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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (8 page)

Allí arriba, en sus aposentos, rodeada del tibio oleaje carmesí que desprendían las decenas de velas, Erzsébet acostumbraba a moverse a la luz de los candelabros, y quería que teas y antorchas ardiesen por donde ella pudiera pasar, corredores, estancias, aun en pleno día. Su infantil aversión a la oscuridad, pese a que era una hija de la noche. Los ojos y el instinto, a pesar de todo, iban acostumbrándose a la negrura que le era propia. Cuando cambió el siglo apenas desayunaba algo de pan caliente con vino, azúcar, clavo y ciruelas. Raramente comía. Sin embargo, cuando llegaba la noche volvía a despertársele el hambre. Sólo que se trataba de otro tipo de hambre. Era tan excitante cuanto estaba sucediéndole que Erzsébet, queriendo dejar constancia de ello en alguna parte, y seguro que influenciada por la lectura de esos libros a los que aludía sin tregua para saciar su curiosidad por todo lo oculto, por todo lo prohibido, por todo lo maligno, cometió un error, el primer error de una larga serie que a partir de entonces sería ya imparable: dio inicio, en un pequeño cuadernillo que ocultaba en uno de los cajones de su cómoda, a un Diario. Nunca debió haberlo hecho. Una de las iniciales anotaciones que podría leerse tiempo después especificaba el nombre de cierta sirvienta. Literalmente ponía: «Rubia, era muy baja». Nada más.

Horas antes había sido supliciada.

Algo por fuerza muy grave e incontrolable debía de estar pasando en el interior de Erzsébet, pero lo cierto es que fue perdiendo el control de sus acciones, sumida en una especie de vértigo, que a su vez la abocó a un laberinto de entre cuyas galerías ya jamás podría salir, pese a que quienes la acompañaban solían advertirle de los riesgos en que sin cesar incurría. Hasta ese momento lo que hubiera hecho quedaba circunscrito y sellado entre los muros de su imponente castillo de Csejthe o en cualquiera de los otros. Así que tuvo la necesidad física de abandonar ese lúgubre entorno para ir en busca de nuevas emociones, que sin duda le aguardaban lejos.

Se contó que camino de Pistyán hizo detener la comitiva que ella misma presidía. A través de los cortinajes de su carroza había visto, al pasar por cierta aldea, a una joven campesina trajinando con sus aperos de labranza. Luego de observarla un rato, se dirigió a Dorkó y simplemente balbuceó:


Ez a lány

Ni una palabra más, ni una menos: «Esta chica». Usando la violencia la hicieron subir a una de las carrozas. Sus familiares no volvieron a saber de ella más que la Condesa Báthory la había tomado para formar parte de su servicio. Protestaron tímidamente, pues ni siquiera habían podido despedirse de ella y darle unas pocas pertenencias. Se les recompensó con unas monedas, que para aquella humilde familia significarían un año o más de subsistencia. Ya no tendrían que preocuparse, o no tanto, por si se les estropeaba la cosecha o por si cualquier enfermedad acababa con los escasos animales que poseían, pues el carbunclo solía cebarse en ellos. A la familia se la tranquilizó asegurando que la chica parecía ciertamente nerviosa, pero que en realidad luego se había mostrado feliz de su destino. Ellos decidieron creerlo. Ya tendrían noticias de la muchacha, se les aseguró. Y también en esto ellos, analfabetos y atemorizados, a la par que gratamente confusos por el inesperado obsequio que acababa de hacérseles, casi lo agradecieron postrándose de rodillas. No tenían otra opción. Incluso el padre pudo pensar que, a fin de cuentas, aquello significaba una boca menos que alimentar. Y la madre, en un primer momento recelosa y acongojada por la súbita marcha de su hija, bien pudo elucubrar acerca de que en cualquiera de los castillos que poseía la célebre y rica Condesa su niña hallaría un marido con cultura y una cierta fortuna. Era posible, ya que Janna era muy guapa. Nunca tuvo novio, porque era demasiado joven para eso. Sus ojos parecían fragmentos de cielo.

A la familia se le hizo saber que, aunque reticente y desconcertada por la propuesta de dejar cuanto estaba haciendo y unirse a la comitiva, la chica pronto dio muestras de agradecimiento. Poco antes la Condesa en persona, sin dejar su carromato, le había dicho en un susurro:


Tessék velem jönni
—«Ven conmigo…», y la chica acudió gustosa a su petición.

Luego, cuando estuvo sentada cerca de ella en el interior de la carroza, le preguntó:

—¿
Hogy hírnak
?

Lo dijo con una dulce sonrisa en los labios: «¿Cómo te llamas?». A lo que la chica, ruborizada, había respondido con un hilillo de voz:

—Janna.

Los familiares oyeron esta versión de los hechos llenos de orgullo, y poco a poco sus dudas y pena iniciales fueron desapareciendo.

Dos noches estuvo la Condesa en Pistyán. Dos noches en las que nada se supo de Janna, que aún era una adolescente. Fue a la vuelta, camino de Sárvár, cuando Erzsébet incurrió en otro error, aunque en aquel momento todavía no tuviese consecuencias. Con toda certeza se cometieron con Janna abusos y vejaciones que indignarían, avergonzándolo, a cualquier ser con sensibilidad y pudor. Pero la joven, que al parecer era muy terca y también fuerte, debió de ofrecer una enconada resistencia. En la propia carroza de la Condesa, y cuando ya se divisaban a lo lejos las almenas y torreones del castillo de Sárvár, debían de seguir torturándola. Así fue como se les murió. Un pequeño inconveniente con el que no contaban ni Erzsébet ni su reducida guardia pretoriana de lacayos. Ahí cometió Erzsébet su error.

Por completo fuera de sí, hizo que sacaran a la chica de la carroza y en pleno campo, mientras su cuerpo ya inerte era a duras penas sostenido por Dorkó, Jó Ilona y el tullido Ficzkó, ella, arremangándose pese al frío, usando un rebenque de grueso cuero, golpeó con saña una y otra vez el cadáver de la joven. Así un minuto, y otro, y otro. Sus ayudantes le conminaban: «¡Ya está bien, Señora!», o «¡No hace falta más…!». Pero ella, cegada por la ira, continuaba golpeándola en todas las partes del cuerpo, ora con su látigo, ora utilizando su bastón de tejo que solía tener siempre a mano. Y a cada nuevo golpe, ya exhausta, soltaba un gemido, como si fuese ella quien sufría. Janna no daba la menor señal de vida. Sólo cesó en su paliza al sentirse agotada. Mandó entonces que la enterrasen en cualquier lugar y rápido, pues, eso dijo, tenía cosas más importantes que hacer que dar un escarmiento a aquella descarada que al parecer se le había resistido. Era como si aún no se hubiese dado cuenta de que la chica estaba muerta desde hacía mucho rato.

El clima era glacial y todos querían terminar pronto, así que fue enterrada a toda prisa en un sotobosque cercano. Aquella escena fue vista por un matrimonio que, acompañado de su bebé de pocos meses, pasaba por allí en el instante de los hechos. Asustados, se ocultaron tras la maleza y, aunque algo alejados, pudieron presenciar lo ocurrido. Se dirigían a tierras de Alsacia, donde tenían familia, en busca de una vida mejor. Mudos de terror por lo visto, pensaron que era preferible no decir nada de cuanto habían sido involuntarios testigos. Al contrario, debían de estar convencidos de que si comentaban algo al respecto y aquello llegaba a saberse, no les creerían, o incluso serían encarcelados, pues aunque desconocían quién era la mujer que durante interminables minutos golpeó con inusitado salvajismo el cuerpo de la chica, desnudo y magullado antes de ser sometido a tan ignominiosa e inútil tortura, alguien muy importante debía de ser, a tenor de su elegante aspecto.

Seis años transcurrieron antes de que esa familia regresara de nuevo a su originaria región de Hungría. Entonces sí hicieron algún comentario acerca de aquella increíble escena que la mala suerte les hizo presenciar escondidos. Pero entonces ya habían pasado muchas cosas. Con temor y santiguándose, cruzaron por el lugar en que ocurrió todo. Pese a ello en ningún momento miraron en el sitio en el que, según recordaban, fue enterrada esa chica con la mayor premura. Al llegar al villorrio más próximo a ese sitio lo contaron a sus habitantes, pero de nada parecían conocer a Janna, que había sido secuestrada en otra aldea, no muy lejana pero sí separada por escarpadas montañas.

Un grupo de labriegos se dirigió al enclave que esa familia venida de Alsacia les indicó, y las referencias eran muy precisas. Buscaron durante horas, pero nada hallarían. Durante seis largos años habían caído constantes heladas, a las que seguían auténticos barrizales. En un punto determinado encontraron un hueso en la tierra, que bien pudiera pertenecer a la mano de una persona. Pudo haber sido allí donde la enterraron, si se quería dar crédito a la historia de esa familia. Pero, aunque fuese verdad, aunque allí, a escasos palmos del suelo alguna vez hubiera yacido el cuerpo de una chica, sin duda las alimañas habrían dado cuenta de ella al poco tiempo de ser enterrada, cuando su cadáver aún podía ser alimento. En cuanto a los huesos, y dado que por aquella zona se daban constantemente ligeros corrimientos de tierra y todo quedaba anegado por el agua y el barro, quizá se hubieran diseminado por a saber dónde. Unos debieron de decir, con temor a ser oídos por extraños: «Si es que desde hace bastante que se cuentan cosas muy raras de lo que pasa allí». Allí era Csejthe. Ellos aún no sabían, ni lo sabrían nunca, que el ámbito geográfico hasta el que alcanzaba el brazo de Erzsébet Báthory era muy, muy largo. Otros, en cambio, serían proclives a susurrar: «Habladurías».

El reverendo János Pirgist lleva más de cincuenta años haciéndose preguntas al respecto, pero, sobre todo, intentando resolver el enigma: ¿Por qué? El cuándo lo tiene, luego de fatigosas y complicadas indagaciones, relativamente claro. El episodio que acabó con la vida de aquella joven campesina, Janna Slimnová, tuvo que acaecer, aproximadamente, un poco antes o inmediatamente después de la muerte de Ferenc Nádasdy, cuando su mujer dio rienda suelta a todo aquello que llevaba dentro, pero que también, y en contrapartida, la abocó a perder los modos, es decir, a actuar cada vez más a la desesperada. Sería el año 1603, quizá el 1604. Aunque la auténtica locura iba a sobrevenir casi de inmediato. Pero, ininterrumpidamente, Pirgist se había vuelto a enfrentar al dilema de por qué las gentes no hablaron antes, mucho antes, con lo que tantas vidas se habrían salvado. Las respuestas siempre fueron: desconocimiento, incertidumbre, miedo. Las mentes de quienes, durante aquel largo y espantoso lustro que iba a seguir, pudieron saber algo de lo que en verdad acontecía, aunque fuese a manera de simple sospecha, quedaron paralizadas, como si un embrujo les hubiese afectado también a ellas, sin saberlo.

Quizá todo hubiera cambiado si esas dos sendas que pudieron abrirse en sus pensamientos, aceptar lo que pese a iniciarse como rumores iba cobrando visos de realidad o rechazarlo sin más, horadándoles como una acequia reseca las conciencias, se reuniesen de nuevo tras el hiato inconsútil que nos lega, aun confusamente, aquello que no se puede comprender. Ese espacio anímico de lo real en el que en teoría nada ha pasado pese a haber sucedido, y en el que nada fue pese a ser intuido, siquiera eso, porque los humanos no se hallan, de entrada, capacitados para verbalizarlo.

Entonces, sólo entonces, si hubiesen dado crédito a lo que apenas llegaban a intuir por haberlo oído, incluso como simples rumores, podría haber sobrevenido su más absoluto pavor ante el advenimiento de cada negra e incierta noche. Quizá sólo entonces su queja se habría elevado por el aire, de aldea en aldea, de villa en villa, de región en región, como una plegaria dislocada. Quizá entonces, sí, alguien se hubiese atrevido a actuar, a hacer algo.

Pero del mismo modo en que las criaturas irracionales deben de sentir algo parecido al miedo en su puro instinto de supervivencia, así ellos, las decenas, quién sabe si cientos de personas, debieron de actuar poniéndose una venda en los ojos y tapones en los oídos. Sellando los labios y pensando en otra cosa. No existe certeza alguna acerca de sobre qué particularidad de los sentidos se estructura lo que comúnmente denominamos instinto de supervivencia, pensó Pirgist con frecuencia. Y otro tanto cabría decir del miedo que sin duda, a un buen número de ellos, vendó sus ojos, taponó sus oídos, selló sus labios y resecó sus conciencias. Al final, en la balanza, el miedo podría más que el desconocimiento y las dudas juntos. Porque hay un miedo a lo que está y otro miedo a lo que no está, pero se teme. Incluso un tercero a lo que ha estado, rozándonos suavemente como el ala de una ave que, maltrecha, ha perdido el rumbo de su vuelo. Incluso hay un cuarto miedo, acaso el peor de todos: el miedo a lo que podría estar junto a nosotros, acechándonos y buscando nuestra ruina, pese a que no seamos plenamente conscientes de ello. Hay miedos que laten en las gentes como corazones de fetos que ya preparan su salida a la vida. No se les ve, pero están ahí aguardando, creciendo.

Por desgracia, la suerte estaba echada en aquel lluvioso otoño de 1604. Y, sin embargo, ella, quien abrió de par en par las puertas del abismo, había empezado a cometer errores, y lo hizo en cadena. Así suele ser la vida, y también lo que acompaña a la muerte. Todo acaba sabiéndose. Iban a transcurrir pocos años hasta que, en el cuadernillo de notas que se encontraba en la cómoda de la Condesa, apareciese allí, lacónicamente, una escueta aclaración. Era de las primeras:

«Janna. Guapa pero rebelde. Hubo que escarmentarla».

KEREZSTÚR

El dragón representado en el escudo de los Báthory, aunque en apariencia siguiese impertérrito en los blasones y emblemas heráldicos de la saga, cada vez se enroscaba con mayor fuerza en la mente de la mas desequilibrada de los miembros que nunca tuvo esta familia. Así debió de ser. Si algunos de ellos fueron vilordos, perezosos hasta la afeminación, otros se entregaron a cuantos vicios se den entre las clases poderosas, pero no pasaron de ahí, aunque la mayoría llevaba la crueldad en su carácter. Erzsébet, en cambio, ya era desabrida de adolescente, y luego siguió siendo una mujer constantemente malhumorada, irritable. Con la deshonrosa excepción de su tía Klara, cuya proclividad a la concupiscencia había frisado lo animal, y que de hecho la llevó a una horrible muerte, ese simbólico galardón de la crueldad lo ostentaron siempre, como no podía ser de otro modo, los hombres. Pero ellos tenían una excusa para sus excesos: la guerra. Y en ese caldo de cultivo para el odio y la venganza fue donde cometieron sus desmanes pese a que, en contrapartida, y como penitencia a su actitud, solieron ser muy creyentes.

Tanto los Báthory como los Nádasdy siempre se mostraron partidarios de la hegemonía española en Europa. Profesar la fe católica les hizo tener muy claro del lado de quién querían y debían estar. Años antes de que ella naciera, los ejércitos imperiales, con su triunfo en la batalla de Mühlberg, en Sajonia, restablecieron el catolicismo en Europa, aunque haciendo puntuales concesiones a los protestantes luteranos. De ello oyó hablar con frecuencia siendo una niña, así como de las victorias españolas en Pavía o San Quintín. Incluso, nada más llegar a casa de su futura suegra Orsolya Nádasdy, supo de la destrucción casi completa de la escuadra naval turca en Lepanto, evento que fue recogido con gran alegría por los húngaros. Posteriormente no dejaría de seguir, aunque con desgana, los acontecimientos que oía narrar aquí y allá, en conversaciones apasionadas de nobles a quienes sí importaba lo que acontecía en Europa. Se enteró, sin duda, del amotinamiento de los temibles Tercios de Flandes a causa de llevar varios meses sin recibir su paga, en Alost y Amberes. De que, años después, comandados por don Juan de Austria, esos famosos Tercios derrotaron a los Estados Generales de los Países Bajos en Gembloux, junto a Namur, o de que Ambrosio Spínola, genovés al mando de los Tercios de Flandes, conquistó varias plazas francesas y Ostende a los holandeses, quienes, como Inglaterra y posteriormente Francia, no dejarían de intrigar para infligir derrotas a la causa del catolicismo y los Austrias. No llegaría a saber de la aniquilación de los Tercios de Flandes, acaecida en Rocroi, pero sí de la tenaz defensa que durante años realizaron para salvar el invisible corredor geográfico que iba de los Países Bajos al norte de Italia, y por el que se trasladaban usualmente sus tropas. Hasta una tregua obtenida con Holanda en el año 1609 no era otra cosa que un suspiro para mover piezas sobre el tablero continental y armarse de nuevo en secreto. El que Felipe III de España se casara con la archiduquesa Margarita de Austria unió aún más los lazos de Habsburgos y Austrias. Pero España, aparte de por el oro que llegaba de las Indias Occidentales, era sostenida por los banqueros genoveses, que a su vez habían obtenido preponderancia en Europa tras arrebatarle ese papel a los Függer alemanes. Milán, en el norte, y Sicilia en el sur, así como Lucca, Módena, Parma, Urbino y la propia Génova eran aliados incondicionales de los católicos españoles. Sin embargo, el Papado se mostraba indeciso cuando no opuesto a la política de expansión de los imperiales, receloso de perder su influencia. Otro tanto podía decirse de la poderosa Venecia, con una de las flotas navales más expertas y temidas de Occidente. De todo ello había oído hablar Erzsébet en innumerables ocasiones, y siempre con gran ardor, incluso a su marido, quien a menudo se lamentaba de verse obligado a mantener una constante guerra con los turcos en el frente oriental de Rumania, Valaquia y Transilvania, no pudiendo combatir junto a los católicos en el corazón de Europa, donde, comentaba, sería tanto o más necesario que en la otra parte. Erzsébet siempre escuchó tales conversaciones, impregnadas de temores, lamentos o amenazas, como quien oye el sonido de la lluvia. A cuanto le decía su marido apostillaba con secos monosílabos, indicativos de que estaba de acuerdo, pero jamás preguntó nada en concreto, nunca dio muestras de enojo o predilección por ninguna de las potencias que en aquellos mismos momentos se disputaban la hegemonía de Europa. Parece claro que su mente, ya entonces, se hallaba en un lugar aparte, lejos de toda circunstancia o moral.

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