—Apostaría sin pensármelo dos veces a que quienquiera que realizó esa llamada también es responsable de los disparos a nuestros neumáticos —dije.
—Bueno, señorita Mason…
—Georgia, por favor.
—Bueno, Georgia, sería un idiota si aceptara esa apuesta, así que no lo haré. No es habitual que alguien intente engañar al CDC, y menos aún si tiene como víctima a un convoy atacado por francotiradores, bueno…
—¿Se han realizado pruebas de balística con el arma del tirador?
El rostro de Joe se torció en un gesto distante.
—Me temo que eso es información confidencial.
Lancé una mirada al senador, cuya expresión era asimismo distante, con los ojos clavados en un punto detrás de nuestras cabezas.
—¿Senador?
—Lo siento, Georgia. El doctor Wynne os ha dicho la verdad. La información relacionada directamente con la investigación policial de este asunto es confidencial.
Me lo quedé mirando, dando gracias por que las gafas de sol camuflaban lo esencial de mi expresión. Sólo Shaun podía adivinar lo disgustada que estaba.
—¿Se refiere a que es confidencial para los medios de comunicación?
—Escucha, Georgia…
—¿En serio está diciéndome que si fuéramos fulanito de tal me lo diría, pero que, como trabajo para una página de información de la red, no lo hará? —El silencio que obtuve como respuesta me bastó—. ¡Maldita sea, Peter! ¿Estamos muriendo por usted y no va a decirme el tipo de bala que han utilizado en el trabajo? ¿Por qué? ¿Porque el hecho de que seamos periodistas significa automáticamente que no tenemos ningún sentido de la discreción? ¿Se trata de eso? Vamos a salir corriendo ahí fuera ahora mismo para sembrar el pánico en la calle porque, ¡vaya!, nadie va a sospechar que se trata de una maniobra de distracción ya que uno de los nuestros ha muerto y lo único que decimos es «¡La muerte es una mierda!». —Eché a andar en su dirección, pero Rick y Shaun me detuvieron agarrándome cada uno de un brazo. ¡Que le jodan! —espeté, sin molestarme en forcejear para soltarme—. Tenía una mejor consideración de usted.
El senador Ryman me miró, meneando la cabeza con una perplejidad sincera.
—Está muerta, Georgia. Buffy está muerta. Y también Chuck está muerto. ¡Y tú deberías estar muerta, todos vosotros deberíais estar muertos y desinfectados, y no vivitos y coleando, gritándome porque me niego a que volváis ahí fuera y les deis otra oportunidad de mataros! Georgia, no estoy ocultándote la información porque seas periodista. Lo hago porque preferiría que no te mataran.
—Con el respeto debido, senador, me parece que esa decisión la debemos tomar nosotros. —Sacudí el brazo que me aferraba Shaun. Mi hermano me soltó, y Rick lo imitó inmediatamente. Los tres nos quedamos mirando fijamente al senador Ryman, a la espera de su respuesta.
El senador apartó la mirada.
—No quiero tener el peso de vuestra muerte sobre mi conciencia, Georgia. Ni sobre mi campaña.
—Bueno, senador, entonces supongo que tendremos que poner todo de nuestra parte para evitar que nos maten —dije.
Ryman nos miró de nuevo con expresión de tristeza. Era el rostro de un hombre que se había pasado la vida persiguiendo un sueño y que sólo en esos momentos empezaba a darse cuenta del coste que representaba cumplirlo.
—Haré que os envíen los informes —dijo finalmente—. Nuestro avión despega dentro de una hora, así que si me disculpáis. —No era ninguna pregunta y no aguardó nuestra respuesta, simplemente dio media vuelta y se fue.
… cuando conocí a Buffy. Tíos, entonces ni siquiera sabía que estaba conociéndola, ¿entendéis lo que quiero decir? Fue una cosa de ésas. George y yo sabíamos que necesitábamos una ficcionista si queríamos que nos contrataran en una de las páginas buenas, porque en ellas no basta con registrarse y decir: «¡Eh, somos dos partes de una amenaza triple, dadnos nuestros escritorios virtuales!». Necesitábamos una cuña, algo que nos completara. Y ese algo era Buffy. Pero entonces todavía no lo sabíamos.
La comunidad bloguera organiza estas ferias de trabajo en línea, como una Craiglist superespecializada. Georgia y yo nos dimos cuenta de que necesitábamos una ficcionista en la feria siguiente, así que abrimos una caseta virtual y esperamos. Ya estábamos a punto de darnos por vencidos cuando recibimos una petición para iniciar una conversación en el
chat
de alguien que se identificaba como «B. Meissonier» y que decía que no tenía experiencia de campo, pero que estaba deseando aprender. Estuvimos hablando durante trece horas ininterrumpidamente, y esa misma noche la contratamos.
Buffy Meissonier era la persona más divertida que he conocido jamás. Le encantaban los ordenadores, la poesía y ser esa friki de la informática que te arreglaba la PDA antes de que te enteraras de que se te había roto. Le gustaban los programas antiguos de televisión y las películas nuevas, y escuchaba todo tipo de música, incluso la que suena como una mezcla de interferencias y de campanas de iglesia. Tocaba la guitarra de una manera terrible, pero sentía cada nota que le arrancaba al instrumento.
Habrá personas que dirán que fue una traidora. Probablemente yo sea una de ellas, pero eso no cambia el hecho de que fuera amiga mía. Durante mucho tiempo, antes de que hiciera nada reprochable, fue mi amiga, y yo estuve a su lado cuando murió y voy a echarla de menos.
Buffy, espero que tengan ordenadores, programas de televisión cursis, música y gente con la risa fácil allí donde estés ahora. Espero que seas feliz al otro lado del Muro.
Te echamos de menos.
Extraído de
¡Viva el rey!
,
blog de Shaun Mason,
21 de abril de 2040
E
l senador y su equipo de seguridad viajaron de Houston a Memphis en el avión privado del CDC de Houston. Todas las delegaciones de la institución tienen un avión con el depósito lleno y listo para despegar en cualquier momento. No se utiliza para una evacuación, en cualquier brote de las dimensiones que exigiera la evacuación de toda una instalación del CDC dejaría ésta sin personas no infectadas a las que evacuar; los aviones son para trasladar a especialistas, pacientes y, sí, políticos y otros personajes por el estilo, de un lugar a otro de una manera rápida, eficaz y, sobre todo, discreta. No había por qué sembrar el pánico en las calles porque alguien viera a, digamos, el mayor especialista en propagación del Kellis-Amberlee desplazándose en un vuelo comercial a una zona con gran densidad de población. La nación vive al borde de una revuelta, y el CDC es muy consciente de lo sencillo que resultaría encender la cerilla que prendiera el fuego.
La última vez que estuve a bordo de un avión del CDC consciente de dónde estaba, tenía nueve años y me dirigía a visitar al doctor William Crowell. El doctor Crowell era ese «especialista mundial» que he mencionado antes y creía haber dado con una cura para el Kellis-Amberlee de la retina. Mis padres, que siempre se entregan con gran entusiasmo a cualquier empresa estúpida en el nombre de una buena historia, me llevaron a Atlanta para que el doctor probara su tratamiento conmigo. Su cura se reveló tan falsa como su peluquín y su «terapia no agresiva» me dejó con los ojos haciéndome chiribitas durante un mes. Sin embargo, a cambio conseguí viajar en avión y vivir una aventura sin Shaun. Mi ego de nueve años tenía más que suficiente con eso.
Cuando tienes nueve años son más generosos en los piscolabis. También los comandantes de los aviones están más dispuestos a permitir a las niñas monas con gafas oscuras curiosear por la cabina; sin embargo, no se muestran tan comprensivos con los periodistas adultos que sólo buscan una manera de escapar de sus compañeros de viaje. Cuando a ello se suma el hecho de que el senador evitaba mirarme a los ojos, y que Shaun se había pasado todo el vuelo intentando desmontar su asiento con un destornillador que había afanado a uno de los agentes de seguridad, no resulta sorprendente que me alegrara lo de tomar tierra en nuestro destino, pese a que aterrizamos casi menos de una hora después de haber despegado.
Mi alivio también tenía que ver con el hecho de que el reglamento del CDC prohíbe el uso de dispositivos inalámbricos durante el vuelo, y no había tenido noticias de Mahir desde que habíamos salido de Memphis. Antes de que abrieran las puertas del avión, ya me había puesto a encender todos los aparatos, e inmediatamente empezaron a sonar los pitidos que avisaban de la entrada de correo. De pronto tenía más de quinientos mensajes nuevos, y ninguno de ellos era el mensaje que estaba esperando.
Seis agentes de seguridad más estaban esperándonos a pie de pista, incluido Steve, que sostenía un transportín en una mano. Rick soltó un grito de alegría, apartó de un empujón a Shaun para coger el transportín y se puso a hacer ruiditos cariñosos a
Lois
, que tenía los ojos completamente abiertos y la cola con los pelos de punta.
—La gatita ha sobrevivido —dije, subiéndome las gafas por la nariz.
Shaun meneó la cabeza.
—Este hombre necesita una novia.
—
Chsss.
El reencuentro está siendo conmovedor.
—Me reafirmo en mi opinión. —Shaun echó la cabeza hacia atrás para mirar a Steve a los ojos—. Has traído a Rick su gatita.
El gigantón de seguridad asintió con el gesto divertido.
—Sí.
—¿Y mi regalo dónde está?
—¿Te conformas con la ubicación de tu furgoneta?
—Creo que sí. —Shaun me lanzó una mirada fugaz—. ¿Tú qué opinas, George?
—Yo pensaba pedir un millón de dólares, pero si mi moto está incluida en el trato, supongo que por esta vez te dejo decidir a ti. —Esbocé media sonrisa—. ¿Qué tal, Steve?
—Me alegro de verte viva, Georgia.
—Yo me alegro de seguir viva, Steve.
Robert Channing, que había sido ascendido de asesor jefe a jefe de personal en cuanto se vio que la candidatura apuntaba a la Casa Blanca, se abrió paso entre los guardias considerablemente más corpulentos y se arrojó sobre el senador Ryman como un perro de caza sobre su presa.
—¡Senador! Tenemos veinte minutos para cruzar media ciudad, y no puede llegar tarde o Tate subirá solo al escenario. —Su tono no dejaba lugar a dudas que eso supondría una catástrofe de dimensiones desconocidas.
—Y no podemos permitirlo, ¿verdad? —El senador Ryman sonrió de medio lado y nos lanzó una mirada de disculpa—. Lo siento, pero…
—El trabajo es lo primero —dije—. Rick, dame el gato.
Rick me miró asustado y se apretó el transportín contra el pecho.
Lois
maulló.
—¿Por qué?
—Porque a pesar de los recientes contratiempos y de la estupidez reinante, seguimos siendo reporteros, suponiendo que todavía se nos permite serlo. —Miré de refilón al senador. Nuestras miradas se encontraron, y me hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Me volví de nuevo a Rick. Vas a acompañar al senador para cubrir la visita a lo que se suponga que…
—Va a dirigirse a las Hijas de la Revolución Americana —apuntó Robert.
—Está bien, lo que sea —dije, sacudiendo una mano en el aire para demostrar mi total falta de interés en los detalles—. Rick, asistirás a esa reunión o lo que quiera que sea, y encontrarás algo interesante sobre lo que escribir. Nosotros iremos a inspeccionar el equipo y a ver en qué tipo de pocilga nos van a hacer acampar.
Rick asintió con evidente pesar y me ofreció el transportín. Casi me sentí mal sacándoselo de las manos. Sólo casi. Necesitaba hablar con mi hermano y, aunque me costaba admitirlo, necesitaba hacerlo a solas. Rick y Buffy tenían un pasado: Buffy nos había traicionado y Rick todavía estaba a prueba. La decisión de seguir trabajando con el ilustre señor Cousins debía tomarse por consenso y con el interesado al margen. Si decidíamos prescindir de sus servicios, debíamos tener todos los cabos bien atados antes de invitarle a buscar trabajo en otra parte.
—Se les ha reservado habitación en el Plaza, como a todos nosotros —repuso Robert, ofendido—. Es un cinco estrellas; dispone de los servicios más modernos y posee todas las licencias de seguridad. Senador, lo siento, pero no podemos perder más tiempo aquí charlando. Sígame, por favor. —Sin dar opción a que se iniciara una discusión, agarró al senador por el brazo y lo condujo hasta el coche que estaba esperándolo. Rick salió tras él junto con todos los guardias de seguridad salvo dos.
Steve fue uno de los que se quedaron. El otro era un hispano que no reconocí, pero cuyas gafas de sol eran tan oscuras que tanto podían obedecer a una prescripción médica como dejarlo sin ver nada. Al lado de cualquier persona habría destacado por su estatura, pero si esa persona era Steve, parecía un ser humano del montón.
Me pasé el transportín de
Lois
a la mano izquierda y me volví hacia Steve.
—¿Ahora sois niñeras?
—Guardaespaldas —contestó Steve, sin permitirse frivolizar con la respuesta—. Habéis estado a punto de morir en la carretera. Nos gustaría asegurarnos de que no volvéis a intentarlo.
—De modo que os ocuparéis de que no hagamos distancias largas al volante.
—Más o menos.
Shaun dio un paso adelante.
—¿En vuestros planes entra impedirnos hacer nuestro trabajo?
—No, sólo vigilaros mientras lo hacéis.
Noté que Shaun empezaba a enfurecerse. Ser un irwin a menudo lleva implícito correr algunos riesgos estúpidos para divertimento de las cámaras. Un buen irwin puede hacer que ir a la tienda de la esquina para comprar una chocolatina y una lata de Coca-Cola se convierta en un desafío a la muerte y en un acto suicida. Probablemente, la idea de intentar grabar reportajes con un guardia de seguridad cubriéndole las espaldas le resultaba tan atractiva a Shaun como a mí la idea de la censura. Le cogí del brazo.