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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (3 page)

—Me pregunto si Krauss es uno de ellos.

—Efectivamente —respondió Laura, que señaló uno de los cuerpos—. Ahí está el jefe de la expedición.

—¿Cómo lo sabes?

Se aproximó al cuerpo y casi lo tocó con la mano enguantada. Henry acercó la linterna para ver una pequeña chapa metálica, una insignia…

Un escalofrío pasajero, que nada tenía que ver con el frío, le recorrió todo el cuerpo. Era la estilizada calavera de las Schutzstaffel, las SS. Hacía más de medio siglo que la organización ya no existía, sin embargo aún era capaz de inspirar miedo.

—Jurgen Krauss —dijo Henry al final, mientras examinaba de cerca el hombre muerto. Había una cierta ironía política en el hecho de que el jefe de la expedición nazi se pareciera tanto a la calavera de su insignia de las SS—. Nunca creí que llegaría a conocerte. ¿Pero qué te trajo aquí?

—¿Por qué no lo averiguamos? —preguntó Laura—. Ahí está la mochila y, a buen seguro, contiene todas sus libretas. Échale un vistazo.

—Espera, ¿quieres que lo haga yo?

—¡Por supuesto! No pienso tocar a un nazi muerto. ¡Puaj!

—¿Jack?

Su amigo negó con la cabeza.

—No estoy acostumbrado a manipular cuerpos que llevan tan poco tiempo muertos.

—Miedica —le endilgó Henry, con una sonrisa burlona. Agarró el cuerpo, intentando moverlo lo mínimo posible, mientras abría la mochila.

Al principio el contenido resultó bastante prosaico: una linterna corroída por las burbujas de ácido que habían salido de las pilas, agotadas desde hacía tiempo; pedazos arrugados de papel encerado que contenían las últimas migajas de comida de la expedición. Pero tras aquellos restos penosos empezaron a aparecer cosas más interesantes. Mapas doblados, libretas encuadernadas en cuero, hojas de papel en las que había varios calcos de más caracteres glozel, una lámina de cobre que parecía un mapa o plano grabado… y algo envuelto con sumo cuidado en varias capas de un material que lo sorprendió: terciopelo oscuro.

Laura cogió la lámina de cobre.

—Está desgastada por la arena… ¿Crees que encontraron esto en Marruecos?

—Tal vez. —Henry debería haber examinado las libretas en primer lugar, pero lo intrigaba más aquel misterioso objeto liso, que medía menos de treinta centímetros de largo y era sorprendentemente pesado. Lo dejó en el suelo con cuidado, junto a la linterna y apartó la tela.

—¿Qué es? —preguntó su mujer.

—Ni idea, pero creo que es metálico. —El terciopelo, que había ganado en rigidez a causa del paso del tiempo y el frío, reveló su contenido a regañadientes cuando Henry quitó la última capa.

—¡Vaya! —soltó Laura. Jack abrió los ojos de par en par, asombrado.

Dentro del envoltorio de terciopelo había una barra metálica de unos cinco centímetros de ancho; uno de los extremos era redondeado y tenía grabada una punta de flecha en la superficie.

Incluso bajo la fría luz azul de la linterna, el objeto emitía un suave resplandor, desprendía un brillo rojizo y dorado que no se parecía a nada que hubiera visto en la naturaleza.

Henry, paralizado, se arrodilló para observarlo más de cerca. A diferencia de la pieza que sostenía Laura, la barra no mostraba signos de envejecimiento o desgaste, como si estuviera recién pulido. El metal no era oro ni bronce, sino…

Laura también se arrodilló y empañó con su aliento la fría superficie metálica.

—¿Es lo que creo que es?

—Eso parece. Cielo santo. No me lo puedo creer. Al final resulta que los nazis encontraron un objeto hecho de oricalco, tal como lo describió Platón. ¡Un objeto genuinamente atlante! ¡Hace cincuenta años!

—Cuando volvamos a casa le debes una disculpa a Nina —advirtió Laura a su marido en tono de broma—. Siempre creyó que eso que encontró en Marruecos era oricalco.

—Supongo que sí —admitió Henry mientras cogía la barra con prudencia—. Esto no es una simple barra de bronce descolorido. —Se percató de que la parte inferior no era plana, sino que tenía una protuberancia circular en el extremo cuadrado. En la misma posición de la cara superior, había una pequeña ranura dispuesta en un ángulo de cuarenta y cinco grados—. Creo que esto formaba parte de algo más grande —observó—. Parece como si hubiera sido concebido para colgar de algo.

—Tal vez describía un movimiento oscilante —sugirió Laura—, como un péndulo.

Henry pasó la punta de un dedo por la punta de flecha grabada.

—¿Un puntero?

—¿Qué son esas marcas? —preguntó Jack. Una línea fina surcaba el objeto de metal. A ambos lados había una serie de símbolos apenas visibles, una serie de puntitos, dispuestos en grupos de hasta ocho. También se veían…

—Más caracteres glozel —dijo Henry—. Pero no se parecen a los de la tumba; mira, algunos se parecen más a jeroglíficos.

—Los comparó con los de los calcos. Eran del mismo estilo. —Esto es cada vez más extraño.

Jack lo observó con mayor detenimiento.

—Parecen olmeca o algo similar. Es una mezcla extraña…

—¿Qué significan? —preguntó Laura.

—No tengo ni idea. No es un lenguaje que domine a la perfección. Bueno, aún no. —Tosió en un gesto de modestia.

—Parece como si los hubieran añadido después de su fabricación —advirtió Henry—. La inscripción es mucho más tosca que la punta de flecha. —Dejó el misterioso objeto en la funda de terciopelo—. ¡Solo esto justifica nuestro viaje hasta aquí! —Se puso en pie de un salto, soltó un grito de euforia y abrazó a Laura—. ¡Lo hemos logrado! ¡Hemos encontrado pruebas de que la Atlántida no fue únicamente un mito!

Ella lo besó.

—Ahora lo único que nos queda es encontrar la propia Atlántida, ¿no?

—Bueno, hay que ir paso a paso.

Un grito procedente del interior de la cueva atrajo su atención.

—¡Aquí hay algo, profesor! —chilló Sonam.

Tras dejar el objeto en el suelo, Henry y Laura se dirigieron corriendo hasta el tibetano.

—Mire esto —dijo Sonam, que iluminaba con su linterna la pared de la tumba—. Creía que era una grieta en la roca, pero entonces me he dado cuenta de algo. —Se quitó un guante, metió la yema del dedo meñique en la rendija vertical y alzó la mano—. Tiene la misma anchura exacta hasta arriba. Y hay otra igual justo ahí. —Señaló un punto de la pared, situado a poco más de dos metros y medio.

—¿Una puerta? —preguntó Laura.

Henry iluminó la grieta hacia arriba, hasta llegar a una línea horizontal apenas visible, situada a unos dos metros y medio de altura.

—Es una puerta grande. Jack tiene que ver esto. —Alzó la voz—: ¿Jack? ¡Jack! —Solo oyó su propio eco—. ¿Dónde se ha metido?

Laura negó con la cabeza.

—Ha escogido un buen momento para irse a mear. El mayor descubrimiento arqueológico del siglo y…

—¡Profesor Wilde! —gritó otro de los tibetanos—. ¡Hay algo fuera! ¡Escuche!

El grupo se quedó en silencio, aguantando la respiración. Oyeron un ruido sordo, de ritmo rápido, acompañado de un estruendo.

—¿Un helicóptero? —exclamó Laura con incredulidad—. ¿Aquí?

—Vamos —le espetó Henry, que echó a correr hacia la entrada. El cielo se había encapotado. Utilizó la cuerda para escalar la montaña de escombros, seguido de su mujer.

—¿El ejército chino? —preguntó ella.

—¿Cómo saben que estamos aquí? Ni tan siquiera nosotros sabíamos cuál era nuestro destino hasta que llegamos a Xulaodang. —Henry se apretujó para salir al exterior por la estrecha abertura. El tiempo estaba empeorando a marchas forzadas y soplaba un fuerte viento.

Sin embargo, no era esa su principal preocupación. Buscó el helicóptero con la mirada; el ruido era cada vez más fuerte, pero no lo veía por ningún lado.

Tampoco a Jack.

Laura apareció tras él.

—¿Dónde está?

Obtuvo respuesta a su pregunta al cabo de un instante cuando vieron el helicóptero.

Henry vio de inmediato que no era chino. No tenía ninguna estrella roja, ni ninguna otra señal, ni tan siquiera matrícula. Tan solo estaba pintado de un gris oscuro siniestro que lo hizo pensar en las Fuerzas Especiales. Pero ¿de qué país?

Sus conocimientos de aeronáutica eran demasiado limitados como para reconocer el tipo de helicóptero, pero era lo bastante grande como para transportar a varias personas en el compartimiento de pasajeros. Tras el cristal de la cabina vio a los pilotos, que volvían la cabeza de un lado a otro, como si buscaran algo.

O a alguien.

A ellos.

—¡Vuelve a la cueva! —le gritó a Laura que, con una mirada de preocupación, desapareció en la oscuridad.

El helicóptero se acercó y levantó un remolino de nieve. Henry retrocedió hasta la entrada de la cueva.

Uno de los pilotos apuntó al suelo; a él.

La nave giró como un insecto extraterrestre gigante, las ventanas de la cabina como ojos enormes que lo observaban, y luego se puso de costado. Se abrió una puerta y, al cabo de unos instantes, cayeron dos cuerdas que se revolvían en el suelo como una serpiente.

Entonces dos siluetas oscuras aparecieron de las entrañas del helicóptero y descendieron hasta el suelo.

Henry vio enseguida que iban armados, con fusiles automáticos a la espalda.

La única arma que poseía su expedición era un sencillo rifle de caza, que habían llevado más para asustar a los animales salvajes que debido a su efectividad. Y ni tan siquiera lo tenían en ese instante ya que lo habían dejado en el campamento.

En cuanto ambos hombres llegaron al suelo dos más empezaron a descender. También iban armados.

Henry se introdujo de nuevo en la cueva, resbaló por el montón de piedras y se dio un golpe cuando cayó al suelo.

—¡Henry! —gritó Laura—. ¿Qué pasa?

—No creo que vengan en son de paz —dijo, con una mueca adusta—. Son cuatro, como mínimo, y tienen armas.

—¡Cielos! ¿Y Jack?

—No lo sé, no lo he visto. Tenemos que abrir esa puerta. Vamos. —Mientras Laura se dirigía a toda prisa hacia la tumba, Henry, llevado por su instinto, cogió el extraño objeto y lo envolvió en el terciopelo mientras corría.

Los cuatro tibetanos palpaban desesperadamente las paredes de la tumba.

—¡Aquí no hay nada!

—¡Tiene que haber algo! —bramó Henry—. Una palanca, una cerradura, ¡algo! —Miró hacia atrás. Una silueta se perfiló en la entrada de la cueva. Al cabo de un segundo cayó como si se la hubiera tragado la tierra y fue sustituida por otra—. ¡Mierda! ¡Están en la cueva!

Laura lo agarró del brazo.

—¡Henry!

Otra silueta, y otra, y otra…

Cinco hombres. Todos armados.

Estaban atrapados.

Unas líneas rojas rasgaron la oscuridad. Mirillas láser, seguidas de la intensa luz de unas linternas halógenas. El resplandor barrió la cueva antes de detenerse en el pequeño grupo de personas que había en la tumba.

Henry se quedó paralizado, casi cegado por los rayos, sin saber qué hacer. No podían huir y los haces láser que recorrían sus cuerpos significaban que tampoco podían luchar…

—¡Profesor Wilde!

Henry se quedó atónito. ¿Sabían su nombre?

—¡Profesor Wilde! —repitió la voz, profunda y sonora, con un acento… ¿griego?—. Quédese donde está. Usted también, doctora Wilde —le ordenó a Laura.

Los intrusos se acercaron.

—¿Quiénes son? —preguntó Henry—. ¿Qué quieren?

Los hombres que sostenían las linternas se detuvieron, pero una silueta alta siguió avanzando hacia los miembros de la expedición.

—Me llamo Giovanni Qobras —dijo el hombre. Gracias a la luz que iluminaba las paredes de la tumba Henry pudo ver sus facciones. Tenía una cara angulosa, áspera, con una prominente nariz romana, el pelo oscuro peinado hacia atrás, como si fuera un solideo.

—Lo que quiero, lamento decirle… es a usted.

Laura lo miró con perplejidad.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a que no puedo permitir que continúe con su investigación. El mundo correría un riesgo demasiado grande.

Lo siento mucho. —Inclinó la cabeza por un instante y retrocedió—. No es nada personal.

Los rayos láser se detuvieron en Henry y Laura.

Él abrió la boca.

—Espere…

El estruendo ensordecedor de las armas automáticas llegó hasta el último rincón de la cueva.

Qobras observó los seis cuerpos acribillados mientras esperaba que el eco de los disparos se desvaneciera y dio unas órdenes rápidas.

—Coged todo lo que esté relacionado con su expedición: mapas, notas, todo. Y haced lo mismo con los cuerpos que hay ahí. —Señaló los cadáveres de los nazis—. Supongo que son los restos de la expedición de Krauss. Un misterio histórico resuello… —añadió casi para sí, mientras sus hombres se dividían para examinar los cuerpos.

—¡Giovanni! —gritó uno de ellos al cabo de un minuto, arrodillado junto al cuerpo de Henry.

—¿Qué sucede, Yuri?

—Tienes que ver esto.

Qobras se acercó a su hombre.

—¡Dios mío!

—Es oricalco, ¿verdad? —preguntó Yuri Volgan, mientras iluminaba con su linterna el objeto que acababa de desenvolver. Un resplandor anaranjado se reflejó en el rostro de ambos hombres.

—Sí… pero nunca había visto un objeto hecho con este melai, solo pedacitos.

—Es precioso… y debe de valer una fortuna. ¡Millones de dólares, decenas de millones!

—Como mínimo. —Qobras observó el objeto durante un buen rato. Llegó a verse los ojos reflejados en el metal. Entonces se irguió bruscamente—. Pero hay que mantenerlo oculto. —Sacó una linterna y examinó las paredes de la tumba, pero solo vio bajorrelieves de antiguos dioses. Se volvió hacia el altar y observó las inscripciones—. Glozel… pero nada sobre la Atlántida.

—Quizá deberíamos buscar en la tumba —propuso Volgan, que echó un último vistazo al objeto antes de envolverlo de nuevo con sumo cuidado con el terciopelo.

Qobras meditó un instante.

—No —respondió al final—. Aquí no hay nada, ya deben de haber saqueado el lugar. Creía que los Wilde podrían conducirnos hasta la Atlántida, pero esto no es más que otro callejón sin salida. Tenemos que irnos de aquí antes de que llegue la tormenta. —Se volvió y se dirigió hacia la entrada de la cueva.

Volgan, que se había quedado rezagado, miró hacia atrás para asegurarse de que no lo miraba nadie y guardó el artefacto envuelto en su gruesa chaqueta.

Qobras se acercó al borde del precipicio, encendió una bengala para avisar al helicóptero y se volvió hacia el hombre que se encontraba junto al campamento de la expedición.

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