El senador y su equipo se encontraban en una lujosa sala de juntas a la que se accedía por una puerta situada más o menos en el centro del pasillo. En una placa en la pared junto a la puerta se leía: «Senador Ryman, Rep., WI». Aun así llamé a la puerta por si acaso se encontraban en mitad de algo en lo que yo no tenía por qué inmiscuirme.
—Adelante —respondió una voz en un tono enérgico, irritado.
Contenta de no estar interrumpiendo nada, entré.
Cuando me presentaron a Robert Channing, el jefe de asesores del senador, mi primera impresión de él fue que se trataba de un ególatra maniático que no soportaba que algo se interpusiera en su camino. Tras varios meses de relación nada me había hecho cambiar esa primera impresión, pero tenía que reconocer que era muy bueno en su trabajo. No viajaba con el resto de la expedición. Habitualmente permanecía en la oficina del senador Ryman en Wisconsin, organizando los viajes, buscando los salones donde el senador ofrecía sus mítines y coordinando la cobertura de los medios de comunicación que no viajan con el senador, pues «tres periodistas aficionados con una página de la red llena de comentarios subjetivos no proporcionan una proyección pública a gran escala». Por extraño que pueda parecer, buena parte del respeto que le tengo es por ser capaz de decirme cosas como ésas en la cara. Siempre ha sido muy franco en todo lo que tiene que ver con las opciones del senador de llegar a la Casa Blanca, y si eso implica poner alguna zancadilla, no se corta. No es un tipo simpático, pero sí alguien que vale la pena tener de tu lado.
Y en ese momento estaba mirándome con los ojos entornados, y estuviera del lado que estuviera, era evidente que no era del mío. Channing llevaba el nudo de la corbata torcido, y su americana estaba tirada de cualquier manera en una silla cercana a él. Eso, más que la americana desabotonada y la desaparecida corbata del senador, me indicaba que habían tenido un día duro. Al senador Ryman no le cuesta dejar de lado la etiqueta. Sin embargo, Channing sólo se quita la americana cuando la tensión es tan alta que ya no se puede sobrellevar vestido con una americana de
tweed.
—Venía a ver cómo van las cosas en el fuerte —dije, cerrando la puerta a mi espalda—. Tal vez consiga unas declaraciones decentes según van conociéndose los resultados.
—Señorita Mason —me saludó Channing con frialdad. Algunos de los becarios intercambiables estaban atareados en el fondo del salón, tomando nota en sus PDA de los datos que iban apareciendo en los monitores—. Por favor, intente evitar molestar.
—Haré lo que pueda. —Me senté en la primera silla que encontré libre y entrelacé las manos tras la nuca con la mirada fija en su dirección. Channing es una de esas personas que no soporta que mis gafas le impidan ver si estoy mirándolo.
Nuestros ojos se cruzaron, y me dedicó una mirada fulminante. Luego agarró su americana y se dirigió con grandes zancadas hacia la puerta.
—Voy por un café —dijo, y salió dando un portazo.
El senador Ryman no se molestó en disimular que la escena le había divertido. Todo lo contrario, rompió a reír a carcajadas, como si el hecho de que yo hubiera echado de la sala al jefe de sus asesores fuera lo más divertido que había visto en años.
—Georgia, eso no ha estado bien —dijo al final, entre risas.
Me encogí de hombros.
—Sólo me he sentado —respondí.
—Eres una mujer perversa, perversa. Supongo que has venido para averiguar si mantienes tu puesto de trabajo.
—Yo tengo trabajo tanto si usted avanza en la campaña como si no, senador, y puedo seguir el recuento de votos desde el convoy igual que desde aquí. Quería hacerme una idea del ambiente que se respiraba en el equipo. —Paseé la mirada por el salón. La mayoría de la gente se había sacado la americana y algunos también los zapatos. Había vasos de café vacíos y bocadillos mordisqueados por todas partes, y la pizarra estaba cubierta casi en su totalidad por unas tablas parecidas a las del tres en raya—. Me quedo con «un optimismo cauto».
—Vamos en cabeza con una ventaja del veintitrés por ciento —dijo el senador, haciendo un breve gesto de asentimiento con la cabeza—. «Optimismo cauto» es una valoración bastante acertada.
—¿Cómo se siente?
Me miró arrugando la frente.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, senador, en algún momento en las próximas… —hice la comedia de mirar el reloj—… seis horas, sabrá si tiene alguna oportunidad como candidato del partido y, por tanto, como aspirante a la presidencia del país, o si, por el contrario, se queda con el premio de consolación de un papel de actor secundario, o peor aún, sin nada. Hoy da comienzo todo el proceso de ganar o perder las elecciones. De modo que, teniendo todo eso en cuenta, ¿cómo se siente?
—Aterrado —admitió el senador—. Ya queda muy lejano aquel día en que volvía a casa con mi mujer y le dije: «Bueno, cariño, creo que éste es el momento de que me presente como candidato a la presidencia». Esto está ocurriendo de verdad. Quizá esté anticipándome un poco a los acontecimientos, pero no demasiado. Sean cuales sean los resultados, la gente habrá hablado, y a mí sólo me queda acatar su decisión.
—Pero espera que hablen a su favor…
Me clavó una mirada severa.
—Georgia, ¿se ha convertido esto en una entrevista?
—Tal vez.
—Gracias por avisarme.
—Avisar no forma parte de mi trabajo. ¿Quiere que le repita la pregunta?
—No me había percatado de que fuera una pregunta —replicó en un tono repentinamente irónico—. Sí, espero que hablen a mi favor, porque nadie llega tan lejos como he llegado yo que le crezca el ego por el camino. Además, soy de la opinión de que el estadounidense medio es una persona inteligente que sabe qué es lo mejor para su país. No me presentaría a las elecciones para la presidencia si no pensara que soy el candidato idóneo para el puesto. ¿Me decepcionaría no salir elegido? Un poco. Es natural sentirse decepcionado si a uno no lo escogen para este tipo de cosas. Sin embargo, quiero pensar que el pueblo norteamericano es lo suficientemente listo para elegir a su presidente y, por tanto, lo suficientemente listo para saber lo que quiere. De modo que si no me eligen, habré de hacer una profunda reflexión para averiguar en qué me he equivocado.
—¿Ha dedicado algún momento a pensar cuál será su siguiente paso, teniendo en cuenta su convicción de que las primarias de hoy le permitirán continuar en la carrera?
—Seguiremos transmitiendo nuestro mensaje al pueblo. Seguiremos saliendo a la calle y conociendo a la gente, haciéndoles saber que no seré la clase de presidente que se sienta en una cámara herméticamente sellada e ignora los problemas que asolan este país. —La alusión al presidente Wertz era sutil y muy atinada. Nadie ha vuelto a ver a nuestro actual presidente poner un pie fuera de las zonas urbanas ultraseguras desde que fue elegido para el cargo. La mayor parte de las críticas que recibe tienen que ver con el hecho de que no parece darse cuenta de que no todo el mundo puede permitirse que el aire le llegue filtrado antes de respirarlo. Escuchándole hablar, una pensaría que los ataques zombies sólo los sufren los descuidados y los estúpidos, en vez de tratarse de un problema con el que debe convivir el noventa por ciento de la población del planeta, según los últimos datos.
—¿Qué opina la señora Ryman de todo esto?
El semblante del senador se relajó.
—Emily está encantadísima de cómo van las cosas. Me mantengo en esta campaña electoral con el apoyo y la comprensión incondicionales de mi familia. Sin ella, no habría llegado ni a la mitad del camino que llevo recorrido.
—Senador, en las últimas semanas el gobernador Tate, a quien muchos ven como su principal oponente en el seno del partido, ha hablado de endurecer los protocolos de las revisiones médicas de los niños y los ancianos, y de aumentar los fondos destinados a los centros de educación privados con el argumento de que la saturación de alumnos en las escuelas públicas sólo multiplica los riesgos de una incubación y de un brote del virus a gran escala. ¿Cuál es su posición en este asunto?
—Bueno, señorita Mason, como bien sabe, mis tres hijas se han educado en unas excelentes escuelas públicas de nuestra ciudad de origen. La mayor…
—¿Se refiere a Rebecca Ryman, de dieciocho años?
—Exacto. La mayor acabará el instituto este mes de junio y espera ir a la Universidad Brown el próximo otoño para estudiar ciencias políticas, como su padre. El apoyo al sistema público de enseñanza es una de las obligaciones del gobierno. Lo que significa que habrá que aumentar los análisis sanguíneos de los alumnos menores de catorce años y el presupuesto de la seguridad de los centros. Sin embargo, creo que quitar dinero a la enseñanza pública porque podría ser una amenaza en un futuro indeterminado es como quemar el granero para evitar que el heno se eche a perder.
—¿Qué diría a los que critican que en su programa se confía demasiado en el laicismo como solución a los desafíos que debe afrontar la nación y se deja de lado la espiritualidad?
Los labios del senador esbozaron una sonrisa.
—Les diría que cuando Dios baje aquí y me ayude a limpiar mi casa, yo estaré encantado de ayudarle a limpiar la suya. Hasta entonces, sólo me preocuparé de la supervivencia de mi pueblo y de darle de comer, y dejaré que él se encargue de los aspectos en los que yo no puedo hacer nada.
La puerta se abrió y apareció Channing tratando de que no se le volcara una bandeja llena de vasos de Starbucks. Los becarios intercambiables se lanzaron sobre él como moscas. De algún modo, una lata abierta de Coca-Cola acabó frente a mí durante el caos que se originó. Le agradecí el detalle con un gesto de cabeza, cogí la lata y le di un sorbo.
—Si su campaña acaba hoy, senador, si ésta fuera la culminación de todo el trabajo que ha realizado hasta ahora… ¿sentiría que ha valido la pena?
—No —respondió. Se hizo el silencio en el salón y casi pude oír cómo todas las cabezas se volvían hacia él—. Como sin duda sabrán sus lectores, señorita Mason, un acto de sabotaje perpetrado en mi convoy a principios de este mes se cobró la vida de cuatro buenas personas que cooperaban con dedicación en esta campaña. Se sumaron a nosotros para tener un sueldo a final de mes, pero tal vez, de paso, ayudar también a que un ideal encontrara su realización en el mundo moderno. Y sin embargo, pasaron al otro mundo para recoger cualquiera que sea la recompensa que nos esté reservada a nosotros, en especial a los héroes. Si esos hombres y mujeres siguieran vivos, entonces sí podría irme convencido de que había hecho lo correcto, que lo había dado todo de mí y que la próxima vez llegaría hasta el final; eso sí, algo triste y un poco más sabio. Pero ¿en este momento?
»No puedo hacer nada para traerlos de vuelta, y si hubiera alguna manera de evitar lo que sucedió en Eakly, lo habría hecho diez veces. En mi posición actual sólo hay una cosa que puedo hacer: ganar. Por los ideales por los que dieron su vida y por honrar su memoria. De modo que si pierdo, si tengo que volver a casa con las manos vacías, si la próxima vez que hable con sus familias es para decirles: «Lo siento, pero al final no lo he conseguido»… Entonces no, no habrá valido la pena aunque haya hecho todo lo que sabía hacer.
El salón guardó un prolongado silencio atónito, que se rompió con una salva de aplausos, la mayoría procedentes de los becarios intercambiables, aunque también los miembros del equipo técnico aplaudían, y hasta Channing, con las manos ya libres de los vasos de café. Contemplé la escena con un interés sincero, y luego me volví al senador y le hice un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Gracias por su tiempo, senador Ryman, y le deseo toda la suerte del mundo hoy en las primarias.
—No es suerte lo que necesito, sino esperar a que todo termine —repuso el senador con una sonrisa mil veces practicada.
—Y yo necesito utilizar uno de sus puertos de datos para editar esto y enviarlo para que lo suban a la red —dije, sacando mi grabadora de mp3 y alzándola en el aire para mostrarla a los presentes—. Tardaré un cuarto de hora en editarlo un poco por encima.
—¿Será posible revisarlo antes de que lo publique? —preguntó Channing.
—Tranquilo, muchacho —dijo el senador—. No veo por qué tendríamos que hacerlo. Georgia ha sido franca con nosotros hasta el momento y no veo por qué iba a cambiar ahora, ¿no, Georgia?
—Puede revisarlo si lo desea, pero eso sólo haría que tardara más en publicarse. Déjeme hacer mi trabajo y lo tendré en mi página principal antes de la hora del cierre de las votaciones.
—Ponte con ello —dijo el senador, señalando un hueco en la pared—. Tienes a tu disposición todos los puertos de datos que necesites.
—Gracias —respondí. Cogí mi lata de Coca-Cola y me dirigí hacia la pared para ponerme a trabajar.
Editar un artículo me resulta al mismo tiempo más fácil y más difícil que a Shaun y a Buffy. Mi material rara vez depende de cuestiones gráficas. No tengo que preocuparme del ángulo de las cámaras, de la iluminación, ni devanarme los sesos a la hora de decidir qué imágenes voy a utilizar. Sin embargo, suele decirse que una imagen vale más que mil palabras, y en el mundo actual en el que prima la satisfacción instantánea y la inmediatez de las respuestas, a la gente, a veces, no le apetece perder el tiempo leyendo una parrafada con palabras difíciles cuando se supone que un puñado de imágenes consiguen el mismo objetivo. Es más difícil convencer a alguien para que lea un artículo donde la noticia se presenta sin fotografías ni clips de vídeo. Yo tengo que encontrar la esencia del tema rápidamente, intentar definirla en la página y luego ir desarrollándola para presentarla a los lectores.
Tal vez «Supermartes: Punto de partida hacia la presidencia» no me haría ganar ningún premio, pero cuando editara la entrevista con el senador Ryman e intercalara el texto con unas cuantas fotos del candidato, tenía la certeza de que iba a atraer audiencia y a ganarme su fidelidad, e iba a ser un claro reflejo de la verdad tal como yo la veía. Querer saber que ocurriría más allá de eso, era algo que no me correspondía preguntarme.
Con mi artículo ya publicado y disponible en la red, me senté a hacer lo que mejor he aprendido a hacer en toda una vida como informadora de la verdad: esperar. Observé el ir y venir de los becarios intercambiables, el deambular de Channing, y al senador dirigiéndolos de forma tranquila e implacable, consciente de que su destino ya estaba escrito. Aunque simplemente desconocía cuál era ese destino.