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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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Un hombre con el semblante tenso y la camisa con unas arrugas que parecían estar diciendo «no llevo bien puesto el chaleco de Kevlar», subió al autobús.

—Vehículo lleno —anunció el conductor—. Este autobús parte hacia el centro de convenciones.

El anuncio levantó algunos aplausos entre los viajeros, la mayoría de los cuales parecían estar planteándose un cambio de profesión. ¡Nadie les había dicho jamás que ser periodista implicaba que hubiera que hablar con gente!

Si da la impresión de que no tengo ningún respeto a mis colegas de profesión, se debe a que la mayoría de las veces así es. Por cada Dennis Stahl dispuesta a salir ahí fuera en busca de la noticia, hay tres o cuatro reporterillos que prefieren editar las imágenes tomadas a distancia con sus cámaras, entrevistar a la gente por teléfono y nunca salir de su casa. Hay una página en la red bastante popular, Bajo la Lente, que hacen de eso una de sus señas de identidad. Sostienen que son realmente objetivos porque sus reporteros nunca se internan en las zonas donde suceden los incidentes. Ninguno de ellos posee una licencia de clase A, y encima alardean de ello, como si mantenerse alejado de la noticia fuera una virtud. En el caso de que las nubes de
paparazzi
sirvan a una causa, ésta es la de evitar que esa actitud prolifere.

El miedo idiotiza a la gente, y el Kellis-Amberlee ha sido una fuente de terror durante los últimos veinte años. Llega un momento en el que hay que superar el miedo y seguir con la vida, y mucha gente no parece capaz de hacerlo. Desde los análisis de sangre hasta los vecindarios vallados, nos hemos abrazado al culto del miedo, y da la impresión de que ya no tenemos ni idea de cómo devolverlo al lugar al que pertenece.

El viaje hasta el centro de convenciones transcurrió en un silencio casi absoluto, sólo roto por los pitidos y los zumbidos que emitían los equipos de los pasajeros cada vez que se recalibraban tras atravesar los diversos puestos de seguridad y zonas de servicio. La tecnología inalámbrica ha alcanzado tal desarrollo que casi hay que estar en medio de la selva o sobre un iceberg en aguas inexploradas para encontrarte con un «fuera de servicio»; aun así, los ámbitos de la privacidad y de la encriptación han progresado al mismo ritmo, lo que con frecuencia provoca que el servicio esté disponible y, sin embargo, no sea posible utilizarlo a menos que se conozcan las claves de seguridad de las redes.

Se supone que nadie tiene por qué interferir en el servicio telefónico normal. No obstante, eso no evita que equipos de seguridad entusiastas corten de vez en cuando todo salvo las frecuencias de emergencia. Resultaba divertidamente sencillo identificar a los periodistas
freelance
: eran los que tecleaban con sus PDA apoyadas en la palma de la mano, como si de alguna manera así fueran a aparecerles las claves de seguridad de los puntos de acceso al centro de convenciones. Por suerte para los técnicos en seguridad del mundo, ese sistema nunca le ha funcionado a nadie, y los periodistas
freelance
seguían machacando en silencio sus artilugios cuando llegamos al centro.

La parada del autobús se encontraba en un garaje subterráneo, en una zona despejada y bien iluminada, equidistante de la entrada y la salida. Al aproximarse el vehículo, la puerta se levantó, y cuando el autobús entró, la puerta descendió. Suponiendo que fuera un sistema de seguridad estándar, habría unos cortacircuitos instalados para evitar que la puerta de entrada y la de salida estuvieran abiertas al mismo tiempo, y en el caso de que la alarma interna se disparara, ambas puertas se cerrarían y quedarían bloqueadas. En el concepto moderno de la seguridad, la expresión «trampa mortal» nunca se usa. La idea es minimizar las bajas, no evitar que se produzcan.

Unos serios guardias de seguridad, cada uno con un equipo de análisis de sangre, se acercaron al autobús según se abrían las puertas. Contuve un gruñido cuando bajé, y fui hacia el primer guardia que vi libre. Me ajusté las correas de la mochila y extendí la mano. El guardia de seguridad me colocó la unidad de análisis y me aprisionó la mano con ella como si fuera un cepo.

—Pase de prensa.

—Georgia Mason, Tras el Final de los Tiempos. —Desenganché el pase de mi blusa y se lo tendí—. Estoy en el grupo del senador Ryman.

El guardia introdujo la tarjeta por un escáner que llevaba prendido a la cintura. El artefacto emitió un pitido y escupió el pase. El guardia me lo devolvió y echó un vistazo a la unidad de análisis, en el que parpadeaba una luz verde. Frunció el ceño.

—Quítese las gafas, por favor, señorita Mason.

Genial. Algunas unidades extremadamente sensibles pueden confundirse por el elevado nivel de partículas de virus inactivo causado por el Kellis-Amberlee de la retina. Exponer mis ojos a las luces lacerantes del garaje no era exactamente lo que más me apetecía en ese momento, pero tampoco lo era que me pegaran un tiro como medida de precaución. Me quité las gafas de sol y reprimí el impulso de cerrar los ojos.

El vigilante se inclinó hacia mí, examinándome los ojos.

—Kellis-Amberlee de la retina —dijo—. ¿Lleva la tarjeta médica?

—Sí. —Nadie con una alta concentración natural de virus sale de casa sin la tarjeta médica si quiere seguir disfrutando de la vida. Saqué la cartera, extraje la tarjeta de su interior y se la entregué. La introdujo por una ranura en la parte posterior de la unidad de análisis y la luz verde dejó de parpadear, se volvió amarilla y finalmente quedó fija en el verde; el aparato parecía satisfecho tras comprobar que mis niveles de virus estaban dentro de los parámetros normales y no había nada de lo que preocuparse.

—Gracias por su cooperación. —Me devolvió la tarjeta. Volví a guardarla en la cartera y me puse las gafas—. ¿Sus socios también vienen?

—Hoy no. —El escaneo de mi pase de prensa debía de haberle proporcionado toda la información necesaria sobre nuestra organización: nuestro currículum, nuestros índices de audiencia, todas las citaciones judiciales que hubiéramos recibido por publicar información errónea o difamatoria y, por supuesto, cuántos viajábamos con el senador y su equipo—. ¿Dónde puedo encontrar…?

—Los puntos de información se encuentran en el interior. Suba la escalera y tuerza a la izquierda —respondió, mientras ya se volvía hacia el periodista que aguardaba turno.

Hospitalidad en serie. Quizá no es muy calurosa, pero cumple su misión. Fui hacia las puertas de cristal del centro de convenciones propiamente dicho, donde tenía la esperanza de encontrar rápidamente un cuarto de baño. Los ojos me hacían chiribitas por la luz, y la única manera de hacerlas desaparecer era engullendo un puñado de analgésicos antes de que la migraña tuviera tiempo de instalarse. La esperanza era mínima, pero como no me hacía ni pizca de gracia la idea de pasar el día mezclada con políticos y periodistas soportando un dolor de cabeza, era lo único a lo que podía agarrarme.

El aire acondicionado estaba al máximo, aunque estábamos en febrero en Oklahoma. El motivo para ese frío ártico era evidente: el lugar era un enjambre de gente. A pesar de la xenofobia que se ha apoderado del mundo desde el Levantamiento, todavía hay actividades que exigen el cara a cara, entre ellas los mítines. Los mítines han ido aumentando en público mientras que eventos más pequeños han ido perdiendo participantes. Siempre existe la posibilidad de un incidente cuando se reúnen una o dos decenas de personas en un lugar, pero el hombre es, por naturaleza, un ser social, y de vez en cuando necesita este tipo de excusas.

Antes del Levantamiento, el supermartes había sido algo grande. Hoy en día es como un circo. Más allá de las esperadas facciones políticas y de los grupos de presión, el centro de convenciones ofrece varias salas de exposiciones y hasta un centro comercial en miniatura, con puestos de comida y venta de artículos. ¡Deposite su voto para el próximo candidato presidencial y compre un par de zapatillas para hacer
footing!
¡Usted sabe que todas las personas dentro de este centro han pasado el control, así que páselo en grande!

La combinación del frío repentino con el agobio de tantos cuerpos bastó para empeorarme el dolor de cabeza. Me abrí paso en diagonal a través de la multitud, con los hombros encogidos, en dirección a la escalera mecánica. Supuse que en información podría indicarme dónde estaban los servicios y lo que fuera que se hubiera habilitado para la prensa en medio de aquel zoo.

Llegar a la escalera mecánica no era tan fácil como parecía, pero después de nadar contracorriente por el mar de delegados, comerciantes, votantes y turistas que creían que valía la pena aguantar los controles de seguridad para pasar un buen rato, lo conseguí y me agarré al pasamano con todas mis fuerzas. Considero que la tendencia del norteamericano medio de esconderse en casa mientras la vida corre fuera es una reacción desproporcionada a una realidad inevitable. Sin embargo, yo sigo siendo hija de mi generación, y para mí, quince personas ya forman una multitud. La expresión nostálgica que a veces aparece en el rostro de la gente mayor cuando habla sobre reuniones con seiscientas y setecientas personas, es algo totalmente ajeno a mí. Yo no me he criado con eso, y meter tantos cuerpos en un espacio cerrado, aunque sea tan amplio como el Centro de Convenciones de Oklahoma City, simplemente me parece un error.

A juzgar por la composición de la multitud, no era la única con esa opinión. A excepción de los empleados uniformados de las empresas que vendían algo, no vi a nadie más joven que yo. Se me da mejor estar entre gente que a la mayoría de los nacidos tras el Levantamiento, porque me he obligado a que así sea; además de la experiencia con los enjambres de
paparazzi
, he asistido a convenciones sobre tecnología y a congresos académicos. Así he conseguido hacerme a la idea de que la gente se reúne. De no ser porque me he pasado estos últimos años trabajando para conseguir eso, habría huido chillando nada más poner un pie en el vestíbulo, lo que probablemente habría llevado a pensar a los guardias de seguridad que se había producido un brote vírico y nos habrían confinado a todos en el recinto. Así soy yo: siempre optimista.

Vi el punto de información en cuanto salí de la escalera mecánica. Se trataba de un quiosco de forma octagonal y colores vivos, flanqueado por unas muchachas ligeritas de ropa, que ofrecían cajetillas de cigarrillos. Me abrí paso entre ellas, rechazando hasta tres veces sus obsequios, me detuve frente al mapa del centro de convenciones y lo estudié atentamente.

—Está usted aquí —mascullé—. Genial. Ya me he encontrado. ¿Y dónde estará la fuente?

—¿No fuma? —me interrogó una voz a mi lado. Me volví y me encontré cara a cara con Dennis Stahl, del
Eakly Times.
Me miraba sonriente, con su pase de prensa prendido en la solapa de su chaqueta ligeramente arrugada—. Me pareció reconocerla.

—Señor Stahl —dije, enarcando las cejas—. No esperaba verlo aquí.

—¿Porque trabajo en un periódico?

—No, porque esta sala acoge prácticamente a toda la población del país, y ya creía que no podría encontrar ni a mi hermano sin un dispositivo de rastreo.

El señor Stahl rompió a reír.

—Sí, tiene razón. —Una de las jovencitas ligeritas de ropa aprovechó que estaba distraído para enchufarle un paquete de cigarrillos en la mano. El veterano periodista se la quedó mirando desconcertado, y al final me tendió ofreció el paquete—. ¿Un cigarrillo?

—Gracias. No fumo.

—¿Por qué no? —inquirió, con la cabeza ladeada—. Imaginaba que un cigarrillo sería el complemento perfecto para su «miradme, soy la tía dura de la integridad periodística» —me soltó. Alcé un poco más las cejas. Él volvió a reír—. Vamos, señorita Mason. Siempre va vestida de negro, con una grabadora portátil de mp3, un aparato que no he visto utilizar a nadie en años, y nunca se quita las gafas de sol. ¿De verdad cree que no reconozco a alguien que quiere crearse una imagen determinada en cuanto lo veo?

—En primer lugar, padezco Kellis-Amberlee de la retina. Las gafas de sol son una necesidad médica. En segundo lugar… —Hice una pausa y se me escapó una sonrisa—. Me ha pillado. Es todo imagen. Aun así no fumo. ¿Sabe dónde están los servicios en este lugar?

—Llevo aquí tres horas y todavía no he visto ni uno —respondió—. Pero hay un Starbucks astutamente escondido al final de una de las hileras de stands. ¿Le importa que la acompañe?

—Si así voy a conseguir un poco de agua, encantada —dije, rechazando con la mano otro paquete de cigarrillos.

El señor Stahl asintió con la cabeza y extendió el brazo para abrir un camino entre la multitud y conducirme hasta el Starbucks.

—Agua o un sustituto adecuado —repuso—. A cambio tengo una pregunta para usted… ¿Por qué no fuma? Insisto en que sería el complemento perfecto para fortalecer su imagen. ¿Razones personales?

—Me gusta disponer de la capacidad pulmonar suficiente para escapar corriendo de los muertos vivientes —respondí, inexpresiva.

El señor Stahl enarcó una ceja y se encogió de hombros. Estaba siéndole sincera. El tabaco no provoca cáncer, pero sigue causando enfisemas, y no me apetece nada morir devorada por un zombie sólo por parecer más guay. Además, el humo puede provocar interferencias en algunos aparatos electrónicos delicados, y ya es bastante difícil mantener todos los dispositivos operativos durante una incursión. No hay ninguna necesidad de añadir otro elemento contaminante a la porquería que ya tienen que soportar.

—¡Ja! Y yo que pensaba que si sacábamos el cáncer de la ecuación volveríamos a un mundo donde todo periodista agresivo se fumaría ocho paquetes al día.

La fila de stands estaba atestada de gente vendiendo productos de todos los tamaños y formas, desde comida liofilizada de la que se garantizaba que conservaría todas sus propiedades hasta armas de la edad media con protectores para salpicaduras incorporados. Si lo que se buscaba era un tipo de entretenimiento más frívolo, también se podía encontrar la habitual exposición de nuevos modelos de coches, accesorios para el cuidado del cabello y juguetes para los niños. He de admitir que sentí cierta simpatía por el puesto de Mattel, que promocionaba la Barbie Superviviente Urbana, con un machete y una unidad de análisis de sangre.

—Eso, si suponemos que todos los «periodistas agresivos» vienen de fábrica con unos padres a los que no les importa que sus cortinas apesten por culpa de sus hijos —repliqué—. ¿Y usted qué? No le veo encendérselo.

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