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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (45 page)

Siente que el corazón golpea con fuerza en su pecho. Ahí lo tiene.

Aquello, ahora lleno de hierba, fue el aposento en el que la Condesa pasó sus últimos años. No hay techo ni apenas paredes. Los ojos se le humedecen, y no se debe al intenso frío que lo envuelve.

Intenta rezar una oración, pero las palabras no fluyen ni a su boca ni a su mente. Incluso ve un árbol, que ha crecido espontáneamente en un flanco de lo que en su día fue la guarida de Erzsébet. Se trata de un árbol menudo y lleno de espinas.

Es tanta la emoción que le embarga que pierde el sentido del tiempo. De repente recuerda que su ayudante estará esperándole abajo, junto a la fuente situada a escasa distancia de la entrada al castillo. Decide irse. El estado ruinoso en que se encuentran todas las dependencias de lo que décadas atrás fue uno de los
hrads
más formidables de Hungría consigue que de nuevo se emocione.

Resignado, se da media vuelta, disponiéndose a bajar. Ha de llevar cuidado, pues el descenso, con ese suelo resbaladizo, es mucho más peligroso que la subida.

No ha dado más que unos pasos cuando se detiene en seco.

Un sudor frío recorre su frente. Pero está paralizado. Algo le ha paralizado en un instante, cogiéndole desprevenido.

Sabe que no está solo.

Lo sabe, y comienza a temblar mientras va diciéndose para sus adentros: «No es posible, no es posible…».

Se gira lentamente sobre sus talones. El cayado en el que se apoya cae de su mano, pero la hierba amortigua todo sonido. Busca desesperadamente con la mirada. Cada tramo de los muros, cada piedra. Sabe que ahí hay algo, aunque aún no lo detecta.

Entonces lo ve. Debe hacer presión con los puños cerrados para contener su agitación. De nuevo el miedo. Aquel miedo de cuando era niño. No puede ser, no puede.

Pero ahí está. Un pájaro negro, demasiado pequeño para ser un cuervo, demasiado grande para ser un milano. Negro, negro como la noche del recuerdo. Está inmóvil, apostado entre las ramas de ese árbol que creció en donde estuvo la habitación de ella.

János abre la boca incrédulo:

—¿Eres… eres tú, no es así? —balbucea notando que su propio aliento se congela en cuanto sale al exterior.

»Sigues siendo tú… —murmura en un gemido.

No queda rastro de ningún otro pájaro en el cielo. Éstos huyeron ante la presencia del hombre. Pero ese pájaro no. A János le tiemblan los labios. Se agacha con lentitud. Rebusca algo entre la nieve. Coge una gruesa piedra y, tras tomar impulso, respirando con dificultad, la lanza en dirección al árbol. La piedra impacta entre sus ramas.

Pero el pájaro sigue donde estaba. No ha hecho el menor movimiento de abandonar su escondrijo, lo cual habría sido previsible.

—¡Oh, Cielo… Oh, Santo Cielo, protégeme, por lo que más quieras…!

Le ha salido un sollozo que corta el aire. Pero no hay nadie más que pueda presenciar la escena. Sólo el pájaro y él. Se agacha y coge otra piedra. La lanza con rabia hacia el árbol. Ahora ha impactado aún más cerca del animal.

Es inaudito que continúe inmóvil, mirándolo. O no lo es.

—¡Bicho inmundo, aléjate ya… Déjanos! —exclama János con la voz quebrada—. ¡Vete de una vez, criatura infame… acude al infierno, que es de donde provienes…!

Pero el animal sigue imperturbable. Una tercera piedra, que cae algo lejos de su cuerpo, pese a que logra mover más aún las ramas del árbol, parece ser tragada por la nada.

Pirgist, dándose nerviosos manotazos en el pecho, consigue coger su crucifijo de plata, que lleva bajo la capa. Se lo muestra al pájaro con violencia.

—¡Acaba ya con esto, maldito…!

Su brazo tiembla tanto que a duras penas le es posible mantenerlo erguido.

Entonces el pájaro mueve un poco sus plumas. Emite un espantoso graznido sin dejar de observar a Pirgist en todo momento. Ni los gritos ni las piedras le han asustado lo más mínimo.

—¡Eres tú, abominable criatura! —vuelve a sollozar Pirgist, que ahora se desploma quedando postrado de rodillas sobre la nieve—. ¡Déjanos ya!

El crucifijo pende otra vez de su pecho, balanceándose al ritmo alterado de éste.

El pájaro se mueve y Pirgist encoge su cuerpo, pues cree que va a atacarle. Pero no. Levanta vuelo agitando sus alas. Se eleva lentamente por el aire y aún emite otro graznido, que en los oídos de Pirgist resuena como el eco de una risa. Sí, sabe que se ha reído.

En estado de sumo desconcierto dobla la cabeza sobre el tronco, presa de la mayor turbación. Vuelve a decirse que no es posible cuanto acaba de ocurrirle y, sin embargo, así ha sido. Se palpa con desesperación en las manos, en los hombros, en el pecho, para saber si él mismo es real. Y sí, allí está su cuerpo. Estremecido. Latiendo.

Cuando por fin se recupera un poco, decide bajar por el camino que siguió para llegar hasta ahí. Las lágrimas corren por sus mejillas y las sienes aún le palpitan. Seca esas lágrimas con un extremo de la capa. Su joven ayudante no debe verle así.

Abajo las chabolas del pueblo brillan como pavesas. János piensa en el duro destino de esos parias que dependen de aquello que siembran.

Luego, tras bajar de forma en exceso precipitada, lo que provoca que resbale en un par de ocasiones, distingue al padre András, quien desobedeciendo sus órdenes se ha acercado un poco.

Éste le dice en voz alta que creyó oír gritos, como si alguien estuviese peleándose. Temió por él, afirma compungido y solícito. De ahí que no pudiera contenerse más.

—¿Quién ha gritado ahí arriba? —le pregunta por segunda vez con síntomas de temor en el rostro.

János le responde, aunque procurando no mirarle a la cara:

—Habrá sido su imaginación. O el viento…

El otro mira alrededor, no muy convencido de lo que Pirgist asegura.

Le señala un pequeño libro de oraciones que lleva en su mano enmitonada.

—De poco iba a servirle eso en este sitio… —dice Pirgist, aunque de inmediato lamenta haberlo dicho.

Tampoco el otro parece que vaya a preguntar más. Están bajando por la cuesta que lleva al pueblo, y ninguno de los dos piensa volverse para mirar el castillo siquiera por última vez, allí donde pesadillas y sueños, al igual que ganado buscando calor en los apriscos durante la helada, se reúnen en conciliábulo junto a las horas inmortales.

Tras caminar unos pasos, su acompañante le sorprende con un nuevo comentario:

—¿Ha sacado algo en claro de esta experiencia, reverendo?

Él medita unos breves momentos. Aún se halla profundamente afectado por cuanto acaba de sucederle arriba, en el castillo. Pero al fin dice, como si hubiese necesitado toda una vida de intensa reflexión para llegar a esas conclusiones:

—Que debemos recordar olvidando.

—No le comprendo… —se excusa el joven.

—Creo habérselo expuesto claramente —afirma János, aunque sobre la marcha entiende el desconcierto de su ayudante. Éste dice:

—Si nos esmeramos en preservar el pasado, como usted sostiene, incluso para advertir a los demás, a quienes vendrán después de nosotros a fin de que no cometan idénticos errores, ¿cómo olvidar?

Pirgist decide sincerarse:

—En el ejercicio de recordar hacia adentro, y luego transmitir tales conocimientos a algunos elegidos, se encuentra la clave para, preservándolo, aprender el olvido.

—Sin embargo… —empieza a decir el joven, que sigue sin estar convencido.

—No dije olvidar, mi estimado padre András, dije aprender el olvido. Piénselo…

Así descienden un tramo más, y de repente el joven sacerdote hace un gesto de frío. Finalmente habla, aunque con el rostro hundido entre los hombros y con las solapas levantadas de su capa.

—Es éste un clima muy duro, padre.

Pirgist lo mira un instante de soslayo. Le dice:

—Sin embargo, yo, que me crié por estos lares, puedo intuir que ya huele el deshielo.

—Si usted lo afirma —contesta el joven, dubitativo.

—Lo hago —sigue János sin dejar de caminar—, la Misericordia Divina consigue que la Naturaleza nunca cese en sus movimientos.

—Pues yo lo veo todo muy quieto, reverendo —intenta bromear su ayudante.

—Créalo. En apenas nada el paisaje hará que los ciruelos y los almendros luzcan en flor.

—Parece mentira.

—Así es el prodigio de la vida —contesta János.


Laus Deo
, padre…


Laus Deo
.

Él calla y camina, cabizbajo.

Es entonces cuando observa algo que queda en un recodo de la senda por la que avanzan.

Como si dudase entre caer con suavidad sobre la hierba o convertirse en efímero diamante, una gota de rocío tiembla en el filo de la hoja de un acebo silvestre, nacido espontánea, milagrosamente entre las rocas. Pirgist mira hacia lo alto con alarma. El punto oscuro y alado se aleja, cielo arriba, hasta perderse en un confín del horizonte.

Su silueta se recorta entre dos picos de la cadena montañosa cercana, que recuerda a enormes colmillos surgidos de la propia tierra. Durante breves momentos esa figura queda como suspendida, estática y al amparo de invisibles corrientes de aire.

Ulula el eco del viento en un murmullo creciente, sólo roto por algo que suena como un último y cóncavo graznido que logra tapar el súbito estruendo de un trueno. Tal vez un rayo impacte en el punto alado y oscuro que ahora se pierde entre las nubes. Él reza porque así sea. Lo hace sin voz, con el pensamiento aterido.

El firmamento asemeja una inmensa sábana de color mercurio, y la luna, que ya nace, una diadema coronando su mortaja.

Empieza a nevar tenuemente. En pocos minutos lo aún verde, lo todavía marrón y lo negro se tiñen de blanco. Es el instante en que se dan cita los espectros, pero hay que ignorarlos o pensar que se trata tan sólo de arteros juegos de la luz, que muere un nuevo día para renacer mañana.

Cerca está la hora de las canciones mientras se recoge la cosecha, y del Ángelus a la hora del crepúsculo.

Falta poco para la época del petirrojo y las calandrias, de las margaritas y del tomillo. Entonces, una vez más, el esplendor va a derramarse doquiera abarque la mirada del hombre.

En esa etérea lejanía cristaliza la noche.

Se hace el silencio en los campos.

Los Cárpatos duermen.

Pronto llegará la primavera.

Esta historia se basa en personajes y hechos, por desgracia, absolutamente reales. Ojalá nunca hubieran existido. Sirvan a modo de testimonio para mostrar aquello de lo que es capaz la condición humana.

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