Read Ella, Drácula Online

Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (2 page)

Ahí, suspendidas entre hilachos de niebla y tibios rayos de la menguante claridad del crepúsculo, permanecían las aladas criaturas, con toda certeza muy abiertas las pupilas, prestas las garras, a las que posiblemente atrajese el destello dorado de varias lombrices que, en su ceguera terrosa, buscaban alimento entre el barro y restos de estiércol.

Ni siquiera el fino instinto de éstas, acostumbradas a hallar cualquier vestigio orgánico en lo mineral, era suficiente para advertirles que les quedaban escasos segundos de vida. En efecto, casi con la rapidez de un suspiro caía la muerte en picado sobre ellas, en medio de un revuelo de alas negras y graznidos de triunfo. Todo eso sucedía en la espesa y a la vez frágil serenidad del campo solitario, como si alguien tensara el aire con un arco.

Ella, sin moverse de su caballo, hacía lo propio con la sutil diligencia de la serpiente que repta entre la hierba cuando ha detectado a su presa. Blancas, esbeltas manos palpaban ya el carcaj, que descansaba en un costado de la capa, extrayendo de su interior una saeta con la punta envenenada. Estridulaban los insectos su monótona melodía de afirmación vespertina, ese cántico aturdido de irracional gloria que define su efímera pero intensa, gozosa existencia.

Vivir poco pero vivir el instante, que para ellos tendrá visos de eternidad. Vivir o morir. Vivir para morir. Morir para que otros vivan y, a su vez, mueran otros. Hacer morir. Ser muerte. Matar. La vida.

Era el tiempo en que los mízcalos nacen al pie de los pinares y el añublo devora las espigas de trigo, cuando la vida nace y, simultáneamente, la vida muere.

En el castillo de Varannó no había niñas, eso decían entre comentarios de tinte soez varios muchachos que también salieron en busca de leña y forraje para los caballos. La decena escasa de chicas de la aldea situada en la falda del castillo fueron llevadas a éste días atrás para entrar a formar parte del servicio de la Condesa. Una suerte, eso decían los chicos cacareando sus alusiones lascivas, introduciendo en sus comentarios nuevos detalles que János apenas entendía. A él, tímido y siempre a la escucha, se le antojaba extraño aquel paisaje humano sin risas femeninas, que era la alegría del mundo. Porque tampoco su joven madre, ni Kata la lavandera, a la que quería como si fuera su tía, y de hecho era la protectora de ambos, reían ya desde hacía mucho. Antaño János las recordaba, aunque de modo muy confuso, cantando y bromeando mientras hacían la colada. Pero ya no.

En dirección al castillo, por un camino de basalto y grava, iba un grupo de soldados con la indumentaria parecida a la de los lansquenetes alemanes luciendo sus flamantes alabardas, sus combados sables y sus arcabuces como jorobas. Pretendían entonar una marcha castrense pero, presumiblemente beodos, no lo lograban. Cerca de ellos unas ancianas desdentadas, con pañuelos anudados a la cabeza y los aperos de labranza en las manos, les gritaban algo riendo y mostrando sus huecas encías. De una charca próxima con aguas cenagosas, que seguía allí desde las recientes lluvias, llegaba el rumor de cínifes, moscardas y tábanos.

A grupas de
Visar
, un brioso alazán traído de Anatolia, la Condesa se movió veloz como el reptil. Una flecha salió de su arco en busca de cualquiera de aquellos milanos que rondaban por allí. Pasó rozando el plumaje de uno, lo que provocó la algarabía de los
haiducos
, que aplaudieron siempre serviciales ante el menor gesto o acción de su Señora. Ésta les lanzó una mirada furiosa, ya que había errado en su tiro. Callaron en el acto. Estaba claro que habían salido de caza y volvían sin haber capturado ninguna pieza de importancia. Con los pájaros descargaba su ira quien presidía aquella comitiva.

Se llamaba Erzsébet y era hermosa como la luna en una noche limpia de estío. Sobre todo, además de la pétrea mueca de severidad que poseía su rostro anguloso y proporcionado, llamaba la atención el tono blanco de su piel, palidísima en contraste con el negro de su cabello, que podía vérsele bajo el sombrero. János aún no había visto sus ojos, pues se hallaba a unos metros de ella. Fue entonces cuando sintió marearse de temor y vergüenza: le estaba llamando. ¡A él, que era tan poca cosa! Con un seco movimiento de aquella vara que usaba como si dirigiera una imaginaria orquesta, le indicó que se acercase. János, en un primer momento, miró a ambos lados, convencido de que debía de referirse a cualquier otro de sus compañeros. Pero no, allí sólo estaba él. Con pasos indecisos, y con su manojo de leña recogido de manera lamentable y apresurada, se acercó hasta quedar junto al caballo de la Condesa, que agitó los belfos en presencia de tan menudo ser. Recordó, angustiado, que tanto su madre como Kata le habían conminado varias veces que procurase no cruzarse jamás con ella, bajo ningún concepto. Que se mantuviese apartado. Pero que si por un casual coincidía con la Señora, o si, como ahora terminaba de ocurrir, ella solicitaba su presencia, no olvidase realizar una reverencia. Doblar una rodilla agachando la cabeza, así se lo habían enseñado. También le dijeron que nunca la mirase directamente a los ojos.

—¿Y cómo lo haré si ella me habla? —había preguntado él con la inocencia de sus siete años, quizá menos, quien no obstante su edad sabía que era de buena educación dirigir la mirada a quienes te hablan. No entendía.

—Tú mantente cabizbajo. Clava la vista en el suelo y respóndele únicamente lo justo.

Ahora, por un azar, llegaba el momento de pasar esa difícil prueba.

Se decía que la Condesa hablaba alemán y latín con fluidez, cosa que era cierta. De ello se ocupó su suegra Orsolya Kanisky, esposa de Jorge Nádasdy y mujer piadosa. También aprendió nociones de francés y de italiano, idiomas que estaban muy de moda en los salones y palacios. Pero su lengua era el húngaro antiguo, que János entendía con cierta dificultad.

—¿
Miert nem jössz
? —le preguntó ella: «¿Por qué no vienes?», frase a la que acompañaría un gesto significativo de su cabeza. János se acercó un poco más, aún sin mirarla. Estaba tan aturdido que prácticamente ni se enteraba de lo que hacía.

—¿
Kérsz almát
? —insistió de nuevo la Señora: «¿Quieres una manzana?». Le estaba ofreciendo una manzana roja que acababa de extraer de un pequeño capacho. János asintió, no porque le apeteciese aquel fruto sino por no contrariarla. Se la lanzó y él se limitó a cogerla al vuelo apretándola contra su pecho. Antes había depositado el haz de leña en el suelo. Por suerte no se le cayó de nuevo de manera aparatosa.

—¿
Hány éves vagy
? —«¿Qué edad tienes?», volvió a preguntar ella, aunque con voz neutra, por completo carente ya no de afectación, sino de sentimiento.

János lo dijo en un monosílabo, que procuró pronunciar respetuosamente. Acababa de recordar la edad que tenía, hasta tal punto estaba obnubilado. Siete años. En un instante se dio cuenta de que temblaba como una hoja.

—¿
Jó as félelem
? —oyó que le preguntaba esa voz llegada de arriba: «¿Tienes miedo?».

János negó con la cabeza, aunque mentía. Se escuchó una risotada de la mujer rubia que la acompañaba, y que poco antes había golpeado al
haiduco
con inusitada saña. El viento ululaba en la llanura. A duras penas el pequeño János consiguió articular una frase de disculpa:


Fáradt vagyok… sjnálon, Asszony

Tan sólo eso: «Estoy cansado, lo siento, Señora», esgrimiría con párvula modestia.

Fue entonces cuando, por inercia, elevó su vista hacia ella, que seguía mirándole imperturbable desde lo alto del caballo. Éste hizo ademán de mover el cuello, golpeando con los cascos delanteros sobre la tierra, pero ella lo contuvo con destreza tirando de las bridas. Pareció susurrarle algo que el animal entendió. La Condesa agachó ligeramente el tronco, ladeándolo un poco al tiempo que estiraba su brazo derecho. Le indicaba mediante ese movimiento que se acercase más. János dio dos pasos al frente. Vio una mano envuelta en mitones de cabritilla. Vio aquellos dedos blancos y huesudos, llenos de sortijas, atrayéndole. Puso su cabeza, dócil, para que la dama colocase allí su mano. Ésta le tocó el pelo, luego deslizó uno de sus dedos por la mejilla de János. Lo hizo con suma delicadeza.

De repente, con cierta brusquedad, se apartó. Dijo algo en dialecto
tôt
a una de las mujeres que la acompañaban, y que iban a pie portando sendas bolsas. Se oyeron risas cruzadas. Él seguía aferrado a su manzana roja, sin decir palabra. Aun sin saber la causa, tenía tanto miedo que se preguntaba cómo era capaz de dominarlo. A una indicación de la Señora se fue la comitiva en pleno. Una vez estuvieron lejos, el resto de muchachos rodeó a János, mirándole como si fuese un héroe. Los dientes le castañeteaban. Creyó estar a punto de orinarse encima. Sus compañeros miraban con envidia aquella roja y reluciente manzana. Él, que lo último que tenía era hambre, se la dio a uno de ellos. La rompieron en varios trozos, repartiéndosela. A los más pequeños no les tocó parte alguna, como suele ocurrir. Otro preguntó a uno de los muchachos mayores qué era lo que dijo la dama, y que ellos no entendieron. Esa última frase que produjo las risas de sus acompañantes. El muchacho conocía bastante bien el dialecto
tôt
, y tradujo libremente:

—¡Qué lástima que no sea una chica…!

Eso es lo que dijo la Condesa a las otras mujeres. Qué lástima que no sea una chica. ¿Por qué habría de ser él una chica? ¿Por qué a tan elegante Señora le parecía una pena que no fuese así? No alcanzaba a entenderlo.

Mientras sus compañeros comían con gula su porción de manzana, disputando entre ellos a causa de lo grandes que eran algunos de tales trozos en comparación con otros, János no podía quitarse de la mente lo que, contraviniendo lo que al respecto se le había dicho, vio al elevar la vista hacia el rostro de la Condesa. La frente curva y amplia, las cejas muy perfiladas en ligero arco, los labios finos y pintados de rojo, marfileña la dentadura, que apenas se insinuaba en medio de unos pómulos alabastrinos y el mentón puntiagudo. Parecía el rostro de una de esas vírgenes que su madre a veces le mostró en los retablos o frescos de alguna iglesia. Rostro que denotaba tristeza, soledad, una nostalgia profunda de a saber qué, y a la vez energía, la loca insolencia de quienes tienen poder y lo usan a cada instante. Era sin duda la mujer más hermosa que János nunca viese, sin contar esas vírgenes de los iconos y pinturas, cuya mera contemplación le producía un sentimiento tan dulce que hasta se sentía transportado.

Al mirar en sus ojos, en el fondo oscuro de aquellos ojos que le observaban atentos pero inexpresivos, su cuerpo fue recorrido por un escalofrío.

Vio allí un lago de aguas negras y profundas, que parecían agrandarse conforme encogía sus labios y la barbilla adoptaba una posición curva, como si acabara de imaginar algo que le causaba un secreto pero fugaz placer, seguido de una no menos rápida decepción: sencillamente, él no era una niña.

Había en aquellos ojos un fulgor opalino que hipnotizaba sin remedio pese a su negrura, o precisamente por ello. A János le parecieron el lindero que conducía a una sima situada más allá de la propia mirada Aún no podía entender la aviesa opacidad que entrañaba esa mirada irredenta, de hielo, que revelaba más iniquidad que impudicia, más hieratismo que firmeza, y en la que latía un archipiélago supurante que no dejaba impávido a quien la observaba. De hecho, era como si esos ojos no se correspondiesen con el rostro al que pertenecían, como si simplemente fuesen transportados por éste, pues parecían poseer una vida independiente. Tuvieron que transcurrir varios años hasta que János encontrase palabras para describir lo que supuso mirarlos: como si, introduciendo la cabeza en un estanque de aguas sucias con los ojos cerrados, de pronto, al abrirlos, entre algas y corpúsculos de tierra revuelta decenas de anguilas le estuvieran observando a corta distancia. Un escalofrío líquido en el más absoluto de los silencios.

Luego, arrogante en su altivez inalcanzable, se alejó al trote, seguida por el séquito de
haiducos
y mujeres, entre quienes destacaba, precisamente por su corta estatura, la deforme figura de un hombre joven, al que en el castillo llamaban Ficzkó, y cuyo verdadero nombre era Ujvari Johanes, medio enano y cojo. Sin contar la joven rubia que la acompañaba, perteneciente a una de las familias mas nobles de Serbia, eso se decía, dos mujeres se hacían notar porque iban caminando bajo sendas capuchas junto al caballo de la Condesa, ligeramente apartadas del corcel de la otra noble. A una la conocía János de haberla visto trajinar de modo incesante por el castillo, siempre regañando y pegando a las sirvientas. Era Jó Ilona, la temible y musculosa mujer de Sárvár, que contrató a Kata y a su madre. La otra, a la que János conocería mejor más tarde, era mayor, pero el que pareciera avejentada no significaba que fuese una anciana. Su andar cansino, así como el hecho de que tuviese que apoyarse en un bastón para caminar, le daba ese aspecto de decrepitud propio de los ancianos enfermos. Se trataba de una tal Dorottya Szentes, pero la llamaban Dorkó. También a ésta, en épocas posteriores, János la vería ensañarse con alguna criada por haber hecho algo mal, o por contrariar a la Condesa. El resto eran
haiducos
al servicio de Ferenc Nádasdy, y que en ausencia de éste por hallarse en la guerra, atendían a Erzsébet.

¿Por qué, si según parecía las dos nobles acababan de realizar una excursión para cazar, se hacían acompañar a pie por esos tres personajes, el tullido Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó? Una escena similar tuvo oportunidad de presenciar János desde las murallas del castillo de Csejthe, residencia habitual de la Condesa. Salía ésta, ya caída la tarde, en dirección a la aldea cercana de Vág-Ujhely. Tras el corcel de Erzsébet, caminando, iban Dorkó, Jó Ilona y Ficzkó dando traspiés. Aquella vez les acompañaban tan sólo dos robustos
haiducos
.

Aproximadamente tres horas después, quizá cuatro, cuando ya era de noche, regresó la comitiva, sólo que ahora llegaba seguida de un carro en el que iban cuatro muchachas. Sin duda eran campesinas que entraban al servicio de la Señora, y que, eso parecía, ella había querido reclutar personalmente.

Aquella noche todo el mundo parecía muy agitado en Varannó. A János le despertaron gritos lejanos en mitad de su sueño. Creyó que era una pesadilla, y así, sudoroso y con los ojos abiertos de par en par, se lo dijo a su madre. Ésta, que llevaba un rato despierta y atenta, con la que János dormía en un estrecho jergón de paja, le tapó la boca conminándole para que volviera a dormirse. Fue aquella noche, sí, cuando él siguió preguntando al cabo de un rato. Su madre, presa de un gran nerviosismo, le pidió que no dijese nada. Que olvidara cuanto había oído:

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