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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (6 page)

¡Kristian Frost! No solo era uno de los hombres más ricos del mundo, sino que… Bueno, por lo general no le atraían los hombres mayores, pero a juzgar por las fotografías que había visto de él, Kristian Frost podía hacerla cambiar de opinión.

Cogió el colgante y le dio un beso.

—¡Supongo que, al final, me has dado buena suerte!

Capítulo 2

Nina caminaba de un lado para otro hecha un manojo de nervios y miraba hacia la calle, donde ya oscurecía, cada vez que pasaba por delante de la ventana. Después de hablar con Starkman había salido para fundir la tarjeta de crédito con la compra de un vestido azul escotado apropiado para cenar con un multimillonario. O eso esperaba.

Aún no podía creérselo. ¡Kristian Frost quería conocerla! ¡Para hablar de sus teorías sobre el emplazamiento de la Atlántida!

Se detuvo y repasó mentalmente los puntos más importantes de su exposición. Si convencía a Frost de que tenía razón, los esfuerzos para conseguir las migajas que podría ofrecerle la universidad serían cosa del pasado. No sería necesario fletar los costosos barcos de reconocimiento porque Frost era propietario de varios.

Echó otro vistazo por la ventana. No había rastro de ningún coche fuera, pero…

¿Quién era ese?

Su edificio estaba en la esquina de una manzana. Al otro lado de la calle alguien se escondió en la esquina de los apartamentos que había enfrente.

Alguien que llevaba una chaqueta de cuero negro.

Miró atentamente hacia la acera. Pasaron varias personas, pero el hombre no volvió a aparecer.

Es solo una coincidencia se dijo a sí misma. Nueva York era una ciudad grande y había muchos hombres que tenían chaquetas de cuero negras.

En ese instante le llamó la atención otra cosa, un coche granile y plateado que se detuvo frente a su edificio. Miró el reloj. Faltaban pocos minutos para las siete.

Bajó un hombre y se acercó a la puerta principal. Al cabo de un segundo sonó el portero automático.

—¿Sí?

—¿Doctora Wilde? —preguntó la voz resonante desde la calle—. Soy Jason Starkman.

—¡Ahora bajo! —respondió y cogió la carpeta que había preparado antes. Se detuvo un instante para mirarse en el espejo que tenía junto a la puerta. Se había peinado con esmero, lucía un maquillaje elegante y discreto, había eliminado todos los rastros de las patatas, y salió pitando.

Starkman la esperaba abajo. No se había formado una imagen mental de él a partir de su voz, que tan solo había revelado un leve acento tejano, pero se quedó impresionada cuando lo vio. Starkman era un hombre alto, de complexión fuerte; vestía un traje azul caro y una camisa blanca inmaculada. Aparentaba treinta y muchos, y las marcas que tenía alrededor de los ojos le transmitieron la sensación de que había viajado mucho. Había visto el mismo tipo de arrugas causadas por el sol en otros hombres, como por ejemplo su padre.

Le tendió una mano.

—Doctora Wilde. Encantado de conocerla.

—Lo mismo digo. —Se la estrechó; tenía la piel áspera.

Starkman reparó en el colgante que lucía en el escote, antes de señalar la carpeta que llevaba bajo el brazo.

—¿Son sus notas?

—Sí. Todo lo que necesito para convencer al señor Frost de que tengo razón, ¡espero! —dijo, entre risas nerviosas.

—Por lo que hemos oído sobre su teoría, dudo que tenga que esforzarse mucho para convencerlo. ¿Está lista para irnos?

—¡Por supuesto!

La acompañó al coche. Al principio ella creyó que se trataba de un Rolls-Royce, pero enseguida se dio cuenta de que era un Bentley. Igual de lujoso pero más deportivo, aunque no lo sabía por experiencia propia.

—Bonito coche —comentó.

—Un Bentley Continental Flying Spur. El señor Frost siempre compra lo mejor. —Le abrió la puerta trasera.

El interior del Bentley era tan suntuoso como se lo había imaginado, los asientos de cuero color crema pálido. Había otro hombre trajeado al volante. Starkman cerró la puerta y se sentó en el asiento del copiloto. Hizo un gesto y el chófer se alejó de la acera y se detuvo en el cruce. Nina, llevada por la costumbre, miró cómo estaba el tráfico… y al otro lado de la calle vio al hombre que la había observado frente a la universidad. Hablaba por el móvil, pero no le quitaba ojo de encima.

Dio un grito ahogado.

—¿Le ocurre algo? —preguntó Starkman, que se volvió.

—Yo… —El Bentley se puso en marcha y dobló la esquina, por lo que perdió al hombre de vista. Por un momento se le pasó por la cabeza hablarle a Starkman de su supuesto acosador, pero al final prefirió no hacerlo. Si constituía una amenaza, para eso estaba la policía y, además, no conocía a Starkman mucho mejor que al hombre de la chaqueta de cuero—. Es que me ha parecido que había visto a alguien que conocía.

Starkman asintió y se volvió hacia delante. El Bentley volvió a girar y se dirigió hacia el oeste.

Aquello le extrañó a Nina. Había buscado en internet dónde estaba la Fundación Frost de Nueva York, y se encontraba en el East Midtown, no muy lejos de la ONU. La forma más rápida de llegar desde su apartamento habría sido dirigirse hacia el este, y luego tomar la Primera Avenida…

Decidió esperar antes de comentar nada. El Bentley tenía un sistema de navegación por satélite; quizá había algún problema de tráfico y era más rápido dar ese rodeo.

Pero continuaron en dirección oeste una manzana más, y luego otra…

—¿Adonde vamos? —preguntó Nina como quien no quiere la cosa.

—A la Fundación Frost.

—¿No está en el East Side?

Nina se dio cuenta de que el chófer la miraba un instante por el retrovisor y vio un atisbo de… ¿preocupación?

—Tenemos que desviarnos.

—¿Adonde vamos?

—No tardaremos mucho.

—No he preguntado eso.

Ambos hombres intercambiaron miradas.

—En fin —exclamó Starkman, con un fuerte acento tejano—. Quería esperar a llegar a nuestro destino, pero… —Se volvió, metió la mano en la chaqueta y sacó…

¡Una pistola!

Nina lo miró, incrédula.

—¿Qué es eso?

—¿A usted qué le parece? Creía que los científicos como usted eran más inteligentes.

—¿Qué sucede? ¿Qué quieren?

Starkman alargó el otro brazo.

—Para empezar, sus notas. —La apuntaba al pecho—. Es una pena que no haya traído su ordenador. Supongo que tendremos que ir a por él más tarde.

—¿Más tarde? —El silencio y la expresión pétrea de Starkman hizo que se diera cuenta del horrible destino que la aguardaba—. ¡Oh, Dios mío! ¿Van a matarme?

—No es nada personal.

—¿Y se supone que eso debe hacer que me sienta mejor? —Desesperada, buscó una forma de huir.

Tiró de la manilla de la puerta, pero solo se movió un poco. Tenía activado el cierre de seguridad para niños. A pesar de que sabía que era inútil, se estiró en el asiento e intentó abrir la otra, pero fue en vano.

¡Estaba atrapada!

Una sensación de pánico se apoderó de ella y le oprimió el pecho. Miró a Starkman con sus ojos verdes abiertos de par en par.

Una expresión de sorpresa teñía ahora la cara del tejano, que apartó la mirada de Nina y se fijó en la ventana trasera…

¡Bump!

Nina chocó con el asiento delantero cuando algo embistió al Bentley por detrás. A Starkman se le cortó la respiración al golpearse la cabeza contra el salpicadero. Se incorporó hecho una furia y apuntó la pistola hacia la ventana trasera. Nina gritó y se apartó de la línea de fuego.

—¡Es Chase! —exclamó Starkman—. ¡Hijo de puta!

—¿Cómo demonios nos ha encontrado? —preguntó el conductor.

—¡Me importa una mierda! ¡Deshazte de ese inglés cabrón y sácanos de aquí!

El Bentley viró bruscamente. Nina se deslizó sobre el asiento de cuero y se golpeó la cabeza contra la puerta. Sobre ella, Starkman agitaba la pistola mientras intentaba apuntar.

¡Otro impacto!

Esta vez fue lateral. El coche, que pesaba dos toneladas, dio un bandazo. La carrocería crujió y se retorció. Nina vio otro vehículo por la ventana, un todoterreno negro.

Starkman disparó. Nina gritó y se tapó las orejas con las manos cuando una ventanilla estalló en miles de fragmentos. El todoterreno dio un frenazo y las ruedas chirriaron. El viento azotaba la ventana rota.

Starkman volvió a disparar, dos veces, y el parabrisas trasero quedó hecho añicos que cayeron sobre Nina. Se oyeron los bocinazos furiosos de otros coches, que se apagaron rápidamente en cuanto el Bentley aceleró. El conductor soltó un par de palabrotas y dio un volantazo que hizo que Nina saliera despedida hacia el otro lado.

—¡A la derecha! —gritó Starkman. Nina apenas tuvo tiempo de agarrarse antes de que el Bentley chirriara al dar un viraje brusco.

—¡Mierda! —El conductor dejó escapar un grito ahogado cuando el coche chocó contra algo. Nina se dio cuenta, horrorizada, de que habían atropellado a alguien. Se oyeron gritos fuera mientras alguien daba volteretas por encima del capó del coche. Pero el chófer no se detuvo, sino que se esforzó para no perder el control del Bentley mientras aceleraba de nuevo.

Starkman hizo dos disparos más. Nina oyó cómo aceleraba el potente motor del otro coche que iba tras ellos. Tenía la pistola encima de ella mientras el tejano intentaba apuntar.

Le agarró la muñeca con ambas manos, tiró del brazo y le mordió la mano con todas sus fuerzas.

Starkman profirió un gruñido de dolor y disparó.

El fogonazo la cegó, y el estruendo, a unos pocos centímetros de su cabeza, la dejó aturdida unos instantes. La bala se hundió en el respaldo de su asiento.

Starkman logró zafarse. Unas manchas de color enturbiaron la mirada de Nina, causadas por el disparo casi a bocajarro. Empezó a recuperar el oído justo a tiempo para oír más disparos.

Pero esta vez no eran de Starkman.

El reposacabezas del conductor estalló en miles de pedazos de cuero y relleno, seguidos al cabo de una milésima de segundo por la cabeza del chófer. Las manchas de sangre y los sesos salpicaron el techo pálido del coche y el parabrisas delantero.

El Bentley dio un bandazo cuando el cadáver del conductor cayó a un lado. Starkman gritó y agarró el volante. El vehículo enderezó la trayectoria y Nina, aún aturdida, salió despedida hacia el otro lado del asiento.

¡Bam!

El todoterreno los embistió de nuevo.

Starkman profirió un par de insultos, se inclinó sobre el conductor y abrió la puerta. Le soltó el cinturón, tiró el cuerpo a la carretera y, tras otra embestida aún más violenta del todoterreno, cayó sobre el asiento del piloto. El Bentley dio varios bandazos antes de que Starkman recuperara el control. Agarró el volante, giró bruscamente hacia la izquierda y pisó el acelerador a fondo. Los neumáticos protestaron con un chirrido y el pesado coche se bamboleó.

Nina se golpeó la cabeza contra la puerta derecha tras salir despedida a causa del viraje. Se incorporó. Si Starkman estaba ocupado conduciendo, entonces no podía disparar…

El otro vehículo, un Range Rover, se puso a su altura. Reconoció la cara que estaba al volante: ¡era el hombre de la chaqueta de cuero!

Tenía una enorme pistola plateada en una mano y apuntaba al Bentley.

—¡Agáchese! —le gritó.

Se echó en el asiento justo en el instante en que oyó dos disparos más, que sonaron como dos cañonazos, fuera. Starkman se agachó y se protegió la cara cuando el parabrisas estalló en pedazos, que cayeron en el interior del coche.

Con el volante agarrado con una mano, se volvió y disparó tres veces por encima del hombro izquierdo. Nina oyó el chirrido de los neumáticos del Range Rover en una maniobra desesperada para esquivar los tiros.

Sonaron más cláxones mientras Starkman se abría paso con el Bentley entre el tráfico nocturno; un crujido metálico le perforó los oídos a Nina cuando pasaron rozando a otro coche. Alzó la vista y vio que debían de estar en la calle Diecisiete o Dieciocho y que se dirigían a toda velocidad hacia la zona occidental de Manhattan, ante ellos solo tenían los anchos carriles de la autopista West Side, y luego las frías aguas del río Hudson.

Starkman manoseaba la pistola y a duras penas podía mantener el control del volante. Nina se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Tenía puesto el seguro automático; estaba recargándola…

¡Lo que significaba que no podía disparar!

Se incorporó rápidamente y le arañó la cara. Él le dio un golpe e intentó usar el arma a modo de porra. Nina se agachó y prosiguió con su ataque; notó algo blando bajo el dedo corazón de la mano derecha.

Su ojo.

Le clavó la uña. Starkman soltó un alarido y le arreó un fuerte golpe con la pistola.

—¡Pare el coche! —gritó ella. Un vistazo fugaz al indicador de velocidad le permitió comprobar que iban a cien kilómetros por hora, y subiendo. Avanzaban a toda prisa, iban directos hacia una cola de coches que esperaban a que cambiara el semáforo.

Nina gritó de nuevo, esta vez de pánico, y apartó las manos de la cara de Starkman. Tenía los dedos ensangrentados. El tejano vio el peligro justo a tiempo y viró bruscamente a la derecha, una maniobra que les permitió esquivar el último coche por apenas unos centímetros, aunque acabaron subiéndose a la acera. Una papelera salió volando por los aires, pero esa era la menor de las preocupaciones de Nina, porque ahora iban directos hacia la autopista West Side…

Se horrorizó al constatar que Starkman estaba acelerando.

El Bentley voló al llegar al final de la acera y los bajos del coche chirriaron al chocar contra el asfalto. Nina vio destellos de luces y oyó el chirrido desesperado de los frenos. Los coches que giraban bruscamente en todas direcciones para evitar chocar contra ellos, eran golpeados por detrás por otros conductores.

Cruzaron los carriles que se dirigían hacia el norte y llegaron a la mediana ilesos, pero entonces Starkman se incorporó al tráfico en dirección sur, ¡en dirección contraria!

—¡Oh, Dios mío! —gritó Nina mientras el Bentley sorteaba los coches y los camiones. Varios vehículos los pasaron rozando a unos centímetros, entre los gritos histéricos de sus conductores, que intentaban esquivar al loco que cargaba contra ellos. Los cláxones resonaban por delante y por detrás, una orquesta de ira y miedo—. ¡Pare el coche antes de que nos matemos los dos!

Intentó clavarle las uñas en los ojos de nuevo, pero esta vez Starkman estaba preparado.

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