Watsonville es otra de las «ciudades perdidas» del norte de California. Sucumbió a los infectados durante el verano de 2014, pero es más segura que Santa Cruz, sobre todo debido a su proximidad a Gilroy, que resiste como una comunidad de granjeros protegida. Esto significa que, si bien nadie está dispuesto a residir en Watsonville por temor a que los zombies procedentes de Santa Cruz se tambaleen hasta allí en mitad de la noche, las buenas gentes de Gilroy tampoco están dispuestas a permitir que los infectados se la apropien, así que van a la ciudad tres veces al año con lanzallamas y ametralladoras para limpiarla. Eso mantiene desierta Watsonville, y permite a los granjeros californianos seguir alimentando a la población.
Detuve la moto junto a la cuneta de la carretera en las afueras de una pequeña localidad llamada Aptos, cerca del acceso a la Autopista 1. El terreno era llano en todas direcciones, lo que nos ofrecía una buena posición para divisar cualquier cosa que anduviera en busca de un aperitivo. La moto iba rara y quería examinarla a conciencia; además, un poco de gasolina probablemente no le haría daño. Las motos de motocross tienen depósitos de gasolina pequeños y llevábamos recorridos un buen puñado de kilómetros.
Shaun se volvió a mí con una sonrisa de oreja a oreja mientras se apeaba de la moto. El viento le había alborotado el pelo en una maraña de mechones puntiagudos y enredados, que le daban el aspecto de un poseso.
—¡Esto ha sido lo más guay que has hecho jamás! —exclamó casi con fervor religioso—. De hecho puede que haya sido lo más guay que hagas jamás en tu vida. Toda tu existencia ha estado encaminada hacia un instante de gloria, George, y ese momento ha llegado cuando te has dicho: «¡Eh! ¿Y por qué no voy y me lanzo por encima de los zombies?» —Hizo una pausa para acrecentar el efecto dramático—. Tal vez seas más guay que el mismísimo Dios.
—Otra oportunidad de librarme de ti que se pierde por el retrete.
Bajé de la moto, me quité el casco y me puse a meditar sobre problemas más evidentes. Quizá podían parecer menores, pero yo seguía decidida a resolverlos cuanto antes. Algunas cosas están más allá de mis, debo admitir, limitados conocimientos de mecánica, y estaba segura de que había conseguido fastidiar la moto con la mayoría de ellas.
—Ya conseguirás otra.
—Esa es la esperanza que me anima a continuar. —Apoyé el casco contra el parabrisas, abrí la cremallera de la alforja derecha y saqué la lata de gasolina; la dejé en el suelo y extraje el botiquín de primeros auxilios—. Hora del análisis de sangre.
—George…
—Ya conoces las reglas. Hemos estado en una zona infectada y no regresaremos a la base hasta que hayamos comprobado nuestro nivel de infección. —Saqué dos pequeñas unidades manuales de análisis y le ofrecí una—. Sin análisis no hay furgoneta; sin furgoneta no hay café, y sin café no hay alegría. ¿Quieres la alegría, Shaun, o prefieres seguir aquí fuera discutiendo conmigo sobre si vas o no vas a dejarme analizarte la sangre?
—Eh, tampoco es necesario que te pases de dura —gruñó entre dientes, y cogió la unidad.
—Yo no me quejo. Ahora veamos si voy a sobrevivir.
Con una sincronía fruto de la práctica, rasgamos los precintos que advertían de riesgo biológico, quitamos las tapas de plástico de las unidades de análisis y dejamos al descubierto las placas metálicas estériles de presión. Las unidades básicas para realizar análisis sobre el terreno sólo sirven para una vez, pero son baratas y necesarias. Tienes que saber si alguien se encuentra en proceso de amplificación viral…, preferiblemente antes de que empiece a morder tu sabroso cuerpo.
Me desabroché el guante de la mano derecha, me lo quité y me lo metí en el bolsillo.
—¿A la de tres?
—A la de tres —respondió Shaun.
—Una.
—Dos.
Ambos introdujimos el dedo índice en la unidad que sostenía el otro. Llamadlo raro si queréis. También podéis llamarlo un sistema previo de alerta, porque si alguno de los dos espera a oír «tres», es que algo va muy pero que muy mal.
Apreté la placa de presión y noté el frío del metal en el dedo, una sensación relajante seguida del pinchazo de la aguja fijada en el aparatito de análisis al perforarme la piel. Las pruebas para la diabetes no duelen; no quieren que dejes de utilizarlas, y que no hagan daño ayuda. En cambio las unidades de análisis de sangre para el Kellis-Amberlee duelen intencionadamente: la falta de sensibilidad al dolor es un primer síntoma de amplificación viral.
Los LEDs en la parte superior de la unidad se encendieron; uno con una luz roja y el otro con una verde, y empezaron a parpadear alternativamente. Los parpadeos se fueron haciendo más lentos y finalmente cesaron; la luz roja quedó apagada y la verde, encendida. Todavía estábamos limpios. Eché un vistazo a la unidad de análisis que sostenía en la mano y dejé escapar lentamente un suspiro de alivio cuando vi que la unidad de Shaun también se había detenido en el verde.
—Supongo que todavía no podré vaciar tu habitación —le dije.
—Tal vez la próxima vez —me respondió.
Le devolví su unidad de análisis para que se ocupara de guardarlas él mientras yo llenaba el depósito de gasolina. Shaun realizó su cometido con una eficiencia admirable; puso de nuevo la tapa de plástico a las unidades de análisis y abrió el dispensador de lejía interno de los artilugios, sacó una bolsa para residuos biológicos y metió en ella las unidades. La parte superior de la bolsa se puso roja cuando la precintó, el plástico se fundió y la cerró herméticamente. La bolsa constaba de tres capas para mayor seguridad, y requería una fuerza hercúlea volver a abrirla una vez cerrada. Aun así, Shaun comprobó el precinto y los bordes de la bolsa antes de colocarla en el compartimiento de las alforjas destinado al material biológicamente peligroso.
Mientras él se encargaba de eso, yo vacié la lata de gasolina en el depósito. Había apurado prácticamente hasta la última gota de la gasolina del depósito, ya que se tragó todo el contenido de la lata, lo que resultaba aterrador. Si nos hubiéramos quedado sin gasolina durante la huida…
Mejor no pensarlo. Puse de nuevo la tapa del depósito y metí la lata vacía en las alforjas. Shaun ya estaba subiéndose a la moto. Me volví a él levantando un dedo amenazador.
—¿No olvidamos algo?
Shaun se quedó pensativo un instante.
—Eh… ¿Volver a Santa Cruz a por postales?
—El casco.
—Estamos en un tramo llano de carretera en medio de la nada. No vamos a tener ningún accidente.
—El casco.
—Antes no me has obligado a ponerme el casco…
—Antes nos perseguían los zombies. Ahora no hay zombies, así que ponte el casco. De lo contrario tendrás que ir a pie hasta Watsonville.
Shaun puso los ojos en blanco, cogió su casco, que colgaba por la correa de la alforja izquierda, y se lo encasquetó en la cabeza.
—¿Contenta? —preguntó con la voz amortiguada por la visera del casco.
—Eufórica. —Yo también me puse el casco—. Pongámonos en marcha.
Encontramos las carreteras despejadas el resto del camino hasta Watsonville. Para nuestra sorpresa, no nos cruzamos con otros vehículos. Y más importante aún, tampoco vimos a ningún infectado. Llamadme sosa si queréis, pero ya había visto suficientes zombies por un día.
Nuestra furgoneta estaba aparcada a la entrada de la ciudad, a no menos de veinte metros de cualquier edificación. Son medidas de seguridad estándar: la ausencia de lugares donde ocultarse reduce las posibilidades de que alguna de esas cosas se te acerque a hurtadillas. Detuve la moto delante de la furgoneta y apagué el motor. Shaun no esperó a que la moto se parara por completo antes de saltar y correr hacia la puerta de la furgoneta.
—¡Buffy! ¿Cómo van las imágenes? —gritó mientras se quitaba el caso.
¡Ah, el entusiasmo de los jóvenes! No es que yo sea mucho mayor que él. La verdad es que ninguno apareció con una partida de nacimiento bajo el brazo cuando nos adoptaron, pero los médicos estimaron que yo debía de tener al menos tres semanas más que él. Aunque a veces su comportamiento te obliga a preguntarte si no será una cuestión de años y no sólo del orden circunstancial de nacimiento. Me quité el casco y los guantes, los dejé sobre el manillar y salí detrás de mi hermano con un paso más reposado que el suyo.
El interior de nuestra furgoneta es una demostración de lo que se puede hacer cuando se dispone de mucho tiempo libre, una cantidad aceptable de dinero y tres años de clases nocturnas de electrónica. Y de la ayuda de internet, por supuesto; nunca nos las habríamos arreglado con la instalación eléctrica sin la participación de gente repartida por todos los rincones del globo, desde Oregón hasta Australia. Mi madre se encargó de los refuerzos de la estructura y de actualizar los programas de seguridad, supuestamente como un favor, aunque en realidad no era más que una excusa para crear puertas traseras en nuestros sistemas. Buffy las deshabilitaba a media que ella las iba instalando. Pero eso no ha hecho que a mi madre deje de intentarlo.
Tras cinco años de trabajo hemos conseguido convertir una unidad móvil del Canal 7 hecha polvo en un centro itinerante con tecnología punta para la creación de blogs, con cámaras que nos nutren de imágenes, con su propia torre de conexión inalámbrica, un localizador autorrecargable y tantos dispositivos de copias de seguridad que sólo pensar en ellos me provoca dolor de cabeza. Así que nunca pienso en ellos. Eso es trabajo de Buffy; como también lo es ser la más risueña, la más rubia y, en apariencia, el bicho más raro del equipo. Y cumple con las cuatro partes de su trabajo realmente bien.
Buffy estaba sentada con las piernas cruzadas en una de las tres sillas fijadas al poco suelo libre que quedaba en la furgoneta, con el gesto concentrado y unos cascos apretados contra una oreja. Shaun se hallaba de pie a su espalda, casi dando brincos de la emoción.
Buffy no pareció percatarse de mi presencia cuando entré en la furgoneta, pero se dirigió a mí en cuanto cerré la puerta.
—Hola, Georgia. —Su voz llegó hasta mí distante, como si me hablara en un sueño.
—Hola, Buffy —le contesté de camino a la mininevera para sacar una lata de Coca-Cola. Shaun toma su dosis de cafeína caliente; yo, fría. Llamadlo nuestra manera de rebelarnos contra las semejanzas que nos unen, si queréis—. ¿Cómo estamos?
Buffy levantó los pulgares fugazmente, activa por un instante.
—Bien.
—Eso es lo que me gusta oír —respondí.
Buffy se llama en realidad Georgette Meissonier. Como Shaun y yo, nació después de que los zombies se convirtieran en una realidad cotidiana, durante el periodo en el que Georgia, Georgette y Barbara componían el trío de nombres de niña más comunes en Estados Unidos. Somos las Jennifer de nuestra generación. La mayoría de nosotras bajamos la cabeza y apechugamos con ello. Después de todo, a George Romero se le considera actualmente uno de los salvadores fortuitos de la raza humana, y no es que no sea guay que te hayan puesto tu nombre en su honor; sólo que, bueno, es demasiado común. Y Buffy nunca ha estado dispuesta a ser una más del montón, si en su mano está evitarlo.
Se mostró como una persona tremendamente profesional cuando Shaun y yo entramos en contacto con ella por medio de una feria de empleo en línea. Pero esa impresión se esfumó a los cinco minutos de conocernos en persona, cuando se presentó y, con una sonrisa de oreja a oreja, nos soltó: «Soy mona, rubia y vivo en un mundo infestado de zombies. ¿Qué nombre creéis que me iría bien?»
Mi hermano y yo nos quedamos mirándola boquiabiertos. Masculló algo sobre una serie de televisión emitida antes del Levantamiento y dejó el tema. No es que tenga importancia, pues en lo que a mí respecta, mientras mantenga funcionando correctamente nuestro equipo, puede llamarse como le dé la maldita gana. Además, su presencia en el grupo nos aporta un aire exótico, ya que ha nacido en Alaska, la última frontera perdida. Su familia se había trasladado cuando el gobierno reconoció oficialmente la imposibilidad de mantener el estado y decidió cederlo a los infectados.
—Lo tengo —anunció Buffy, desconectando los cascos e inclinándose para encender la pantalla más cercana. La imagen mostraba a Shaun manteniendo a raya a su colega putrefacto con el palo de hockey. Los altavoces principales de la furgoneta no emitían ningún sonido. Un solo gemido puede atraer zombies en un radio de un kilómetro y medio si tienes mala suerte con la acústica, y la insonorización no es segura sobre el terreno. La insonorización funciona en ambos sentidos. Los zombies suelen rodear estructuras con la esperanza de que contenga algo comestible o susceptible de ser infectado, y abrir las puertas de la furgoneta para encontrarnos rodeados por una manada a la que no hubiéramos oído acercarse, no era una idea que nos atrajera especialmente a ninguno de los tres.
—La imagen es un tanto difusa, pero he filtrado casi todos los defectos y podré limpiarla un poco más cuando eche mano a los archivos originales. Georgia, gracias por acordarte de ponerte el casco antes de arrancar con la moto. La cámara instalada en la parte delantera ha funcionado a las mil maravillas.
Para ser sincera, había olvidado que llevaba una cámara en el casco. Había estado demasiado concentrada en no partirme la crisma. Aun así le sonreí, asentí con la cabeza y di un largo trago a la Coca-Cola.
—No hay de qué. ¿Cuántas cámaras más han captado imágenes durante la huida?
—Tres de cuatro. No me ha llegado la señal del casco de Shaun hasta poco antes de que llegarais.
—Shaun no tuvo tiempo de ponerse el casco. Le hubieran arrancado la cabeza —protestó mi hermano.
—Shaun tiene que dejar de hablar de sí mismo en tercera persona —repuso Buffy, y apretó un botón del teclado de su ordenador. Un primer plano de las luces parpadeantes de nuestros análisis de sangre sustituyó a la imagen anterior en la pantalla—. Quiero tomar una captura de pantalla de esto para la página principal. ¿Qué opináis?
—Como quieras —respondí. La pantalla que emitía la señal recibida por la principal cámara de seguridad externa mostraba un paisaje desolado y tranquilo. En Watsonville no se movía ni una mosca—. Sabes que no me interesa la parte gráfica.
—Y por esa razón tus
ratings
no son más altos, George —afirmó Shaun—. A mí me gustan las luces. Úsalas también como un fundido en el avance de esta noche. Añádele algo, no sé… «¿Cuan cerca es demasiado cerca?»… Esa vieja frase.