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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (2 page)

Ahora Henry ya sabía quién lo había hecho.

Los nazis habían unido las mismas piezas del rompecabezas y habían enviado una expedición a Marruecos. Los documentos de la Ahnenerbe que tenía ahora en las manos solo dejaban entrever lo que habían encontrado, pero gracias a esos hallazgos habían organizado otra expedición a Sudamérica, cuyo desenlace ignoraba; sin embargo, sí que conocía la consecuencia de esa misión: los nazis habían acabado en el Tibet, en la Cima Dorada.

En el lugar donde se encontraban ellos.

—Ojalá tuviéramos más información —se quejó Henry—. Me gustaría saber qué encontraron exactamente en Sudamérica.

Laura buscó una página en concreto.

—Sabemos lo suficiente. Estos papeles nos han traído hasta aquí. —Leyó una frase del papel deteriorado y lleno de manchas—: «La Cima Dorada, de la cual se dice que resplandece con la luz del alba entre dos montañas oscuras». Yo diría… —se volvió y miró hacia la montaña, que se alzaba imponente— que encaja con la descripción.

—De momento. —Henry examinó el A pesar de que lo había leído cientos, miles de veces, lo hizo de nuevo para asegurarse de que no había cometido ningún error al traducirlo.

Efectivamente, estaban en el lugar correcto.

—Se supone que la entrada se encuentra al final del Sendero de la Luna… sea lo que sea eso. —Cogió los prismáticos y miró hacia el paisaje que se alzaba ante ellos, pero solo vio rocas y nieve—. ¿Por qué las leyendas tienen que usar siempre nombres tan crípticos? ¿Parece que conduce hacia la luna, sigue los movimientos de la luna, o qué?

—Creo que se parece a la luna —respondió Laura, con énfasis—. En concreto a la luna creciente.

—¿Por qué lo crees? —Henry no veía nada que se pareciera, ni remotamente, a la luna mientras escrutaba la montaña.

—Porque —contestó su mujer, mientras le cogía los prismáticos y se los quitaba dulcemente— lo estoy viendo delante de mí.

Henry parpadeó y se preguntó a qué se refería Laura… hasta que lo vio.

Había estado ahí todo el rato, pero él se había ofuscado tanto buscando un detalle pequeño y concreto que se le había pasado por alto.

Ante ellos se extendía un sendero largo y curvo que torcía a la izquierda, se alzaba por la ladera del pico antes de doblar a la derecha y finalizar en un amplio saliente. A diferencia de la mezcla de rocas oscuras y nieve que lo rodeaban, el sendero era casi una media luna inmaculada de blanco puro, que permitía adivinar un terreno llano y liso. No podía creer que no lo hubiera visto antes.

—¿Laura?

—¿Sí?

—Este es uno de esos momentos en los que me alegro mucho de haberme casado contigo.

—Sí. Lo sé. —Se sonrieron y se besaron—. Bueno —dijo ella cuando se apartaron—, ¿crees que está muy lejos?

—A un kilómetro y medio, quizá… y unos ciento cincuenta metros más arriba. Será un ascenso empinado.

—Si los antiguos atlantes podían subir aquí con sandalias, supongo que nosotros también podremos lograrlo con nuestras botas de montañismo.

—Eso pienso yo. —Henry guardó la carpeta en la mochila y le hizo un gesto con la mano al resto de la expedición—. ¡Vamos! ¡Ya está! ¡En marcha!

Les costó más de lo esperado recorrer el sendero. La nieve camuflaba un terreno sembrado de rocas inestables, como consecuencia de los desprendimientos de tierras, lo que convertía cada paso en una hazaña peligrosa.

Cuando llegaron a la cornisa, el sol había coronado la cima de la montaña y había sumido en la sombra la ladera oriental. Henry se volvió y oteó el horizonte mientras ayudaba a Laura a recorrer los últimos metros del camino. Se aproximaban unos nubarrones por el norte. No se había dado cuenta de su presencia debido al esfuerzo que le había exigido la ascensión, pero la temperatura había bajado sin lugar a dudas.

—¿Se avecina mal tiempo? —preguntó Laura, que miró en la misma dirección que su marido.

—Parece que vamos a tener una ventisca.

—Fantástico. Por suerte hemos alcanzado la cima antes de que empezara. —Laura miró de nuevo hacia la cornisa, que en el tramo más estrecho debía de medir unos diez metros de ancho, mientras se abría paso por la pared de la montaña—. No deberíamos tener problemas para montar el campamento aquí.

—Diles a los guías que fijen las tiendas antes de que empiece el mal tiempo —le pidió Henry. El camino acababa ahí; sobre la cornisa se alzaba una pared de roca tan empinada que requería que se equiparan con el equipo adecuado de montañismo, lo cual no suponía problema alguno ya que habían traído todo lo necesario. Pero si los documentos de la Ahnenerbe eran correctos, no deberían necesitarlos…

Laura transmitió las instrucciones de su marido a los tibetanos antes de volverse hacia él.

—¿Qué piensas hacer?

—Voy a echar un vistazo. Si existe alguna entrada que pueda conducir a las cuevas, no debería ser muy difícil de encontrar.

Laura enarcó una ceja, un destello de alegría en sus ojos verde intenso.

—Lo que sea con tal de no ayudar a montar la tienda, ¿no?

—¡Eh, que los pagamos para eso! —Se volvió hacia el hombre que estaba sentado solo en una roca cercana—. ¿Qué me dices, Jack? ¿Te apuntas?

El tercer miembro estadounidense del grupo alzó los ojos y los miró desde el interior de la capucha de su parka.

—¡Déjame recuperar el aliento, Henry! Creo que esperaré aquí y pondré a hervir un poco de café.

—No puedes dejar tu adicción a la cafeína ni el Tibet, ¿eh? —Marido y mujer enarcaron las cejas en un gesto burlón mientras se alejaban y dejaron a Jack a solas—. Lleva años diciéndonos que estamos locos por buscar la Atlántida y cuando por fin encontramos una pista sólida, de repente va y casi nos suplica que le dejemos acompañarnos… y ahora que estamos a las puertas de nuestro objetivo, ¡decide tomarse un descanso para beber café! —exclamó Henry—. Qué raro.

—Tienes razón. Sin embargo nosotros no somos raros por habernos pasado los últimos veinte años recorriendo todo el mundo, en busca de leyendas.

—Bueno, no lo seremos cuando encontremos la Atlántida, ¿no crees? Seremos los arqueólogos más famosos desde…

—¿Indiana Jones?

Henry sonrió.

—Iba a decir Heinrich Schliemann, pero Indiana Jones también me vale. ¿Crees que estaría guapo con un sombrero como el suyo?

Laura miró a su marido de pies a cabeza con aspavientos.

—Creo que estarías guapo con cualquier cosa. O mejor sin nada.

—Compórtate, descarada. Espera a que estemos en algún lugar con calefacción. O, como mínimo, con una buena chimenea.

—Te tomo la palabra. Y la chimenea suena como algo mucho más romántico. —Siguieron avanzando por la cornisa; a cada paso la nieve crujía.

Al cabo de unos minutos Henry se detuvo y se quedó mirando la pared de roca.

—¿Qué sucede? —preguntó Laura.

—Esos estratos… —dijo y señaló un lugar. Muchos siglos antes, las inmensas fuerzas que provocaron que se alzara el Himalaya en el lugar donde colisionaron las placas tectónicas indias y asiáticas, también deformaron las rocas, de modo que las diversas capas geológicas acabaron adoptando una posición casi vertical, en lugar de horizontal.

—¿Qué les pasa?

—Si movieras esas piedras —dijo Henry, que se acercó a un montón de rocas—, creo que encontrarías la entrada.

Laura miró en la dirección que le indicaba su marido y vio una rendija de absoluta oscuridad entre los estratos.

—¿Es lo bastante grande para que podamos entrar?

—¡Averigüémoslo! —Henry apartó la primera roca, de la que se desprendieron varias piedras y nieve. El agujero oscuro se hacía más hondo—. Échame una mano.

—Vaya, así que pagas a la gente de aquí para que monte las tiendas, pero cuando se trata de mover rocas pesadas, se lo pides a tu mujer…

—Debe de haber habido un desprendimiento de tierras. Esto es la parte superior de la entrada. —Apartó más piedras con ayuda de su mujer—. Enciende la linterna para intentar ver hasta dónde llega.

Laura se quitó la mochila, sacó una linterna Maglite y la enfocó hacia el agujero.

—No veo el final. —Se calló y de pronto exclamó—: ¡Eco! —La oscura cueva le devolvió el débil sonido de su voz. Henry enarcó una ceja—. Vaya. Lo siento.

—Es un lugar muy grande. Casi tanto como tu boca. —Laura le dio un golpecito en la cabeza—. Creo que si apartamos esta roca podremos entrar.

—Querrás decir que yo podré entrar.

—¡Por supuesto! Las damas primero.

—Viva la caballerosidad —exclamó Laura en tono burlón. Entre ambos agarraron la roca, apuntalaron los pies y tiraron de ella. Durante un instante no ocurrió nada, entonces se oyó un chirrido y la roca se movió. El hueco debía de medir unos noventa centímetros de alto, poco más de treinta de ancho, y estaba rematado en punta.

—¿Crees que cabrás? —preguntó Henry.

Laura metió un brazo en la abertura y palpó el interior.

—Se ensancha por dentro. Una vez que pase no debería tener problemas. —Se acercó un poco más y enfocó la linterna hacia abajo—. Tenías razón sobre el desprendimiento de tierras. Es bastante empinado.

—Déjame encordarte —dijo Henry, que se quitó la mochila—. Si tienes algún problema podré sacarte.

Después de atarse la cuerda al arnés, Laura se hizo una coleta y entró en la abertura con los pies por delante. Una vez dentro, se levantó con cuidado mientras sentía cómo se movían las piedras del suelo.

—¿Qué ves? —preguntó Henry.

—De momento solo rocas. —Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, Laura encendió de nuevo la linterna—. Hay un suelo más llano al fondo. Parece… —Alzó la luz de nuevo. El rayo iluminó las paredes de roca, luego solo oscuridad—. Aquí hay un pasadizo, bastante ancho, no tengo ni idea de hasta dónde llega. Parece muy largo —dijo con emoción—. ¡Parece una construcción humana!

—¿Puedes llegar hasta él?

—Lo intentaré. —Levantó ambos brazos para no perder el equilibrio y dio un paso con sumo cuidado. Varias piedrecillas rodaron por la ladera—. El terreno parece inestable, tal vez tenga que…

Se oyó el crujido de una piedra grande que pisó con el pie derecho. Pillada por sorpresa, cayó de espaldas, se deslizó hacia abajo y se le cayó la linterna.

—¡Laura! ¡Laura!

—¡Estoy bien! Solo he resbalado. —Se puso en pie. La ropa gruesa que llevaba le había ahorrado unos cuantos moratones.

—¿Quieres que te suba?

—No, estoy bien. Voy a aprovechar que estoy aquí abajo para echar un vistazo. —Se agachó para recoger la linterna metálica y resistente…

Entonces se dio cuenta de que no estaba sola.

Se quedó paralizada un instante, más a causa de la sorpresa que del miedo. Entonces la curiosidad se apoderó de ella e iluminó a su alrededor con cautela.

—¿Cariño? —le dijo a Henry.

—¿Sí?

—¿Recuerdas esa expedición nazi secreta que fue al Tibet y de la que nadie volvió a oír hablar jamás?

—No, lo he olvidado todo —respondió su marido con gran sarcasmo—. ¿Por qué?

Laura respondió con voz triunfal:

—Creo que acabo de encontrarlos.

Había cinco cuerpos en la cueva. Enseguida se dio cuenta de que no habían muerto por el desprendimiento que bloqueaba la entrada; a juzgar por el aspecto momificado de los cadáveres, la causa más probable de su muerte fue la congelación; el frío del Himalaya había conservado y desecado a las víctimas. Mientras los demás miembros de la expedición investigaban el resto de la cueva, los Wilde centraron su atención en los ocupantes.

—Debió de sorprenderlos un cambio de tiempo —murmuró Henry, que se agachó para examinar los cuerpos con la linterna—, imagino que entraron para cobijarse… y no salieron nunca más.

—Morir congelada. No es el destino que me gustaría tener —dijo Laura con una mueca.

Uno de los guías tibetanos, Sonam, los llamó desde el pasadizo.

—¡Profesor Wilde! ¡Aquí hay algo!

Henry y Laura abandonaron los cadáveres y se introdujeron en las profundidades de la caverna. Tal como había apuntado ella, saltaba a la vista que el pasadizo era artificial, excavado en la roca. Unos noventa metros más adelante, las luces de los otros miembros de la expedición iluminaban el extremo de la galería.

Era un templo… o una tumba.

Jack no perdió un segundo y empezó a examinar lo que parecía ser un altar y que se encontraba en el centro de la sala rectangular.

—Esto no es tibetano —advirtió a los Wilde en cuanto entraron—. Estas inscripciones… son glozel, o una variante.

—¿Glozel? —preguntó Henry, con la voz teñida de sorpresa y entusiasmo—. ¡Siempre he dicho que era un buen candidato a ser el idioma atlante!

—Pues está muy lejos de casa —exclamó Laura.

Iluminó las paredes con la linterna. Unas columnas talladas, de estilo angular, casi agresivo en su funcionalidad, se alzaban hasta el techo. Los nazis debieron de sentirse como en casa, pensó ella. Albert Speer bien podría haber concebido ese estilo arquitectónico.

Entre las columnas había bajorrelieves, representaciones de figuras humanas. Henry se acercó a la mayor. A pesar de que el relieve no le resultaba familiar, radicalmente estilizado como el resto de la sala, adivinó de inmediato a quién representaba.

—Poseidon… —susurró.

Laura le dio la razón.

—Cielos, es Poseidon. —La imagen del dios difería de la interpretación griega tradicional, pero el tridente que sostenía en la mano derecha no dejaba lugar a dudas.

—Bueno —dijo Jack—, el señor Frost se alegrará cuando sepa que la expedición ha sido un éxito…

—Al cuerno con Frost —le espetó Laura—, es nuestro descubrimiento. Lo único que ha hecho él ha sido echarnos una mano con la financiación.

—Vale, vale —replicó Henry en broma, y le dio unas palmaditas en el hombro—. ¡Como mínimo gracias a él no nos hemos visto obligados a elegir entre echar mano de la cuenta para la universidad de nuestra hija o vender el coche! —Echó un vistazo alrededor—. ¿Hay algo más aquí, Sonam? ¿Alguna otra sala o pasadizo?

—No —respondió el guía—. Se acaba aquí.

—Oh —dijo Laura, desilusionada—. ¿Ya no hay más? O sea, es un hallazgo importantísimo, pero estaba convencida de que encontraríamos más cosas…

—Aún podemos encontrarlas —la tranquilizó Henry—. Podría haber más tumbas a lo largo del saliente. Seguiremos buscando.

Desanduvo el pasadizo y regresó junto a los cuerpos, seguido de Laura y Jack. Los cadáveres estaban envueltos en trajes antiguos especiales para el frío, y las órbitas vacías, rodeadas de piel oscura y apergaminada, lo miraban.

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