—¡Mierda, George, tenemos compañía! —Había una mezcla perversa de horror y placer en el tono de su voz—. ¡Mira qué mogollón!
—¡Ya estoy mirando! ¡Súbete de una vez!
Arranqué en cuanto pasó la pierna por encima de la moto y noté su brazo alrededor de la cintura. La moto dio una sacudida hacia delante, enfilé hacia una curva abierta, y los neumáticos rodaron por el suelo accidentado, botando y vibrando. Teníamos que salir de allí, porque si no, ni todas las protecciones del mundo nos salvarían de ésta. Si los zombies nos alcanzaban, quizá yo sobreviviera, pero a mi hermano lo arrastrarían hasta el corazón de la turba. Aceleré, rezando para mis adentros para que Dios tuviera tiempo de proteger la vida de los individuos con tendencias suicidas diagnosticadas.
Enfilamos por la única salida despejada de la plaza a treinta kilómetros por hora y acelerando. Shaun soltó un chillido y me apretó el brazo alrededor de la cintura, torció el cuerpo para mirar a los zombies y se despidió de ellos agitando la mano y lanzándoles besos. Suponiendo que fuera posible enfurecer a una turba de zombies, él lo había conseguido. Y así, los infectados gemían sin detenerse, avanzando con los brazos extendidos hacia la promesa de carne fresca.
La calzada estaba hecha un colador tras años sufriendo las inclemencias del tiempo y la falta de mantenimiento, y yo me las veía y me las deseaba para controlar la moto, que iba dando botes de bache en bache.
—¡Agárrate, idiota!
—¡Ya me agarro! —respondió Shaun, que parecía estar como unas castañuelas y haber olvidado que las personas que no siguen las normas de seguridad en lo concerniente a los zombies (como, para empezar, no provocarlos), suelen acabar con su nombre en las esquelas.
—¡Agárrate con las dos manos!
Los gemidos de los infectados ya nos llegaban sólo de ambos costados y de detrás, pero eso no significaba nada, pues, sin duda, una manada de ese tamaño era lo suficientemente astuta para tender una emboscada. Perfectamente podía estar dirigiéndome hacia el lugar en el que se habían concentrado en mayor número, y ésos sólo gemirían en el último momento, cuando ya hubiéramos caído sobre ellos. No hay zombie que pueda reprimir un buen gemido cuando roza la cena con la punta de los dedos. Que pudiera oírlos por encima del rugido del motor quería decir que eran muchos y que estaban muy cerca. Con un poco de suerte, todavía no sería demasiado tarde para escapar.
Por supuesto, necesitábamos un poco de suerte para no caer en las garras del ejército de zombies que poblaba la zona en cuarentena, que en otro tiempo había sido el centro de Santa Cruz, y alcanzar un lugar seguro como, por ejemplo, el Atolón Bikini, antes de que empezaran a probar bombas. Una vez decides prescindir de las posibilidades del azar y los letreros de «Peligro: Infección» estás abandonado a tu suerte.
Shaun me pasó de mala gana el otro brazo alrededor de la cintura y entrelazó las manos a la altura de la boca del estómago.
—Aguafiestas —rezongó, acomodándose en el sillín.
Yo solté un gruñido y di gas en dirección a una loma cercana. Cuando una manada de zombies está persiguiéndote, una colina puede ser tu mejor aliada o tu tumba. La subida ralentiza el paso de los infectados, lo que es genial, a menos que, cuando alcances la cima, descubras que estás rodeado y sin un hueco por donde escapar.
Idiota o no, Shaun conoce las reglas sobre los zombies y las colinas. No es tan imbécil como quiere aparentar y sabe más que yo sobre cómo sobrevivir a un encuentro con zombies. Se apretó contra mí y por primera vez su voz reveló verdadera preocupación.
—George, ¿qué pretendes?
—Agárrate —le respondí.
Ascendimos por la pendiente de la loma. Surgieron más zombies, dando bandazos, de sus escondrijos tras los contenedores de basura y los espacios que mediaban entre las casas a pie de playa, en otro tiempo, elegantes, y en éste, abandonadas y en ruinas.
Tras el Levantamiento, se reconquistó buena parte del territorio de California, pero nadie fue capaz de recuperar la ciudad de Santa Cruz. Precisamente el aislamiento que le conferían sus características geográficas y que en otro tiempo había hecho de ella un destino vacacional tan apetecible, había supuesto su condena con la aparición del virus. Tal vez el Kellis-Amberlee sea único en su manera de actuar en el organismo humano, pero se comporta como cualquier otra enfermedad contagiosa conocida por el hombre en al menos un aspecto: si entra en un campus universitario, se expande como la pólvora. La Universidad de California en Santa Cruz era un caldo de cultivo perfecto, y en cuanto todos esos dicharacheros alumnos se infectaron y empezaron a arrastrar los pies, aparecieron por todas partes los anuncios de evacuación.
—¡Georgia, es una colina! —gritó mi hermano con una insistencia creciente mientras los vecinos infectados de Santa Cruz se lanzaban hacia la moto, que seguía ganando velocidad. Shaun se dirigió a mí por mi nombre real, lo que me permitía afirmar que estaba realmente nervioso. Sólo me llama «Georgia» cuando algo le preocupa.
—Ya lo sé.
Me incliné para reducir en una pizca muy valiosa la resistencia al viento de mi cuerpo. Shaun me imitó automáticamente y se encogió a mi espalda.
—¿Por qué demonios subimos la colina? —inquirió. No había forma de que oyera mi respuesta en medio del estruendo del motor y del viento, pero así era mi hermano, siempre dispuesto a preguntar lo que carecía de respuesta.
—¿Alguna vez te has preguntado cómo debieron de sentirse los hermanos Wright? —le pregunté. La cima de la loma aparecía ante nosotros, y por la forma en la que la calle desaparecía al otro lado del montículo era probable que la pendiente de bajada fuera considerablemente empinada. En ese momento nos llegaban gemidos de todas direcciones, tan distorsionados por el viento que no tenía ni idea de dónde estábamos metiéndonos. Quizá fuera una trampa; quizá no. En todo caso ya era demasiado tarde para buscar otra salida. Estábamos vendidos, y por una vez, era Shaun el que sudaba.
—¡Georgia!
—¡Agárrate fuerte!
Diez metros. Los zombies seguían acortando la distancia, con la determinación de dar caza a lo que seguramente debía de ser la única carne fresca que algunos habían visto en años. Por el aspecto de muchos de ellos, el problema zombie en Santa Cruz estaba más cercano a la desaparición que al rebrote. Claro que debía de haber muchos infectados recientes (siempre los hay, porque siempre habrá idiotas adentrándose en las zonas en cuarentena, ya por iniciativa propia o por error, y los autostopistas comunes no suelen tener suerte en las zonas tomadas por los zombies), pero recuperaremos la ciudad dentro de tres generaciones. No hoy.
Cinco metros.
Los zombies cazan guiándose por el ruido que producen otros zombies cazando. Es algo que se repite una y otra vez, lo cual significa que nuestros amigos situados al pie de la colina habrían emprendido la ascensión hacia la cima en cuanto hubieran reparado en el alboroto. Yo tenía la esperanza de que se hubieran amontonado tantos infectados para cortarnos el paso abajo que apenas dispusieran de efectivos para lanzar una ofensiva al otro lado de la loma. Después de todo, no debía de entrar en sus planes que llegáramos tan lejos; si continuábamos vivos, se debía únicamente a que nosotros disponíamos de una moto y los zombies no.
Cuando llegamos a la cima eché un vistazo a la turba que estaba esperándonos. Apenas formaban filas de tres en fondo. Sólo unos cinco metros nos separaba de la salvación.
Despegue.
Es increíble lo que se puede utilizar como rampa cuando la necesidad apremia. Media calzada se hallaba bloqueada por una valla de madera, caída y levantada por el extremo final, y me lancé directa hacia ella a unos setenta y cinco kilómetros por hora. El manillar me vibraba entre las manos como los cuernos de un toro mecánico, y las sacudidas no me ayudaban a mantenerlo firme. Ni siquiera necesité echar una ojeada al tramo de calzada que se extendía delante de nosotros, porque el coro de gemidos estalló en cuanto aparecimos. Los zombies habían hecho un gran trabajo bloqueando nuestra vía de escape mientras Shaun jugaba con su amiguito, y ya fueran portadores o no de un virus que los atontaba, poseían un conocimiento de su ciudad más profundo que el nuestro. Aun así todavía teníamos una ventaja: los zombies carecen del don de predecir los ataques suicidas. Y si existe un término mejor para describir lo que es lanzarse por la pendiente de una loma a setenta y cinco kilómetros por hora con el único objetivo de salir volando de una valla, creo que no quiero oírlo.
La rueda delantera se elevó suavemente, seguida al instante por la trasera, y despegamos con una ligera sacudida, que parecía carente de esfuerzo, pero que en realidad era de lo más acojonante. Yo chillaba. Shaun gritaba con júbilo al comprender por fin mi idea. Y de pronto, todo estuvo en manos de la gravedad, que nunca ha demostrado mucho cariño por los estúpidos rematados. Nos mantuvimos en el aire durante un instante de infarto, disparados hacia delante. Por lo menos estaba bastante convencida de que moriríamos por el impacto.
Las leyes de la física, combinadas con las horas de trabajo que he invertido en la construcción y el mantenimiento de mi moto, permitieron al cosmos, por una vez, mostrarse clemente. Planeamos por encima de los zombies y aterrizamos en uno de los escasos tramos de calzada que se conservaban en buen estado; la sacudida casi nos descoyuntó y a punto estuvo de provocar que se me escapara el manillar de las manos. La rueda delantera rebotó con el golpe y trató de alzarse, y yo grité, medio aterrada y medio furiosa con Shaun por habernos metido en ese lío. El manillar vibró con más violencia, y casi me sacó los brazos de sitio, pero di gas y obligué a la rueda a bajar. La mañana siguiente iba a pagar por todo esto, y no hablo sólo de las facturas por las reparaciones.
Pero daba igual: estábamos sobre el suelo, derechos y no se oían gemidos delante de nosotros. Di más gas y llevé la moto hacia los límites de la ciudad, con Shaun voceando exaltado a mi espalda como un enorme tarado suicida.
—Gilipollas —mascullé mientras conducía.
Una cosa es la noticia y otra muy distinta la interpretación de la noticia, y cuando introduces lo segundo en lo primero lo que obtienes ha dejado de ser una noticia. ¡Ajá! Acabas de crear una opinión.
No me malinterpretéis: la opinión es poderosa. La capacidad para presentar diversas opiniones referidas a un mismo tema es uno de los triunfos de los medios de comunicación libres y debería suponer un estímulo para que la gente se tomara un momento para la reflexión. Pero un montón de gente no quiere hacerlo. No está dispuesta a admitir que cualquier opinión que les venda su ídolo del momento podría no ser imparcial y estar promovida por un motivo oculto. Hay personas que afirman que el Kellis-Amberlee es fruto de un complot de los judíos, de los homosexuales, de grupos de Oriente Medio o, incluso, de una facción de la Nación Aria para conseguir la pureza racial matándonos al resto. Quienquiera que estuviera detrás de la creación y de la liberación del virus ha enmascarado su participación tras una conspiración de proporciones maquiavélicas, y ahora, tanto él como sus seguidores están sentados ahí fuera, plácidamente inmunizados, esperando el fin del mundo.
Perdonadme la expresión, pero desde aquí veo que es una sarta de gilipolleces. ¿Conspiración? ¿Maniobras encubiertas? Estoy convencida de que ahí fuera hay grupos de lunáticos que creen que matar al treinta y dos por ciento de la población mundial en un verano, es una buena idea (y no olvidéis que este cálculo es una estimación conservadora, ya que nunca hemos conseguido un recuento exacto de las muertes producidas en África, Asia y algunas zonas de Sudamérica), pero ¿habrá alguno lo suficientemente chiflado para hacerlo soltando por ahí a lo que solía ser tu abuelita para que vaya mordiendo a gente a la buena de Dios? Los zombies no entienden de conspiraciones. Las conspiraciones son para los vivos.
Este texto es opinión, así que tomadlo como queráis. Pero mantened alejadas vuestras malditas opiniones de mis noticias.
Extraído de
Las imágenes pueden herir tu sensibilidad
,
blog de
Georgia Mason,
3 de septiembre de 2039
Los zombies son bastante inofensivos siempre que los trates con respeto. Hay gente que dice que deberíamos apiadarnos de ellos, establecer con ellos lazos amistosos, pero yo creo que lo más probable es que las personas que defienden esa postura acaben convertidas en zombies. Entendéis lo que quiero decir, ¿verdad? No os compadezcáis de los zombies. Ellos no van a compadecerse de vosotros cuando os hinquen el diente en la cabeza. Lo siento, tíos, pero ni siquiera mi hermana me conoce tan íntimamente.
Si queréis tratar con los zombies manteneos alejados de sus dientes, no permitáis que os arañen, llevad siempre el pelo corto y nunca vistáis ropa holgada. Así de simple. Complicarlo con más consejos sería aburrido, ¿y a quién le gusta el aburrimiento? Con esto ya hemos dicho lo básico en lo referente a los muertos vivientes, tíos.
No os paséis a la hora de divertiros.
Extraído de
¡Viva el Rey!
, blog de
Shaun Mason,
2 de enero de 2039
N
inguno de los dos abrió la boca mientras atravesábamos en la moto las ruinas de Santa Cruz. No había señales de movimiento, y la distancia entre los edificios era cada vez más amplia, de modo que podíamos fiarnos de nuestra exploración visual. Empecé a relajarme cuando tomamos la primera salida a la Autopista 1 en dirección sur. Desde ella podíamos coger la 152, que nos llevaría hasta Watsonville, donde habíamos dejado la furgoneta.