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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (6 page)

Nada de ello supo nunca Ferenc Nádasdy, naturalmente, porque todo pudieron ser habladurías. Como tampoco llegó a saber del odio que Erzsébet le profesaba a su cuñada Kata Nádasdy, quien por todos los medios rehuía ir a Csejthe o cualquier otro lugar que frecuentase ella. Esa aversión, como suele ocurrir entre mujeres, fue mutua y profunda. El tiempo, pese a no verse más que de tanto en tanto en alguna ceremonia oficial y apenas dirigirse la palabra si no era para los saludos de rigor, fue agrandando sorprendentemente ese recelo. La hermana de Ferenc la odiaba al suponer que en Erzsébet había algo turbio, aunque recóndito y aún no exteriorizado. Erzsébet hacía lo propio al sospechar que Kata Nádasdy, por a saber qué poder, conocía el cariz de sus pensamientos y, ya al final, de sus actos.

El cutis de por sí pálido de Erzsébet adquiría una espectral lividez en presencia de Kata Nádasdy, eso pudieron comprobarlo varias personas relacionadas con ambas casas. Entonces la Condesa agachaba la vista, no nerviosa sino simplemente turbada, y sus ojeras parecían volverse más violáceas, confiriéndole a sus ojos negros un aire decididamente lúgubre.

Ni siquiera llegaría a saber su marido que Erzsébet había nacido bajo la influencia de la Luna y Marte, pero que también, en su carta astral, aparecía la fase de Mercurio, lo cual suponía una peligrosa mezcla de pasiones. Nada supo Ferenc Nádasdy de la atracción tortuosa de su esposa hacia las mujeres, y cuanto más jóvenes, mejor. Nada de aquella noble rubia que pudo ver el niño János golpeando a un
haiduco
sin motivo aparente. Entonces tan sólo se comentó que, invitada de la Condesa en Varannó, pertenecía a una importante familia de Serbia. Nada pudo saber Ferenc de los tratos que tuvo con su tía Klara, con la que pasaba días enteros encerrada en el dormitorio, ni de una misteriosa y al parecer continua visitante a Csejthe y otros castillos en los que estaba su esposa y que no era Ilona Kochiská, también célebre por sus desmanes que atentaban a la moral. Esa otra dama llegaba siempre de visita bien entrada la noche, enfundada en una capa con amplia capucha, lo que impidió que nadie lograse ver nunca su rostro. Era esbelta y de ademanes enérgicos. Se encerraba en los dormitorios de Erzsébet, y allí se hacían subir jóvenes sirvientas, de dos en dos o en reducidos grupos. Se iba al amanecer, tan discretamente como había llegado. De las orgías que en aquel dormitorio tenían lugar nunca se habló.

Aun eso, probablemente, hubiese llegado a comprenderlo, aunque no a justificarlo Ferenc Nádasdy, de haberlo sabido. La soledad de mujeres cuyos maridos se hallan lejos. Sus carencias. Pero había más. Algo, tras aquellas horas de desenfreno y lujuria, en apariencia normales, que lograba conmocionar a unas ya de por sí endurecidas Jó Ilona y Dorkó, quienes se pasaban varios días cuchicheando por los rincones y con aspecto de suma preocupación tras cada visita de la misteriosa dama.

Aquello debió de ser únicamente el principio de una carrera en línea recta hacia la locura y el vicio en estado puro. Como Erzsébet siempre había anhelado. Pecar hasta las últimas consecuencias. Fue por esa misma época en la que la noble sin rostro ni nombre visitaba con frecuencia el castillo de Csejthe o el de Pistyán, o cualquier otro en el que su amiga le tuviese preparada una especial fiesta en la intimidad, en la que Erzsébet mostró interés por saber de las andanzas y desventuras de cierta secta de lesbianas que en el norte de Alemania, y durante la segunda mitad del siglo XIV, dio mucho que hablar en aquellas comunidades. Llevaban a cabo aquelarres completamente desnudas, y se dedicaban a todo tipo de relaciones carnales, unas con otras, así como con víctimas elegidas entre las campesinas que caían en sus redes. Decían sentirse herederas del culto efesio a Artemisa.

Pero lo que sin duda jamás llegó a conocer Ferenc Nádasdy sería el hallazgo que su esposa hizo aproximadamente dos años antes de que él muriera. Fue Jó Ilona, natural de la región de Sárvár, quien puso al corriente a Erzsébet de la existencia de una mujer muy especial y temida en aquellos bosques tupidos y llenos de alimañas, a las que, se decía, dominaba con su sola presencia. Había nacido en una choza, hija de pastores, y entre animales se crió. Su nombre de pila era Jana, o quizá Anna, eso no se supo nunca con certeza. El caso es que la llamaban Anna, como su madre, y fue la madre que Erzsébet siempre soñó tener.

Era Darvulia, una bruja temida en muchas millas a la redonda. Por fin la Condesa había encontrado a alguien que canalizase sus fantasías y sus mas bajos deseos. Hizo venir a Darvulia desde aquella alejada región y, como en principio no podía mantenerla en el castillo, pues la presencia de una vieja de aspecto inquietante a la que solían acompañar multitud de gatos negros hubiera disparado las habladurías, la instaló en una recóndita cabaña situada en un bosque no muy distante de Csejthe. Allí iba a visitarla, primero en absoluto secreto y después ya no tanto. Luego Darvulia empezó a ser habitual del castillo, aunque apenas nadie logró verla nunca, pues se pasaba los días en los aposentos de la Condesa, a los que estaba completamente prohibido acceder sin permiso. Por las noches solían bajar a los lavaderos. Esto ocurría cuando Ferenc Nádasdy ya había muerto.

Y una vez más János Pirgist, encogido sobre las hojas de su pergamino piensa:

Si aquellas piedras hablasen.

Si las rocas sobre las que estaban construidos los lavaderos pudieran expresarse y decir lo que vieron.

Si los abetos, robles, abedules y hayas de la zona del bosque que era la guarida de Darvulia lograsen explicar lo que ocurría allí.

Si fuese de ese modo, seguramente, gritarían de estupor. Las piedras lo harían desde su percepción gris y neutra de las cosas, pues ¿acaso no podría ser lo mineral un retrato que capta la esencia de aquéllas, su eco, su reflejo en el devenir, la voz de lo que fue su pasado? ¿No son eso algunos monumentos cuya mera contemplación logra sobrecogernos, pues tenemos la sensación no de que somos nosotros quienes los miramos, sino al contrario, de que son ellos quienes desde el pasado nos observan? Y los árboles, amparados en su verde tamiz repleto de enunciados que sólo descifran en silencio la savia y el rocío, ¿podrían decir lo que oyeron?

Si piedras y árboles contasen con la capacidad de tener sentimientos, ese estupor se convertiría en algo mucho más helado y doloroso. Algo que empieza justo donde el pánico despliega sus enormes alas en la oscuridad y eleva vuelo consiguiendo que durante unos instantes se nos paralice el corazón. Un ala señala el silencio. Otra, el vacío.

Darvulia, fuese quien fuese aquel engendro de la Naturaleza, no dudó en posarse sobre la cabeza de Erzsébet, que llevaba aguardándola desde que era niña y ya soñaba con hacer daño para así sentir que estaba viva.

SÁRVÁR

¿Tuvo la culpa Darvulia, aquella decrépita y encorvada bruja de los bosques de la región de Sárvár a la que no sin ímprobos esfuerzos logró encontrar la fiel Jó Ilona, oriunda de esas tierras? ¿La tuvo realmente?

¿La tuvo la belladona, que crece entre otras hierbas con disimulo, como si fuese una más, pero que los animales eluden? ¿La tuvieron el beleño o la mandrágora, que asimismo se camuflan con discreción entre otros cientos de formas vegetales en la espesura de los montes, donde el hombre apenas se atreve a pisar, pues otros tantos animales lo acechan en la sombra?

¿Podían tenerla, acaso, la cicuta, cuyas copas parecen diminutas estrellas estallando, pero petrificadas, o el cornezuelo, cuyos poderes se han transmitido a lo largo de los siglos, o la cincoenrama, con sus amarillas flores solitarias de inocente apariencia? ¿La tuvo el cólquico, tan similar a los azulados tulipanes, o el muguete, que es como el lirio de los valles? ¿La tuvo el acónito, que crece junto a los arroyos, en la alta montaña? ¿La tuvieron, tal vez, esos hongos que en invierno destilaban humedad, cubiertos de agujas de pino y cuya ingestión provocaba, así se decía, delirios y todo tipo de visiones?

Es posible pero, aunque fuese de tal modo, ¿cómo distinguirlos de otras tantas especies de setas y flores, unas comestibles, otras no, si no se conocía su inmencionable religión, su secreta influencia?

Darvulia sabía de esas criaturas nacidas de la tierra. Era su soberana. Sólo necesitaba alguien que las probase. Y, además, que lo hiciese sin ningún temor, sin el más leve signo de aprensión. Ésa era Erzsébet, quien de niña tenía ya pensamientos de anciana loca, y cuando sobrepasó los cuarenta años de edad cayó en la locura de querer convertirse, al menos físicamente, en una niña. Con ella se podía especular en el álgebra de las plantas.

Todas esas hierbas, así como una resina endurecida extraída de lo que se conocía como
cannabis
, nombre latino del cáñamo, y que de Anatolia, Irán o lugares lejanos habían traído los turcos, se las ofreció a Erzsébet, creyendo que al principio ésta le diría «basta» en algún momento. Pero no fue así. Al contrario. La más silenciosa de los Báthory, aunque tan retorcida y curiosa como todos ellos, una vez hubo mirado en ese pozo de fantasmagorías que le provocaba cuanto Darvulia iba dándole, acaso fascinada por algo que entrevió allí, en aquellas profundidades oscuras e insondables de la conciencia, quiso seguir probando más y más. Por fin había descubierto eso que la hacía extraviar definitivamente su temor secular a Dios. Por fin algo que la acercaba a la esencia de lo que tanto anheló, sentirse el Dios que pudo haber sido antes de la rebelión de los ángeles: el Diablo.

Fue todavía peor. Erzsébet, en su avidez, obligó a Darvulia a buscar esas plantas, hongos y hierbas donde ya prácticamente no quedaban. Y Darvulia, amedrentada, sabiendo de lo que era capaz aquella mujer cuya imaginación ella misma estaba contribuyendo a engrandecer, aun enloqueciéndola, dejó atrás el lago Balatón y las llanuras de Hungría y luego ascendió a zonas frondosas del alto bosque, donde fluyen rizados y rumorosos manantiales nacidos en enclaves ignotos, donde las fuentes escriben secretas historias sobre las superficies de la roca yerta, siempre mojada. Indagó en parajes de una espesura tal que sólo el zorro, el lobo, el jabalí y algún que otro animal podían atravesar sin dañarse. Y llegó allí donde la corteza de los árboles, que la permanente umbría ha vuelto tenebrosos guardianes de una nada latente, dicta nuevas sendas, nuevos vericuetos por los que rastrear tan peligrosos y apreciados manjares para la mente. A tal efecto tuvo que realizar largos viajes, hasta la zona de Maramures y los montes de Bistrite, y allí, a los pies de Pietrosul, del Borgo y del Ciahlau, de nevadas crestas, las encontró. Invertía semanas en esos viajes, pero a Erzsébet no le importaba si al final obtenía su preciado botín. Otras veces Darvulia había ido hacia el sur, a los montes Cerne y Steflesti. También en las laderas de colosos de piedra como el Parängului o el Pelezga dio con los ansiados tesoros que sólo ella sabía reconocer.

Y sí, en medio de aquel vivero de sombras y ruidos tenues pero amenazantes, cerca del musgo y a menudo relucientes por las bayas desplomadas una a una de los abetos por la fuerza del viento, por el furor de las heladas o por la inercia natural de su propio ciclo de vida, Darvulia seguía hallando una nueva vida que ofrecerle a Erzsébet. Lejos quedaban los olmos, los gorjeantes hayedos, los sotos floridos de la planicie o el bosque más bajo.

Estaba muy lejos de las zonas en las que aún se veían vilortas y clemátides, espadañas y ruibarbos, prímulas y lisimaquias, que se emplean para tinturas e infusiones. Estaba en la tierra donde impera la constante cellisca, anegando de agua y nieve los prados y vaguadas, donde la calígine, espesa como un mal sueño, colma los bosques impidiendo la visión a unos pocos pasos de distancia. Donde sólo ven el lince y las lechuzas.

Cuando por fin regresaba a Csejthe, instalándose en una de las estancias del piso superior, aún salía por espacio de varias jornadas con destino a los bosques cercanos, que rastreaba como animal en busca de su presa herida. Ella, que no necesitaba ayuda alguna para esas pesquisas, más bien al revés, prefería hacerlo sola, temerosa de que descubrieran su arte para detentar lo maravilloso entre lo superfluo, lo útil de la broza, ella, la única, la bruja, fue haciéndose conocedora y dueña de esos parajes vírgenes. Pero Erzsébet iba más rápido que la propia destreza de Darvulia para encontrar las milagrosas plantas. Su voracidad no tenía límites y a buen seguro Darvulia debió de advertirle de los riesgos que suponía la ingestión desmedida de tales sustancias. Fue en vano. Así que Darvulia, quien por fuerza también debió de sentirse amenazada ante los imprevisibles y cada vez más hirientes brotes de cólera de la Condesa, crisis que se sucedían una tras otra con alarmante rapidez, demoradas sólo por interludios en los que ésta parecía exhausta y somnolienta, quizá se decidió a poner en práctica lo que ella misma había deseado desde siempre. Experimentó, mezcló, probó todas las combinaciones posibles con el mejor y más dispuesto conejillo de Indias que nunca pudo haber deseado, quien a su vez se ofrecía gustosa y sin alguna vacilación a tomar cuanto Darvulia, en quien tenía una fe tan incondicional como carente de raciocinio, fuera ofreciéndole.

En una ocasión le oyeron gritarle a Darvulia:


Etz kérem
…!

Tal era su imperativo: «¡Lo quiero!». Y Darvulia, la temible, cuya mirada evitaban cuantos por casualidad se topasen con ella en alguna de las dependencias del castillo, cuya presencia era eludida incluso en lo posible por los pocos que podían considerarse del círculo que tenía acceso a la Condesa, corría apresurada y con visibles muestras de temor en pos de nuevas plantas, de nuevos hongos, de nuevas flores, que si al principio fueron un excitante descubrimiento para Erzsébet, al cabo de un tiempo ya se habían convertido en poco más que un bálsamo imprescindible que, al menos, no hacía crecer su inmenso furor, sino que tan sólo lo mantenía estable.

Porque al principio aquellas pócimas servían como emplastos y pomadas con los que la Condesa se hacía cubrir la piel. Atrás quedaban las pomadas de cebada, los baños con aceites y vinagres o el proceso de untarla con extracto de hojas de mucílago. La palidez de su rostro se acentuaba por días, demacrándola ligeramente, pero no creándole arrugas que hubiesen provocado su ciega ira. Fue después, al decidirse a ingerir aquellos filtros y pócimas en cantidades capaces de trastornar a cualquiera, cuando dio comienzo su verdadera ascensión a un escaño más alto del que ya no habría posible regreso, pues su mente debía de estar ya seriamente dañada.

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