—Gobernador, ¿cuáles cree que son las necesidades del pueblo estadounidense?
—Este país se ha construido sobre la base de tres principios, señorita Mason: Libertad, Fe y Familia. —Puso tanto énfasis en esas tres palabras que se me aparecieron en la cabeza escritas con mayúscula—. Hemos avanzado mucho para salvaguardar la primera de ellas, pero hemos permitido que las otras dos se nos escaparan de las manos mientras nosotros nos concentrábamos en el aquí y el ahora. Estamos alejándonos de Dios. —La expresión de frialdad reapareció en sus ojos—. Estamos siendo juzgados; nos han puesto a prueba y me temo que estamos abocados a un funesto fracaso, y no se trata de una prueba para la que tengamos una segunda oportunidad.
—¿Puede darme un ejemplo de ese fracaso del que habla?
—Por ejemplo, la pérdida de Alaska, señorita Mason. Una vasta extensión del territorio nacional entregado a los muertos porque no tuvimos las agallas para aguantar y luchar por lo que es legítimamente nuestro. Nuestros chicos no aceptaron depositar su fe en Dios y aguantar firmes, y ahora hemos perdido una valiosa parte de nuestro país, quién sabe si para siempre. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que ocurra algo así en Hawai, Puerto Rico o, Dios no lo quiera, el corazón de los Estados Unidos de América? Nos hemos ablandado, cobijados entre las cuatro paredes de nuestras casas. Ha llegado la hora de confiar en Dios.
—Gobernador, usted participó en los combates de limpieza en la frontera con Canadá. Esperaba que entendiera los motivos que obligaron a abandonar Alaska.
—Y yo esperaba que usted entendiera por qué un verdadero estadounidense nunca permite que le quiten lo que le pertenece. Deberíamos haber luchado. Si me convierto en el líder de este país le aseguro que lucharemos y, si Dios quiere, venceremos.
Contuve la repentina necesidad, poco profesional, de estremecerme. Su voz revelaba todos los rasgos distintivos de un fanático.
—Defiende una disminución de las restricciones de la Ley Mason, gobernador. ¿Hay algún motivo en particular para su posición al respecto?
—En la constitución no hay nada que prohíba a un hombre alimentar a su familia como lo considere oportuno, aun cuando no se trate de una manera exactamente popular. Las leyes que coartan nuestras libertades son innecesarias la mitad de las veces. Por ejemplo, mire lo que ocurrió cuando los demócratas dejaron de batallar para mantener sus leyes anticonstitucionales sobre el control de armas. ¿Se incrementaron las muertes por arma de fuego? No. Bajaron un cuarenta por ciento durante el primer año y desde entonces siguen descendiendo paulatinamente. Es razonable pensar que la rebaja en la severidad de otras leyes que limitan la libertad de los ciudadanos sería…
—¿Cuántos infectados mueren por arma de fuego cada año?
Permaneció en silencio unos instantes, con los ojos entornados.
—No entiendo qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando.
—Según los últimos datos del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, el CDC, el noventa y nueve por ciento de las víctimas del Kellis-Amberlee eliminadas en enfrentamientos con los no infectados mueren por arma de fuego.
—Armas disparadas por ciudadanos con licencia y respetuosos con la ley.
—Sí, gobernador. Los CDC también afirman que es virtualmente imposible distinguir a una víctima asesinada de un disparo en la cabeza o en la columna vertebral de un individuo infectado eliminado del mismo modo. ¿Qué respondería a quienes critican la suavización de las leyes sobre el control de armas porque dicen que el incremento en los delitos con armas se enmascaran con la amplificación post mortem del virus Kellis-Amberlee?
—Bueno, señorita Mason, supongo que debería pedirles pruebas de sus afirmaciones. —Se incorporó en el sillón—. ¿Usted va armada?
—Poseo una licencia de periodista.
—¿Eso significa que sí?
—Eso significa que estoy obligada por ley.
—¿Se sentiría igual de segura si se internara desarmada en una zona de peligro biológico? ¿Dejaría a sus hijos que se internaran en una zona de peligro biológico? Éste ya no es el mundo civilizado de antaño, señorita Mason. La inquietud se ha apoderado de los habitantes de la Tierra. En cuanto alguien se pone enfermo, empieza a odiar a sus hermanos. El país necesita a un hombre que no tenga miedo de decir que los derechos acaban en la tumba. Nada de misericordia, nada de clemencia y nada de poner límites al hombre en su lucha por conservar lo que le pertenece.
—Señor gobernador, no hay indicios de que los individuos infectados sean capaces de experimentar emociones tan complejas como el odio. Es más, no están muertos. De modo que si los derechos «acaban en la tumba», ¿no deberían estar amparados por leyes como cualquier otro ciudadano?
—Señorita, ésa es la manera de pensar que puede permitirse alguien que se encuentra a salvo de la amenaza, protegido por hombres que saben qué significa mantenerse firme en el campo de batalla. Cuando los muertos, perdón, los infectados, se planten en la puerta de su casa, bueno, usted deseará que aparezca un hombre como yo.
—¿Considera que el senador Ryman es blando con los infectados?
—Creo que nunca se ha visto en la situación de averiguarlo.
Buena respuesta: sembrar dudas sobre la capacidad del senador Ryman para luchar contra los zombies y sugerir implícitamente que podría simpatizar de una manera excesiva con la idea del «vive y deja vivir», un concepto que sale a flote habitualmente entre los miembros del ala más a la izquierda del partido y que con frecuencia apenas resiste un cuarto de hora, hasta que es engullido por otro grupo de presión.
—Señor gobernador, ha hablado de su voluntad de acabar con las, por así llamarlas, «leyes del buen samaritano», que actualmente permiten la asistencia a ciudadanos con problemas o en peligro. ¿Podría explicarnos sus motivos?
—Los motivos son bien simples. Alguien que se encuentra en peligro seguramente ha llegado a esa situación por una razón. No estoy diciendo que no lamente que una persona se halle en esas circunstancias, pero si me muerden y usted acude corriendo en mi ayuda, violando los límites de la cuarentena, bueno, pues puede apostar a que, además de que no conseguirá salvarme, acaba de poner fin a su propia vida. —El gobernador sonrió, y habría parecido una sonrisa afable si hubiera llegado hasta sus ojos—. Los que mueren de esa manera siempre son los jóvenes y los idealistas. El tipo de personas que más falta hacen a la nación. Tenemos que proteger nuestro futuro.
—¿Sacrificando nuestro presente?
—Si ése es el precio que hay que pagar, señorita Mason… —respondió, ensanchando la sonrisa y adoptando un aire beatífico—. Si eso es lo que nuestro país reclama…
Después de mi encuentro, largo tiempo pospuesto, con el gobernador Tate, todo el mundo se hace la misma pregunta: ¿qué pensé del gobernador David Dove Tate de Texas, tres veces electo por mayoría aplastante con votos de simpatizantes de ambos partidos, poseedor de un extraordinario historial como administrador de justicia y apaciguador de disputas en un estado célebre por su beligerancia, su hostilidad y su inestabilidad política?
Pues creo que es la más aterradora de todas las cosas escalofriantes con las que me he topado desde el inicio de esta campaña electoral. Incluidos los zombies.
El gobernador Tate es un hombre tan profundamente preocupado por la libertad que está dispuesto a entregártela a punta de pistola. Es un hombre tan profundamente preocupado por nuestras escuelas que apoya la desaparición de la educación pública en favor de pases distribuidos únicamente a escuelas con certificados de seguridad expedidos por las autoridades. Un hombre tan profundamente preocupado por nuestros granjeros que aboga por una rebaja en la severidad de la Ley Mason para permitir no sólo la cría de los grandes perros pastores sino también el regreso a los barrios habitados de ganado con un peso superior a los setenta kilos. El gobernador Tate quiere que todos experimentemos los placeres que vivió él en su adolescencia despreocupada, incluidas, al parecer, las carreras perseguidos por
collies
y cabras zombies.
Y para empeorar aún más las cosas, está dotado del don de la palabra, de un aspecto de hombre del pueblo que atrae a un alto porcentaje de la población y de un historial militar plagado de condecoraciones. En resumen, damas y caballeros, estamos frente a un digno contrincante en la lucha por el puesto más importante de nuestro país, así como el hombre que más posibilidades tiene de llevar el eterno conflicto entre los infectados y nosotros hasta un estado de guerra total.
No puedo pediros que elijáis al senador Ryman como candidato del Partido Republicano con el único argumento de que no me gusta el gobernador Tate, pero sí puedo deciros lo siguiente: las inclinaciones ideológicas del gobernador, al igual que las mías, son de dominio público, así que investigad; haced vuestros deberes; averiguad lo que este hombre haría con nuestro país en nombre de la preservación de un tipo de libertad que es tan destructivo como imposible de mantener. Conoced al enemigo.
En eso consiste realmente la libertad.
Extraído de
Las imágenes pueden herir tu sensibilidad
,
blog de Georgia Mason,
14 de marzo de 2040
-¿G
eorge?
—¿Sí? —No levanté la mirada. Editar los comentarios del gobernador Tate para elaborar una entrevista coherente era sencillo, sobre todo porque no estaba obligándome a mí misma a ser imparcial. Yo no le gustaba nada, así que no había ningún motivo para disimular que el sentimiento era recíproco. Dar una forma legible al conjunto del material recopilado me llevó menos de un cuarto de hora, y rápidamente los índices de audiencia se situaron en unas cifras satisfactorias. Lo que estaba robándome tiempo, en cambio, eran los archivos complementarios. No sólo tenía que zambullirme en un montón de fotografías y vídeos, sino que también el extraordinario número de chismorreos y rumores relacionados con el gobernador rozaban lo inabarcable. La organización de la convención estaba a punto de dar los resultados de las votaciones, en menos de una hora tendríamos un candidato oficial del partido, y yo ni mucho menos había acabado mi trabajo.
—En serio, George, ven.
—¿Qué pasa?
—Hay aquí un hombre.
Entonces levanté la vista, bizqueando cegada por el resplandor que se colaba por la puerta abierta de la habitación antes de ponerme las gafas de sol. La estancia se oscureció y adquirió unos relajantes tonos monocromos. Todo aquel que disfruta con los colores es que no ha sufrido las migrañas que provoca el Kellis-Amberlee.
—¿Quieres intentarlo otra vez? Porque casi has dicho algo y me da que quizá quieras hacer más ininteligible tu verborrea. Ya sabes, sólo por echarnos unas risas.
—Dice que tú le has invitado. —Shaun se inclinó hacia delante y en sus labios se dibujó una sonrisita irónica. Continuó en un tono adulador—: ¿Necesitas calmar los nervios de la noche electoral? Es decir, no es que sea monstruoso, aunque no creía que los granjeros musculitos fueran tu tipo…
—Espera. ¿Rubio pajizo, de tu estatura más o menos, ojos azules, mayor que nosotros y con pinta de mosquita muerta?
—O de cualquier insecto muerto —confirmó Shaun, entornando los ojos—. ¿Estás diciéndome que de verdad lo has invitado aquí?
—Es un desertor del grupo de periodistas que cubren la campaña de Wagman. La congresista abandona, y él nos trae todo el material que ha recopilado acompañándola. A cambio se quedará con nosotros hasta que la campaña del senador Ryman llegue a su fin.
Shaun enarcó las cejas.
—¿Material de dominio público?
—De serlo no lo utilizaría para negociar con nosotros. ¡Buffy! —Guardé los cambios en el documento que estaba editando y me levanté con la mirada dirigida hacia el armario que nuestra ficcionista residente había habilitado como despacho privado. La puerta crujió al abrirse y Buffy asomó la cabeza—. Búscame todos los archivos personales que puedas conseguir de los periodistas que han cubierto la campaña de la congresista Wagman y sal aquí fuera. Tenemos que hacer una entrevista.
—¡Vale! —respondió, y volvió a perderse en el interior del armario. Mi ordenador emitió unos pitiditos sólo unos segundos después para avisarme de que había recibido los archivos que había solicitado. Si una cosa tenemos es que somos tremendamente eficientes.
—Genial. —Me volví a Shaun—. Averigüemos de una vez si estamos perdiendo el tiempo con este tipo. Tráelo.
—Tus deseos son órdenes —dijo Shaun, dando media vuelta y cerrando la puerta a su espalda.
Buffy emergió del armario y se sentó a mi lado. Se había peinado el cabello hacia atrás y se lo había recogido en una coleta no demasiado apretada; llevaba puesta una camisa azul que seguro que pertenecía a Chuck. Su aspecto reflejaba tanta profesionalidad como la de una vulgar quinceañera, lo cual suponía una prueba perfecta para el entrevistado, pues si el tipo no era capaz de desenvolverse en nuestro entorno natural de trabajo era que en realidad no quería trabajar con nosotros.
—¿Estás planteándote en serio contratar a este tipo? —preguntó Buffy.
—Depende de lo que tenga y de sus referencias —respondí. Ella asintió con la cabeza.
—Me parece bien.
La posible continuación de la conversación se vio interrumpida por la puerta al abrirse. Shaun entró en la habitación desde la sala de prensa seguido por el individuo, que traía bajo el brazo un sobre sellado que me lanzó en cuanto cruzó la puerta. Lo cacé al vuelo y guardé silencio unos instantes, con una ceja enarcada. Buffy se incorporó ligeramente en la silla con toda su atención puesta en el recién llegado.