar al aire libre porque sí, te da la imagen de un idiota suicida que se muere de ganas de ser devorado por un ciervo zombie. Shaun es de la misma opinión que la mayoría de los mortales en esta cuestión, por eso prefiere comer fuera cuando tenemos que hacerlo con nuestros padres en público, pues así hay alguna posibilidad de que aparezca un ciervo zombie y lo rescate. Simplemente está de acuerdo conmigo en que es una estupidez. Mamá no le ve la estupidez por ningún lado. Si tuviera que elegir entre una mesa fuera, donde los fotógrafos podrían tomar unas cuantas fotos decentes, y una mesa en el interior, donde la gente comentaría entre cuchicheos que la intrépida Stacy Mason ha perdido el valor, bueno… creo que su respuesta sería obvia.
Mamá mostró al gentío su premiada (literalmente) sonrisa y se fundió conmigo en un abrazo «impulsivo».
—Bueno, chicos, nuestra mesa está lista —anunció, y sus palabras fueron recibidas con abucheos. Su sonrisa se ensanchó—. Pero volveremos después de cenar, así que, muchachos, a lo mejor os apetece ir a por una hamburguesa. Quizá convenzamos a mi hija para que haga algunos de sus sabios comentarios. —Me apretó brevemente contra ella y luego me soltó. Estalló una salva de aplausos.
A veces me pregunto cómo es posible que ninguna de estas páginas de noticias, que son como bombas de racimo, capte jamás el cómo su sonrisa se desvanece en cuanto da la espalda a las cámaras. De vez en cuando publican alguna foto suya con gesto solemne, pero son fruto de una pose, como el resto; la muestran con el semblante apenado en parques de columpios abandonados o ante las puertas cerradas a cal y canto de los cementerios; una vez, cuando sus índices de audiencia cayeron bajo mínimos durante el verano en que Shaun y yo cumplimos los trece y nos encerramos en nuestras habitaciones, incluso posó en el colegio al que había asistido Phillip. Ésa es mamá, vendiendo la muerte de su hijo biológico por un puñado de puntos en el juego de los índices de audiencia.
Shaun me dice que no debería juzgarla con tanta severidad, ya que nosotros nos ganamos la vida de la misma manera. Yo respondo que lo nuestro es distinto. Nosotros no tenemos hijos; lo único que vendemos es a nosotros mismos. Y creo que tenemos todo el derecho a hacerlo.
Papá y Shaun estaban esperando junto a la puerta del restaurante, tan lejos que ninguno de esos micrófonos capaces de soportar el alboroto de la multitud sin fundirse podía captar lo que decían. Según me acercaba, oí que Shaun le estaba contestando en un tono de lo más agradable.
—… la verdad es que no me importa nada lo que a ti te parezca «razonable» —le decía—. No eres parte de nuestro equipo; no vas a conseguir ninguna exclusiva.
—Shaun…
—Hora de cenar —dije; y cogí del brazo a Shaun al pasar junto a él. Mi hermano se dejó arrastrar, tan agradecido conmigo como yo lo había estado con Buffy instantes antes. Él, Buffy y yo entramos en el restaurante cogidos del brazo, con nuestros padres detrás, esforzándose por disimular su irritación. Mala suerte. Si no querían que los avergonzásemos en público, no deberían habernos sacado de casa.
La mesa que nos dieron cumplía la idea que mamá tenía de lo apropiado; estaba en el rincón más alejado del jardín, cerca tanto de la verja que nos separaba del bosque como de la que lo hacía de la calle. Varios paparazzi ingeniosos se habían trasladado hasta ese tramo de la acera y tomaban fotos indiscretas desde el otro lado de los barrotes. Mamá les dedicó una sonrisa que le marcó los hoyuelos en las mejillas. Papá ponía gesto de persona enterada y sabia. Tuve que reprimir las arcadas.
Mi PDA vibró avisándome de la llegada de un mensaje de texto. Desenganché el aparato del cinturón, y lo incliné para levantarle la tapa y acceder a la pantalla.
«¿Crees que esto se calmará cuando estemos en la carretera? S.»
Esbocé una sonrisita mientras escribía: «¿Te refieres a cuando dejemos aquí al monstruo mediático (también conocida como «mamá»)? Sin duda. Seremos como las patatas fritas que acompañan al plato principal.»
«Me encanta cuando comparas a la gente con la comida», me respondió mi hermano.
«Me preparo para lo inevitable.»
Shaun soltó una carcajada, y a punto estuvo de caérsele el teléfono en el cestito de los colines. Papá le lanzó una mirada fulminante, y mi hermano depositó el móvil junto a sus cubiertos.
—Estaba comprobando mis índices de audiencia —se disculpó en un tono angelical.
El gesto ceñudo de papá desapareció al instante.
—¿Y cómo van?
—No van mal. El vídeo que Superbuffy limpió antes de que la arrancáramos de la pantalla está consiguiendo buenos índices de descarga. —Shaun se volvió sonriente a Buffy, que no cabía en sí de orgullo. Si quieres caer bien a Buffy, halaga su poesía. Si quieres que te adore, halaga su habilidad con la tecnología—. Imagino que cuando redacte los artículos que lo acompañan y grabe mi comentario, mis índices de audiencia subirán otros ocho puntos. Tal vez este mes rompa mi récord.
—Presuntuoso —le espeté, y le di un golpecito en el brazo con el tenedor.
—¡Vaga! —me contestó.
—Niños —intervino mamá, pero no había ni rastro de cariño en su voz. Le encantaba que hiciéramos gansadas; nos hacía parecer una familia de verdad.
—Tomaré la hamburguesa de soja con salsa de
teriyaky
—dijo Buffy. Se inclinó hacia delante con gesto conspirador—. Me ha dicho un chico que conoce a una chica que tiene un novio cuyo mejor amigo se dedica a la biotecnología, que éste, el mejor amigo, me refiero, una vez comió carne de ternera clonada en un espacio limpio de colonias víricas y que sabía exactamente igual que la soja con salsa de
teriyaki.
—Ojalá fuera cierto —repuso papá, con ese extraño tono apesadumbrado reservado para la gente que se crió antes del Levantamiento cuando se menciona algo que se ha perdido para siempre. Como la carne roja.
Éste es otro efecto secundario de la infección por el Kellis-Amberlee y en el que nadie había pensado hasta que se vieron obligados a vivirlo en sus propias carnes: todos los mamíferos albergan una colonia del virus, y la muerte del animal provoca que el virus transmute a su estado activo. Los perritos calientes, las hamburguesas, los filetes y las costillas de cerdo son cosa del pasado. Quien coma algo de todo eso, estará comiendo partículas víricas en estado activo, y ¿estáis seguros de que no tenéis llagas en la boca? ¿Ni en el esófago? ¿Estáis seguros al cien por cien de que ningún órgano de vuestro aparato sufre algún tipo de daño? Lo único que necesita el virus es una minúscula fisura en tus defensas para despertar la infección aletargada en tu organismo. Cocinar la carne hasta el punto que exige exterminar la infección también aniquila el sabor, y aun así sigue siendo una especie de ruleta rusa.