Read El Resurgir de la Fuerza Online
Authors: Dave Wolverton
Grelb cogió un par de macrobinoculares de su bolsillo y los enfocó hacia el Jedi. Qui-Gon subía la montaña tranquilamente, sin cansarse. Pero, en vez de entrar en la primera cueva donde los arconas ya se amontonaban, siguió escalando, avanzando paso a paso por un estrecho borde hasta alcanzar el lado de la montaña desde el que no podía ser visto.
Grelb se hubiera deslizado encantado detrás del Jedi y le hubiera disparado, pero no se atrevió a hacerlo sin el permiso de Jemba. Cogió su intercomunicador y presionó un botón. Tras unos segundos, Jemba contestó.
—El Caballero Jedi está subiendo hacia la cima de la montaña —dijo Grelb.
—¿Adonde se dirige? —ladró Jemba. Sonaba asustado y tenía razones para estarlo.
—No lo sé, pero no me gusta —contestó Grelb. Jemba dudó por un momento.
—Coge refuerzos y asegúrate de que no vuelva.
***
Si Treemba parecía estar enfermo. El saludable tono verdoso de su piel había ido cambiando hasta el gris, y sus pequeñas escamas estaban empezando a desprenderse. Hacía horas que Qui-Gon se había ido.
Obi-Wan había sentido una gran frustración cuando Clat'Ha le había dicho que Qui-Gon se había marchado en busca de los dactilos. Había aceptado que no sería el padawan del Jedi, pero ¿no podía Qui-Gon pedirle que le ayudara, aunque fuese por una vez?
Por supuesto que no lo había hecho. Por supuesto que se había marchado solo.
En la desagradable cueva en la que estaban refugiados, Obi-Wan miraba a su amigo con el ceño fruncido. Los hutts y los whiphids habían cogido las únicas linternas que había en la enorme cueva, de manera que la única luz que les llegaba era la de sus reflejos.
Los arconas se habían instalado en la caverna más lejana, aunque todas eran muy extrañas. Cada cueva medía cuatro metros de ancho en su parte más estrecha y diez de alto. Alrededor de una docena de pasadizos salían al exterior, pero los túneles se ensanchaban en numerosos huecos. Varias marcas de garras en el suelo mostraban que algún animal había pasado por allí, aunque los arconas no encontraron nada en la guarida.
Los trabajadores de Offworld vigilaban la puerta para asegurarse de que nadie se fugaba. Las estalactitas colgaban encima de sus cabezas como lanzas brillantes, y no había ningún lugar donde sentarse a excepción de las rocas desgastadas. En las sombras fantasmales, los ojos de los arconas brillaban tenuemente.
Si Treemba canturreaba. Otros, cerca de él, le imitaron. Obi-Wan llegó agachado cerca de donde estaba su amigo.
—¿Qué estás tarareando? —dijo en voz baja.
—Cantamos una canción de acción de gracias —dijo Si Treemba y, a continuación, la tradujo para Obi-Wan:
El sol finalmente está oculto
y ahora nuestro mundo está oscuro.
En esta cueva tenemos las piedras
y a los hermanos a nuestra espalda.
Fuera puede que amenace tormenta.
pero aquí el día está en calma.
Nos uniremos a la tierra como la carne al hueso.
Pertenecemos a nuestros hermanos.
La canción le resultó triste a Obi-Wan, pero él no era un arcona. No estaba acostumbrado a hacer de una cueva su hogar. La canción debía sonar alegre para Si Treemba.
No podía entenderlo, pero parecía que los arconas se resignaran a morir. Necesitaba actuar y luchar, y ese deseo se hacía más fuerte por momentos. Obi-Wan luchó contra este sentimiento. ¿No había sido advertido una y otra vez sobre su impaciencia? Esto era la prueba. Tenía que vivir según el Código Jedi y esperar, incluso mientras su amigo perdía fuerzas. Era la tarea más dura que había realizado en su vida, pero confiaba en Qui-Gon.
—Prométeme —dijo tranquilamente Obi-Wan a Si Treemba—que no morirás aquí.
—No dejaremos que se nos vaya la vida aquí —prometió Si Treemba.
—¿De verdad? ¿Esperarás hasta que Qui-Gon haya vuelto? —preguntó Obi-Wan angustiado.
—Intentaremos resistir, Obi-Wan —prometió Si Treemba—, pero los dactilos deben llegar pronto.
Con cuidado, Qui-Gon Jinn empezó a subir paso a paso por un sendero que ningún humano había pisado antes. Mientras se agarraba a las pequeñas grietas, y se sujetaba como podía con los dedos de las manos y de los pies, la lluvia arreciaba.
Sabía que tenía que darse prisa. Había tardado más tiempo del previsto en llegar a este lado de la montaña, y sabía que si subía por el otro flanco sería descubierto inmediatamente. Pero, al final, era inevitable exponerse a ser visto. De ahora en adelante su camino iba directo hacia arriba.
En ese instante estaba más preocupado por los dragones que por los hutts. Las criaturas habían despertado. Algunos, para resguardarse de la lluvia, se habían posado sobre los peñascos que tenía encima. Él permanecía en las sombras y se movía entre las rocas, temiendo ser visto. A veces tenía que esperar durante varios minutos hasta que un dragón volvía su cabeza de escamas plateadas.
Paciencia
, se decía a sí mismo una y otra vez.
Debemos tener paciencia
. Era un lema no escrito del Código Jedi, sin embargo, era difícil ser paciente cuando había tantas vidas pendientes de un hilo.
Sus dedos estaban heridos y sangraban. Cerca, los rayos desgarraban el cielo y los truenos resonaban. El cielo tenía un color plomizo. El viento azotaba y silbaba entre las rocas.
Estaba demasiado a la vista. Qui-Gon era un hombre grande, un gran blanco para los dragones. El destello de un rayo podía descubrir su posición o incluso matarle.
Qui-Gon se detuvo durante unos minutos, jadeando. La lluvia se escurría por su frente y hacía que sus ropas le pesaran. Estaba medio helado y todavía débil por las heridas que le había causado el pirata. Miró hacia el océano. No muy lejos, un dragón reluciente se lanzó al mar como un rayo, con sus alas recogidas.
Se zambulló en la superficie y después desplegó las alas. Cuando volvió a surgir de entre las olas coronadas de espuma blanca, un enorme pez brillante se retorcía en su boca.
Afortunadamente, el dragón no le había visto. O, si no era así, no estaba interesado por la carne humana. Puede que los dragones no hubieran encontrado nunca animales en tierra firme y no estuviesen acostumbrados a cazar en ella.
Qui-Gon no se preocupó de mirar hacia abajo. Encima de él, a unos pocos cientos de metros, podía ver una débil niebla que salía de una grieta y que el viento agitaba con furia. Alguien que no supiera lo que estaba buscando no se hubiera dado cuenta, pero el color amarillo de la niebla era bastante delator.
Los dactilos debían estar allí.
El trayecto era difícil. No había caminos. Nadie había pisado anteriormente ni una roca de ese planeta. Cuando caminaba, cualquier piedra podía desprenderse. Además, podía sentir los pinchazos y el dolor de sus pies. Las únicas plantas que encontró eran pequeños líquenes grises que crecían sobre casi cualquier superficie. Cuando estaban secos, andar sobre ellos era como caminar sobre una alfombra: pero, una vez que las lluvias de la mañana habían empezado a caer, los líquenes se volvían resbaladizos.
A pesar de que sentía la Fuerza guiándole hacia los dactilos, todavía le parecía una tarea imposible.
Los rayos seguían rasgando el aire. Los truenos hicieron moverse las rocas que estaban entre las yemas de sus dedos. El viento soplaba a su espalda. Qui-Gon se pegó a la pared de piedra, mientras su hombro le daba pinchazos.
No queda mucho
, se dijo a sí mismo.
Una pequeña explosión encima de su cabeza hizo que trozos minúsculos de roca chocaran contra su mejilla.
Por un momento pensó que un rayo había caído cerca, pero el impacto había resultado demasiado pequeño.
Un láser, ¡alguien le había disparado!
Qui-Gon giró la cabeza, miró hacia abajo y los divisó inmediatamente en las rocas de la pendiente. Para un hutt, resultaba difícil esconderse. Era Grelb, el mensajero de Jemba, que se deslizaba hacia arriba flanqueado por varios whiphids. Portaban pesados rifles láser y disparaban una y otra vez. El hutt reía alegremente.
Los disparos láser impactaron alrededor de Qui-Gon.
Su sable láser no le servía de nada en esas circunstancias. No tenía ningún sitio donde esconderse ni manera de luchar contra sus agresores.
Dolorosamente, Qui-Gon continuó subiendo.
***
El hutt Grelb reía encantado. Su plan había funcionado a la perfección. Sabía que Qui-Gon aparecería por ese lado de la montaña y que subiría directamente hacia los dactilos. Todo lo que tenía que hacer era encontrar una buena posición y esperar.
Al principio había tenido miedo de los dragones y había permanecido quieto, con la intención de ser confundido con una roca; pero, gradualmente, Grelb se había ido relajando. Seguramente los dragones sólo comían pescado.
No tenía miedo por su seguridad, pero las irregulares rocas de este mundo amenazaban con desprenderse incluso en el escondite más seguro para Grelb. El hutt sólo quería volver tranquilamente a la nave, pero justamente ahora tenía un trabajo que hacer: matar al Jedi. E iba a ser un placer.
El Jedi estaba más arriba, atrapado contra la pared de un acantilado, y se esforzaba por llegar a la plataforma donde estaban escondidos los dactilos. Qui-Gon no tenía ningún arma con la que dispararles y era un blanco perfecto. Parecía un asesinato fácil.
Grelb dijo a sus compinches:
—Tomaos tiempo. Vamos a divertirnos un rato.
Los whiphids se mostraron satisfechos. Les encantaba torturar a criaturas indefensas. Mantenían una descarga de fuego regular, fallaban a propósito y disparaban lo suficientemente cerca como para intentar aterrorizar al Jedi.
Grelb rió entre dientes.
—¡Mirad cómo se retuerce, chicos! ¡Me recuerda al postre que cené anoche!
Pero la verdad era que el Jedi no se retorcía, ni se agachaba ni se amedrentaba. Su ritmo no había cambiado en absoluto. Tranquila y metódicamente, escalaba la pared del acantilado, incluso cuando las rocas saltaban a pocos milímetros de su cara.
Los whiphids empezaron a enfadarse.
—¿Está ciego? —preguntó uno, quejándose—. Esto no es nada divertido.
Grelb frunció el ceño. No deseaba quejas de los whiphids porque necesitaba su lealtad.
—¿Qué os parece si hacemos una apuesta? —sugirió—. Veamos quién puede quitarle una bota de un disparo.
—¡Excelente! —gritó el primer whiphid—. ¡Apuesto cinco a que puedo quitarle la bota con el primer disparo!
—¿De un solo disparo? —su compañero reía a carcajadas. La apuesta estaba hecha.
Para hacer más interesante el juego, Grelb apostó contra el whiphid dos contra uno. Con impaciencia, miró al Jedi, que seguía avanzando por el acantilado. Los dos whiphids que habían hecho la apuesta pusieron sus armas sobre los hombros. Grelb contuvo la respiración y esperó a que el primer whiphid disparara. Los relámpagos destelleaban y los truenos retumbaban.
Grelb sintió una ráfaga de viento a su espalda.
El Jedi había apoyado el pie derecho sobre un pequeño saliente y se estiraba para alcanzar un agarradero más arriba. Se balanceaba peligrosamente. Un disparo en el pie probablemente le haría caer.
—¡Disparad ya! —gritó Grelb. Detrás de él, oyó un extraño sonido.
Grelb se volvió para mirar al whiphid, y allí, a espaldas del hutt, había un enorme dragón. Se había posado tan silenciosamente que no le había oído.
Era el primero que veía tan cerca. El dragón tenía pequeñas escamas plateadas por todo su cuerpo y unos enormes ojos amarillos como los de los peces. No tenía patas delanteras, sólo una enorme garra en cada ala. Su boca tenía los dientes más extraños que jamás había visto. Eran como agujas enormes que se arqueaban desde sus encías. El monstruo le recordaba vagamente a los peligrosos tiburones ithorianos.
El enorme reptil tenía la mitad del whiphid en la boca.
—¡Aaaaagh! —gritó Grelb mientras se deslizaba hacia la cueva más cercana.
Todos los whiphids se volvieron y dispararon al dragón.
***
Qui-Gon tiró de sí mismo hacia arriba en los últimos tres metros, y después se metió en una pequeña cueva. Allí, descansó, jadeando durante un rato largo y sujetándose su dolorido brazo derecho. El fuerte olor del sulfuro y del amoníaco le inundó. Miró hacia el interior de la cueva. Los dactilos habían sido arrojados en el suelo y desprendían una suave luz amarillenta.
Los disparos eran más continuos que nunca y las armas causaban continuas explosiones, pero, esta vez, los disparos no iban dirigidos a él. Los whiphids se habían escondido entre las rocas y estaban abriendo fuego contra los dragones. Los disparos láser atraían a las criaturas, que rugían en el cielo y bajaban en bandadas desde los acantilados. Muchas de las enormes bestias rodeaban a los whiphids, y otras, movidas por la necesidad de obtener comida, descendían desde los cielos.
Qui-Gon miró hacia el acantilado y observó la lucha que se desarrollaba abajo. A pesar de haber caminado durante toda la mañana, no había atraído la atención de ningún dragón. Ahora, los disparos de los estúpidos whiphids estaban atrayendo a toda la bandada.
Los dragones causaban un gran griterío, se lanzaban desde las nubes con sus enormes alas plateadas y volaban sobre las rocas moviendo sus cabezas. Los dientes relucían con los reflejos de los relámpagos.
Los whiphids se dispersaron, intentando esconderse tras las grandes rocas. Uno de ellos gritó de terror cuando un dragón cayó desde el cielo y lo atrapó en el lugar donde estaba escondido.
Qui-Gon aprovechó la distracción para guardar los dactilos dentro del saco de tela que había llevado con él. Durante varios minutos, los whiphids lucharon, gritaron y murieron a medida que docenas y docenas de enormes dragones caían sobre ellos.
De repente, una enorme sombra cubrió la luz que entraba en la cueva. Un dragón chilló con un grito tan agudo que las rocas que rodeaban a Qui-Gon temblaron. El Maestro Jedi se colocó junto a una pared de la cueva.
Fuera, en la entrada de la cueva, el dragón arañaba la roca con las garras de sus alas. La criatura dejó escapar el agudo chillido otra vez, y Qui-Gon comprendió que no podía hacer nada.
Le había visto.
***
Mientras los dragones se lanzaban desde el cielo, Grelb se alejó, deslizándose sin hacer ruido. Los enormes y peludos whiphids se movían entre las rocas, disparando sus armas, emitiendo gritos de guerra y distrayendo la atención de los dragones.