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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (7 page)

Le asestó un golpe en la frente que le provocó una intensísima punzada de dolor. Se cayó hacia atrás, mareada. Starkman dio un volantazo hacia la izquierda y atravesó una puerta metálica que conducía a uno de los muelles del Hudson.

El viento batía contra las ventanas mientras el Bentley aceleraba por el muelle. Nina tuvo que esforzarse para incorporarse y ver los almacenes que pasaban fugazmente por un lado, y los cascos oxidados de los barcos por el otro.

Y enfrente, tan solo agua y las luces lejanas de Nueva Jersey.

Nina dio un grito cuando se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer Starkman.

Se volvió y la miró un instante. Tenía el ojo derecho cerrado, surcado de arañazos, y varios regueros de sangre le corrían por la mejilla.

Entonces abrió la puerta, se tiró y se tapó la cara con los brazos para protegerse. Desapareció en un instante mientras el Bentley avanzaba embalado hacia el final del muelle, ¡con el control de velocidad activado a casi ochenta kilómetros por hora!

Nina apenas tuvo tiempo de gritar antes de que el coche atravesara la fina barrera metálica que había en el extremo del muelle y se precipitara a las aguas oscuras.

La súbita deceleración la empotró contra el respaldo del asiento del conductor. Un enorme chorro de agua helada la embistió. Una nube de burbujas envolvían al Bentley mientras este, con el morro hacia abajo, caía al fondo del río.

Nina intentó salir por el parabrisas trasero, pero los reposacabezas le cerraban el paso. Los ojos empezaban a picarle, intentó abrir la puerta más cercana, pero todos sus esfuerzos fueron en vano.

La ventanilla…

El cristal se había roto y era lo bastante grande para ella. Se agarró al marco para salir. Logró que pasaran los hombros, pero el pecho…

¡Estaba atrapada!

El vestido se había enganchado en las barras metálicas que sujetaban el reposacabezas destruido por los disparos.

Empezó a dar patadas para liberarse. No hubo suerte. El maldito vestido seguía enganchado. Pataleó con más fuerza, se agarró al marco de la ventanilla para hacer más fuerza. El material cedió un poco pero no se rasgó.

Estaba a punto de explotarle el pecho. Tan solo quería inhalar un poco de aire, pero lo único que entraría en sus pulmones sería agua.

¡Iba a ahogarse! El profesor Philby tenía razón: su búsqueda de la Atlántida iba a matarla…

¡No, no pensaba permitir que tuviera razón!

Sin embargo, no podía hacer nada para evitarlo. Estaba atrapada en un coche que se hundía en el río Hudson, y los latidos que sentía en la cabeza se impondrían de un momento a otro a la razón y la obligarían a inspirar, lo que acabaría con ella…

Entonces alguien la agarró.

Se quedó tan estupefacta que no abrió la boca para respirar. Un brazo le rodeó la cintura y tiró de ella. El vestido se desgarró, su salvador la sacó por la ventanilla e inició un rápido ascenso mientras el Bentley desaparecía en la oscuridad que se extendía bajo ellos.

Con el corazón desbocado, Nina alcanzó la superficie y, por fin, pudo tomar aliento, de un modo convulso y doloroso, sin importarle el sabor asqueroso del agua. Sin llegar a soltarla, la persona que la había salvado empezó a nadar hacia la orilla. El miedo y pánico que había sentido empezaron a remitir y Nina se volvió para ver quién era.

El hombre de la chaqueta de cuero esbozó una sonrisa que reveló un hueco grande entre los incisivos.

—¿Está bien, doctora?

—¿Usted?

—¡Hmmf! ¡Qué poco agradecida es!

Llegaron al muelle y el hombre la guió hasta una escalera oxidada. Nina la subió como buenamente pudo hasta una plataforma de cemento que estaba debajo del muelle en sí. El hombre la siguió. Le caían chorretones de agua de la chaqueta.

—Bonito vestido.

—¿Qué? —preguntó Nina, confundida, antes de darse cuenta de que la falda apenas le cubría la entrepierna—. ¡Oh, Dios mío! —Se tapó las piernas con las manos.

—Bueno —dijo el hombre, que se pasó la mano por el pelo corto—, si eso es lo único que le preocupa, entonces es que está bien. —Tenía acento británico, pero Nina no identificaba la región—. Lo cual está muy bien porque tenemos que irnos de aquí. Ahora mismo. —Le tendió una mano. Nina la observó perpleja un instante, y la aceptó. Con una fuerza considerable, la puso en pie. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba descalza.

—¿Quién es usted? —le preguntó, mientras subían rápidamente las escaleras que conducían al muelle—. ¿Qué está pasando?

—Me llamo Chase. Eddie Chase. Tranquila, no soy un chalado. —La miró y le lanzó una sonrisa que no la tranquilizó del todo—. Tan solo estoy lo bastante loco como para tirarme a un río para rescatar a la mujer a la que debo proteger. Para eso me han contratado.

—¿Contratado?

—¡Sí, soy su guardaespaldas!

Llegaron al final de las escaleras, donde los esperaba un pequeño grupo de gente, asombrada. Unos cuantos aplaudieron.

—Pertenecí al SAS, ya sabe, la fuerza de operaciones especiales británica. Ahora… digamos que trabajo por libre. —Nina vio que el Range Rover, que tenía el morro destrozado, estaba aparcado en el muelle con una puerta abierta y el motor todavía en marcha.

Un hombre gordo que llevaba el uniforme de una compañía de seguridad se acercó corriendo hasta ellos.

—¡Eh! —exclamó resollando—. ¿Qué demonios ocurre aquí?

—No pasa nada, colega —respondió Chase—. Todo controlado.

—¡Y una mierda! ¡Un coche se ha cargado la verja y ha saltado por el muelle! ¡Quiero respuestas!

Chase lanzó un suspiro, se metió la mano en la chaqueta y sacó la enorme pistola. A Nina le pareció aún más amenazadora de cerca; tenía el cañón reforzado con una barra de acero en la parte superior.

—Aquí la señora Magnum responderá a todas tus preguntas —dijo, y la agitó en dirección al guarda. La pequeña multitud se apartó rápidamente—. ¿Tienes alguna?

El guarda se esforzó para no aparentar miedo, pero no lo consiguió.

—Pueden esperar.

—Muy bien. Tal vez quieras encontrar al tipo que se tiró del coche antes de que cayera al mar; él sí que es el malo. Pero ahora mismo tengo que llevar a la señorita a algún lugar seguro. ¿De acuerdo?

—¡Por supuesto! —respondió el guarda, que retrocedió.

Chase, que no había guardado la pistola, abrió la puerta del acompañante para Nina, fue corriendo hasta el lado del conductor y entró en el todoterreno de un salto. Salió del muelle a toda velocidad. Al final viró bruscamente, aceleró al llegar a la acera desierta antes de dejar atrás la maraña de coches detenidos y de lomar la autopista West Side.

—Supongo que es mejor que ponga la calefacción —dijo y miró cómo temblaba su acompañante mientras él aceleraba. A lo lejos, las sirenas aullaban en la noche.

Nina masculló entre dientes:

—¿Qué demonios está ocurriendo?

—¿Quiere la versión abreviada? Los malos quieren matarla. Los buenos quieren evitarlo. Yo soy de los buenos.

—¿Por qué quieren matarme? ¿Qué he hecho?

—No es lo que ha hecho, doctora. Tienen miedo de lo que pueda hacer. El tipo del Bentley, ¿Starkman? Fue compañero mío, trabajamos en operaciones conjuntas por todo el mundo… hasta que se pasó al bando de los malos.

—Me dijo que trabajaba para la Fundación Frost, para Kristian Frost.

Chase se rió.

—Bueno, estoy segurísimo de que no es cierto.

—¿Cómo está tan seguro?

—Porque yo trabajo para Kristian Frost. ¿Quiere conocerlo?

Capítulo 3

Noruega

—Mire esto, doctora —dijo Chase—. Es bonito, ¿verdad?

—Sin duda —admitió Nina mientras observaba el paisaje descarnado y bello que se extendía a sus pies.

La casa y la oficina central de Kristian Frost se encontraban en Ravnsfjord, a cinco kilómetros de la costa noruega, al sur de Bergen. El fiordo que daba nombre a la zona partía en dos su vasta propiedad. En el lado sur había un complejo de edificios de oficinas que, a pesar de ser de un diseño ultramoderno, se ajustaban a la perfección al entorno. Una carretera unía las oficinas con el estilizado puente de arco que cruzaba el fiordo. Nina se dio cuenta de que había otro edificio que dominaba el puente, toda la zona en realidad; era un edificio grande y elegante, cuyos colores y líneas se fundían con el acantilado en el que se alzaba.

—Esa es la casa de Frost —le dijo Chase.

—¿Eso es una casa? —Nina dio un grito de sorpresa—. ¡Cielo santo, es enorme! ¡Creía que era otro edificio de oficinas!

—Un poco más grande que su piso, ¿no?

—Solo un poquito. —El avión, un Gulfstream V con los colores corporativos de Frost, se ladeó para cruzar el fiordo. Nina vio otro grupo de edificios ultramodernos al este de la casa, a los pies de un precipicio, y entonces, en el lado norte apareció su destino, un aeropuerto privado—. ¿Todo esto pertenece a Kristian Frost?

—Más o menos, sí. Dirige sus negocios desde este complejo, casi nunca sale de aquí. Supongo que no le gusta viajar.

Nina echó un último vistazo por la ventanilla antes de recostarse. El Gulfstream iba a hacer el descenso final.

—Es un lugar precioso para vivir, sin duda. Aunque un poco aislado.

—Bueno, cuando eres multimillonario, supongo que el mundo va a ti. Como hacemos nosotros.

El avión aterrizó y se dirigió hasta la pequeña terminal. Nina se abrigó bien al bajar a la pista.

—¿Mucho frío? —preguntó Chase.

—¿Me toma el pelo? Estoy acostumbrada a los inviernos de Nueva York. ¡Esto no es nada! —En realidad, se estaba congelando a pesar de que no soplaba el gélido viento de la costa, pero ahora que había abierto la bocaza tenía que apechugar con ello.

—Bueno, dentro de poco estaremos en un lugar más cálido. —Nina miró a Chase reclamando una explicación, pero él se limitó a sonreír—. Ahí está nuestro coche.

Junto al avión se detuvo un jeep Grand Cherokee, del que bajó un hombre con el pelo rubio rapado, el cuello ancho y unos músculos que estaban a punto de reventar las costuras de su traje oscuro hecho a medida para saludarlos.

—Doctora Wilde —dijo con acento alemán—. Soy Josef Schenk, el jefe de seguridad del señor Frost aquí en Ravnsfjord. —Le tendió la mano y Nina se la estrechó. A pesar de que no se la apretó, se dio cuenta de que si hubiera querido habría podido triturarle hasta la última falange—. Encantado de conocerla.

—Gracias —respondió Nina. Se fijó en que Chase y Schenk se observaban de reojo, casi como si fueran unos boxeadores antes de un combate. Tenían una complexión parecida; se preguntó si también tenían unos antecedentes militares parecidos, o si habían sido rivales.

—Joe —dijo Chase.

—Señor Chase —contestó Schenk, antes de abrir la puerta trasera del jeep—. Por favor, doctora Wilde. La llevaré a ver al señor Frost.

Nina subió al coche. Chase la siguió después de pronunciar un «gracias» ligeramente sarcástico y cerró la puerta. Schenk lo miró fijamente antes de dar la vuelta al coche para ponerse al volante.

—¿A qué viene todo esto? —preguntó Nina.

—Es un hombre de la casa —le explicó Chase rápidamente, mientras Schenk no podía oírlos—. No le gustan los independientes, cree que voy a timar a su jefe.

—¿Y va a hacerlo? —Nina no pudo evitar preguntarlo.

—Soy un profesional —respondió Chase, absolutamente serio por un instante—. Siempre cumplo con mi trabajo.

Schenk subió al todoterreno y se pusieron en marcha. Nina vio varios hangares en el extremo occidental de la pista de aterrizaje. Delante del más grande había un avión enorme; tenía el logotipo corporativo de Frost —el contorno de un tridente dentro de la «O» del nombre— pintado a medias en el costado, mientras unas figuras pequeñas encaramadas a una grúa de plataforma lo acababan.

—¡Vaya! Ese sí que es un avión grande.

—Un avión de carga Airbus A380 —dijo Schenk—. La última incorporación a la flota del señor Frost.

Nina miró hacia la larga pista de aterrizaje. Unas montañas de laderas abruptas se alzaban en el lejano extremo oriental.

—¡Espero que tenga unos buenos frenos! Esas montañas están un poco cerca.

—Solo puede despegar en dirección oeste. No es muy práctico pero, por suerte, cuando entre en servicio pasará más tiempo volando por todo el mundo que aquí.

El jeep abandonó el aeropuerto y cruzó el puente. Nina creyó que se dirigiría hacia el oeste, en dirección a las oficinas, pero tomaron una carretera en zigzag que conducía a la casa del acantilado. De cerca, sus líneas elegantes y limpias resultaban aún más sorprendentes.

Schenk aparcó fuera y acompañó a Nina y a Chase a la casa.

—Por aquí.

Nina quedó impresionada por la sala en la que entraron. La pared más alejada tenía forma curva, era una ventana gigante que iba de lado a lado y mostraba una vista espléndida, desde las montañas que rodeaban el aeropuerto hasta el fiordo y los edificios de oficinas que había más abajo y, a lo lejos, el mar del Norte.

Sin embargo, la vista no era lo único impresionante de aquella sala. Era una combinación de salón lujoso y galería de arte. Una escultura de Henry Moore, un Picasso en una hornacina para protegerlo de la luz solar directa, un Paul Klee… y varias obras más que no reconoció de inmediato, pero de cuyo valor no le cabía la más mínima duda.

—Es una casa increíble —comentó, sobrecogida.

—Gracias —dijo una voz nueva, femenina. Nina se volvió y vio a una mujer alta, rubia y deslumbrantemente bella que entró en la sala; lucía una melena brillante que le caía por debajo de los hombros. Debía de tener la edad de Nina, quizá un poco más joven; su porte majestuoso contrastaba con su ropa moderna: una camiseta blanca y ajustada que acababa justo encima del estómago y mostraba unos abdominales perfectos, unos pantalones de cuero negro también ajustados y unas botas de tacón alto. Nina la miró de arriba abajo mientras se acercaba a ella, como si no supiera reaccionar.

—Doctora Wilde —dijo Schenk—, esta es Kari Frost, la hija del señor Frost.

—Encantada de conocerla —dijo Nina, que le tendió la mano. Kari se la estrechó con firmeza. Chase intentó disimular que le estaba dando un buen repaso.

—Lo mismo digo, doctora Wilde —contestó Kari—. Señor Chase, he oído que se requirieron sus servicios en Nueva York.

—Sí, podríamos decirlo así. ¡Hicieron bien en contratarme! —Le lanzó una mirada engreída a Schenk, que frunció el ceño.

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