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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (7 page)

Ni la misma Darvulia pudo imaginar, pues carecía de elementos para ello, hasta qué punto iba a desarrollarse la lujuria de Erzsébet, ni qué forma cobraría ésta, ni bajo qué apetitos o necesidades se mostraría en toda su amplitud. Esa lujuria, más que desarrollarse, de desenrolló lenta pero inexorablemente en su seno, como la sombra que acompaña a toda sustancia. Había entrado en la fase liminar que anticipa el ciclón, en el proemio de un mundo de acantilados y tempestades que se desataban en su imaginación, y en cuyo vórtice sólo ella se encontraba.

Lo hizo como una víbora adormilada. Como ese dragón que mostraba el escudo de los Báthory, furioso y hambriento. Incluso a la inquietante bruja de todos temida tuvo que asustarle la evolución de su valiente y feroz alumna una vez hubo probado de la manzana prohibida. Pero ya era tarde para echarse atrás. O quizá no, tal vez su oscura e insaciable lujuria, que ella nunca desligó de la fría contemplación del dolor sufrido por otros, que la enardecía incluso más que las propias fantasías sexuales, evolucionó en su interior de manera gradual. Lo hizo como el quinto hijo que nunca tuvo. Lo llevó en su vientre durante aproximadamente un año, el que iba desde la muerte de su esposo Ferenc y la llegada precipitada de Darvulia a Csejthe desde Sárvár. Nueve meses de embarazo, quizá un año de probar casi a diario aquellas infusiones de las que emanaba un penetrante olor.

Un año, porque no pudo ser más, de ingerir aquellos diabólicos pasteles de resina de cáñamo que Darvulia preparaba para ella, y que Erzsébet tomaba en pequeños taquitos, a modo de grageas, y que sencillamente le parecían musgo comprimido. Entonces se produjo la metamorfosis total.

Por fin estaba convirtiéndose en el dragón del escudo de los Báthory, varias veces centenario. El dragón completo, con su cola de serpiente, con esos colmillos de lobo, con sus alas de águila. Para llegar a todas partes. Pero donde Erzsébet llegó fue a sí misma. Al fondo de sí misma. Algo que hasta para ella era desconocido y espectacular.

Había superado la fase de ser la larva inquieta y callada que todo lo mira y sopesa en un intento de evaluar lo que puede reportarle placeres o el intenso gozo de sentir el poder como si de una fiebre se tratase. Había dejado atrás su fase de oruga en la que, engalanada y soberbia, mostró a quienes la rodeaban una faz de sí misma que, de algún modo, todos esperaban de ella: serena y majestuosa, siempre ataviada de bellos colores, moviéndose de aquí para allá no mediante pasos sino en ondulaciones, pues cada uno de sus gestos, cuando había gente delante en cualquiera de las fiestas que se organizaban en cualquiera de sus castillos, o en esas otras a las que, por una simple cuestión de protocolo o compromiso, se veía obligada a asistir, parecía un estudiado paso de danza. Era el precio a pagar por ser de tan noble cuna. Luego llegó la época en la que se convirtió en crisálida. Fue cuando se vio recién enviudada, y ya con sus hijas mayores de edad, a excepción de Pál, que aún era un niño pero estaba muy lejos y vivía bajo supervisión de un tutor al que ella detestaba con todas sus fuerzas: Megyery. Porque, como le sucedía con su cuñada Kata, Erzsébet sabía, o más bien intuía, que Megyery, a su vez, también sabía, o al menos intuía. Lo mismo podría decirse de su pariente, el Palatino György Thurzó, a quien llamara en otro tiempo «primo» pero por el que desde una época reciente sentía indecible aversión. Sólo de esas tres personas, su cuñada, Megyery y el Palatino, la Condesa procuraba estar alejada. Sólo de ellos temía su presencia. Esas tres personas, cada cual a su manera, habían mirado en el fondo de sus ojos negros, tan negros que llegaban a asustar, pero que expuestos a la luz adquirían matices tornasolados, de un verde oscuro o de color berilo, que hacían pensar en los bosques de la región. Aunque ella iba exponiéndose cada vez con menos frecuencia a la luz del día, y poco a poco se convertía en una criatura de la noche en la que su ciclo vital debía de adquirir el nivel de máxima percepción, como sucede con algunos animales. Como crisálida latió en el interior de su membrana, sin salir apenas de ese caparazón filamentoso que la protegía, inmunizándola contra los múltiples peligros que creía le acechaban en el exterior, el mundo de los vivos.

Pero llegó el día, o posiblemente la noche, en que la crisálida se desperezó del todo y, tras prolongadas contracciones, se convirtió en mariposa de rutilantes alas. No obstante, algo había fallado en el proceso: no era una mariposa en lo que se había convertido, sino en una mariposa nocturna y sanguinaria. Especie que no existe en la familia de los lepidópteros. Mariposa de aparente esplendor, pero que en realidad no lo es, o lo es a ratos. Mariposa inmensa, cuyo cuerpo y alas crecen conforme se acerca la noche. Mariposa que engendra no admiración sino pesadillas. Mariposa que, amén de existencia fugaz, no eleva un cántico de vida allí donde pasa, sino que deja una estela de muerte.

Por fin se había convertido en águila.

Águila con vestido de mariposa, con andares de oruga, con mirada de larva, con contumacia de loba, con corazón de dragón. Sin alma.

La ruta interior de su metamorfosis había concluido silenciosa y gradualmente, y pocos, muy pocos, pudieron darse cuenta de que eso y no otra cosa era lo que estaba ocurriendo. Y aun éstos, sus más íntimos allegados, incluida Darvulia, debieron de quedarse paralizados por lo que día a día, y sobre todo noche a noche, iba sucediendo ante sus estupefactos ojos. Pero ella, la loba, el dragón, la serpiente, el águila, les contagió su delirio combinando regalos y amenazas. Supo hacerles partícipes de su creciente locura, involucrarlos en sus actos de manera que éstos se convirtiesen casi en una desagradable rutina, al principio horrorosa, sí, pero luego ya completamente mecánica, realizada con meticulosa eficacia, por puro miedo o por el morboso deleite de sentirse, también ellos poderosos, aunque fuese durante unas breves horas y cada cierto tiempo. Sólo que los márgenes de ese tiempo iban estrechándose más y más, y ellos eran los principales atrapados. Su influjo sobre esos seres era dehiscente, y los impregnaba sin remedio, como esos frutos cuyo pericarpio se abre de forma natural para que salgan sus semillas. También en ellos, sus colaboradores, la nequicia había florecido.

Erzsébet ya apenas mostraba interés por la Biblia que heredase de aquel antepasado, y que siempre leyó regodeándose en los incontables crímenes y suplicios que en ella se relataban, pues la Biblia es un libro que narra infamias, actitudes traidoras y desastres, eso lo sabe bien el pastor Pirgist porque él también la ha leído íntegramente en varias ocasiones. Pero él tiene alma, y ha sabido distinguir lo bueno de lo malo, lo provechoso de lo superfluo, el mensaje positivo de la más que probable exageración y la metáfora admonitoria de quienes transcribieron, a lo largo de los siglos, las páginas y relatos del libro sagrado por excelencia.

Ella, solitaria y herida ante el hallazgo de las claves del mal, acaso momentáneamente desconcertada por lo que terminaba de descubrir, dejó progresivamente de lado su interés hacia cuanto guardase relación con las cosas terrenas. No le preocupó ya conseguir sedas y encajes de Lyon, terciopelos de Génova o espejos vénetos. Cuando salía a los campos galopando con su caballo ya no miraba la genciana, como antes, ni los ciclámenes, ni siquiera seguía con la vista el vuelo de las cornejas, deseando volar como cuando era niña. Incluso olvidó sus baños de lodo en un lugar cercano al castillo de Polodié, o en los pequeños lagos de la misma materia que había en Pistyán y de los que, se decía, tenían propiedades curativas. Ella no quería curarse, sino ser. Olvidó el jazmín, el pimentón, el ajenuz, los aceites, las piedras preciosas de Bohemia, los cristales de Murano. Hasta olvidó esos objetos de forma fálica que llegaban de Italia y que algunas nobles se hacían traer para realizar fantasías en la intimidad de las alcobas. Sus fantasías eran otras porque ya había superado la fase de larva, oruga y crisálida cuando se miraba largas horas en su gran espejo en forma de ocho con dos salientes para apoyar allí los codos a fin de que la contemplación fuese lo más cómoda.

Su libido era de otra guisa. Ella no buscaba el orgasmo fugaz sino el éxtasis prolongado. Y eso sólo podía proporcionárselo su crueldad basal, innata. Se había convertido en una zahorí del tormento.

Ahora vivía en medio de un mar de candelabros flotantes que estaban encendidos casi permanentemente. Ahora, olvidada ya la época en la que podía quedar absorta largo rato ante el movimiento de los helechos, o cuando permanecía impávida horas enteras sintiendo el silencioso fluir de los ríos, o cuando paseaba por sus cauces en barcazas de sirga, acompañada de un reducido séquito, su única preocupación ni siquiera estaba en los afrodisíacos que pudiera conseguir de imposibles mixturas, ni en cosas que antes la habían obsesionado, como descifrar el oculto significado que ella, por superstición, creía ver en los tallos de la correhuela, enredándose por troncos y muros, o discernir qué había tras el amargo sabor que deja la savia viscosa desprendida por los onoquiles, con sus flores azules de áspero tacto, líquido del que antaño oyó leyendas prodigiosas. Tampoco le preocupaba conseguir ámbar traído del Báltico, ni cualquier tipo de abalorios que habrían provocado la suprema dicha de otras damas nobles. Collares de miles, pulseras de amatistas, anillos de corindón o broches de turmalina. Todo eso era fútil. Ahora vivía inmersa en su pasión por saber más y más acerca de inauditas mezclas, que de las pezuñas de los alces frotadas con escamas de lagarto era posible hacer brazaletes que quitaban la jaqueca, ese mal que con tanta frecuencia padecía y que ella llamaba
béjfajás
, su casi continuo dolor de cabeza. Así, podía vérsela constantemente con nuevos y sorprendentes amuletos prendidos de cuello o brazos, todos ellos con supuestos poderes. Fue en ese aspecto donde más se notó la influencia de Darvulia. Así, Erzsébet llegó a hacerse una experta en los conocimientos ocultos que desde siempre estuvieron ahí, pero de los que las gentes recelaban, bien fuese por no creerlos, bien por su instintivo temor a lo desconocido. Cabeza de sapo triturada, ojos de culebra, cierto huesecillo que se encuentra junto al corazón de los cérvidos y que se llama Cruz de Ciervo, sangre de topo y abubilla, hígado de zorro, intestinos de jabalí, plumones negros de aves rapaces. Todo valía cuando se trataba de conjuros. De todo ello iba escribiendo mentalmente su secreto palimpsesto, su Biblia privada, a la que, por épocas, profesaba una fe fanática.

Y, sin embargo, en lo alto de su querido sombrero llevaba una ala blanca, como si con ello intentase aferrarse instintivamente a un último hilo de esperanza.

¿Cómo iba a importarle ya seguir coleccionando cuantas joyas eran conocidas, si tenía pendiente el estudio furtivo y vehemente de esos grimorios que uno a uno iban cayendo en sus manos? ¿Qué podía importarle ya la supuesta belleza del jade verde, del cristal de roca, de los corales como insólitas flores petrificadas que algunos llamaban espuma de mar, incluso del zafiro, del oro y la plata, de las turquesas, de los topacios, del diamante, de los rubíes o las esmeraldas, cuando ella había probado ya esos diminutos y resinosos pasteles de cáñamo que Darvulia aprendió a elaborar de los otomanos, qué, después de haber visto lo que vio tras llenar su cuerpo de extracto de belladona, de beleño, de mandrágora, o de esas pequeñas setas que la transportaban a paraísos imposibles de verbalizar con humanas palabras, incluso una vez habían pasado del todo sus demoledores efectos?

Leyó con avidez enfermiza textos escritos en otros tiempos por los médicos que se afanaron intelectualmente para solaz de los Médicis de Florencia, o tratados que versaban sobre el difícil arte de obtener los más exóticos perfumes y elixires, en los que eran expertos algunos sabios del círculo de los Valois parisinos.

Ahora, interrumpiendo sus lecturas para dar escuetas órdenes o dejar que su mirada se extraviase por las colinas cercanas, con los abetos puestos ahí como picas prestas para el ataque, se adentraba cada vez más en los libros de conjuros, que con perseverancia de erudita se hacía conseguir en viejas librerías de Viena, Praga o Budapest. Fue así como cayó en el hechizo de sus propias lecturas. El
Laecebook
de los sajones, la
Lacnunga
de los eslavos, el
Conjuro de las nueve hierbas
, del que logró una edición tan antigua que muchas de sus páginas eran casi ilegibles. Pero aun en esos párrafos de los que faltaban frases enteras, Erzsébet se dejó la vista, permitiendo que volase su imaginación.

Ya no iba a coger nísperos en el bosque, no. Ni a capturar zorros y corzos en el llano, justo donde la floresta empieza a espesarse creando una tupida pared de vegetación pero donde, simultáneamente, los animales se acercan para pastar o cazar, pues al final todo se reduce a la desesperada, diaria, inevitable búsqueda de alimento. También ella buscaba el alimento en los libros impresos que en sus manos iban cayendo. Esas manos seguían siendo finas y blancas, de largos dedos que, una vez libres de sortijas, parecían agrandarse como patas de arañas.

Ahora, perdida toda su atención hacia los vestidos a la moda italiana o francesa, los platos y adornos damasquinados, las telas de Constantinopla, las cerámicas de motivos persas, los esmaltes lacados de Limoges, los collares y pulseras obtenidos de mercaderes que llegaban de los sitios más remotos del continente, abandonada ya por completo su inclinación a bañarse en agua de ternera y hacerse frotar el cuerpo con piel de cordero, sencillamente se dejaba llevar. Y si de pronto descubría en cualquiera de esos grimorios que las virutas de azabache bebidas con vino curaban de la mordedura de la serpiente, ella, serpiente de sí misma, corría a probarlo. No le hacía falta que serpiente alguna le picase, pues llevaba el veneno dentro. Lo hacía por ver qué pasaba, segura de que su organismo lo aguantaría. Y, en efecto, su organismo lo soportaba. No sólo eso. También aprendía. Su aprendizaje era lento y tortuoso, salpicado de algún que otro sobresalto. Pero iba ya en una única dirección: el saber absoluto de los saberes ocultos.

¿Cómo iba a importarle lo que otrora la distrajese, siquiera para aliviar su aburrimiento, la música de los
regös
zíngaros, con sus curiosos instrumentos hechos de los más insospechados materiales, ollas de hierro cubiertas de cuero, flautas de hueso de águila, laúdes que tiempo atrás fueron tacos y cortezas de árboles? ¿Cómo, si, perpleja y maravillada, estaba descubriendo los misterios de la diosa Kali, la que bebe la sangre del mundo para así ser fecundada en su eterna vida? ¿Cómo, si con una alegría no exenta de insania le iban siendo revelados los ritos sagrados de las sacerdotisas druidas y de las antiguas aqueas, que también bebían la sangre de sus víctimas, ofrecidas en sacrificio hasta aplacar los volubles designios de las divinidades? ¿Cómo, luego de tomar sus infusiones entre la penumbra rojiza que le propiciaba la laguna de los innumerables candelabros de sus aposentos, o de nuevo habiendo retomado su vieja costumbre de pasarse interminables ratos mirando fijamente su propio rostro en ese espejo en forma de
bretzel
, en alusión a unos pasteles típicos del centro de Hungría, apoyados con languidez dos antebrazos en los salientes de ébano, cómo si había pasado de la abulia insoportable a algo cercano al gozo más sublime que nunca llegara a imaginar?

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