Uno de los gigantescos animales se sumergió ante sus ojos, y una cola colosal, de dos puntas, se estiró hacia las estrellas.
«Nada que yo deba temer».
Pero había dudado demasiado, y al ver aquella cola se sintió inseguro. Ni su voluntad ni el poder del sueño lo llevaban a derogar las leyes de la naturaleza. Cuando finalmente dio un paso adelante, cayó en las gélidas aguas. El mar se cerró sobre su cabeza y todo se volvió negro. Quiso gritar y tragó agua; se le metió dolorosamente en los pulmones. Algo lo arrastraba inexorablemente hacia abajo, por más que golpeara para todos lados. El corazón le latía enloquecido, le palpitaban las sienes, sentía un retumbar como de martillazos...
Anawak se incorporó y chocó con la cabeza contra la madera.
—¡Maldita sea! —gimió.
De nuevo los latidos. El retumbar había desaparecido. Ahora era más bien un latido moderado, como golpes de nudillos contra la madera. Al girarse vio a Alicia Delaware, que lo observaba ligeramente inclinada hacia él.
—Lo siento —dijo—. No sabía que tuvieras un despertar tan brusco.
Anawak la miró. ¿Delaware?
Ah, sí. Poco a poco fue recordando dónde estaba. Se tocó el cráneo, emitió un gruñido de dolor y se dejó caer hacia atrás.
—¿Qué hora es?
—Las nueve y media.
—Mierda.
—Tienes un aspecto horrible... ¿Has tenido pesadillas?
—Alguna estupidez.
—Si quieres hago café.
—¿Café? Sí, buena idea. —Se palpó el sitio donde se había raspado el cráneo y dio un respingo. Le iba a salir un chichón considerable—. ¿Dónde está el maldito despertador? Recuerdo perfectamente que lo puse a las siete.
—No lo oíste. No es de extrañar, después de todo lo que ha pasado. —Delaware fue hasta la cocina e inspeccionó a su alrededor—. ¿Dónde está...?
—Armario de la izquierda. Café, filtro, leche y azúcar.
—¿Tienes hambre? Puedo preparar...
—No.
Delaware se encogió de hombros y puso agua en la jarra de la cafetera. Anawak la miró unos segundos, luego se levantó.
—Date la vuelta. Tengo que vestirme.
—Déjate de tonterías. Miraré para otro lado.
Anawak hizo una mueca mientras buscaba sus vaqueros con la mirada: estaban arrebujados sobre el banco que formaba un ángulo con la mesa del camarote. Vestirse no le resultó fácil. La cabeza le daba vueltas y la pierna herida le dolía cuando intentaba doblarla.
—¿Ha llamado Terry? —preguntó.
—Sí. Hace un momento.
—Vaya mierda...
—¿Qué?
—Cualquier carcamal se pondría los pantalones más rápido que yo... Maldita sea, ¿por qué no habré oído el despertador? Quería...
—Estás chiflado, León. ¡Realmente chiflado! Hace dos días que has sobrevivido a la caída de un avión. Tienes una rodilla hinchada, y a mí se me ladeó un poco el cerebro, ¿y qué? Tuvimos una suerte increíble. Podríamos estar muertos, como Danny y el piloto, pero estamos vivos. Y tú andas quejándote por tu maldito despertador y porque no puedes dar saltos... ¿Has terminado?
Anawak se dejó caer en el banco.
—Sí... Está bien. ¿Qué te ha dicho Terry?
—Que ha recopilado todos los datos y ha visto el vídeo.
—Bien. ¿Y?
—Y nada. Dice que tendrás que formarte tu propia opinión.
—¿Eso es todo?
Delaware llenó el filtro con café molido, lo colocó sobre la jarra y encendió la máquina. Al cabo de unos segundos se oyeron chasquidos y ronquidos suaves.
—Le dije que estabas durmiendo —añadió—. No quiso despertarte.
—¿Y por qué?
—Dice que tienes que reponerte. Y tiene razón.
—Estoy bien —replicó Anawak tercamente.
En realidad, no estaba tan seguro. Cuando el DHC-2 colisionó con la ballena gris en pleno salto, perdió el plano de sustentación derecho. Danny, el tirador de ballesta, murió en el acto; no habían encontrado su cadáver, pero no cabía duda de que estaba muerto. No había conseguido acceder al avión. Luego la puerta lateral quedó abierta mientras el avión se precipitaba hacia el mar, y gracias a esta circunstancia Anawak salvó la vida: salió despedido en el choque. No recordaba qué había sucedido después ni qué le había provocado la grave distensión de su rodilla. Cuando volvió en sí se hallaba a bordo del
Whistler
; un dolor lacerante le habían hecho recobrar la conciencia.
Lo siguiente que vio fue a Delaware tumbada sobre la cama, entonces el dolor perdió toda importancia. Parecía muerta. Antes de que lo sobrecogiera el espanto, le explicaron que no estaba muerta, sino que había tenido aún más suerte que él. El cuerpo del piloto le había servido de amortiguador. Con las pocas fuerzas que le quedaban había logrado salir del avión que se hundía. La pequeña aeronave se había inundado en apenas unos segundos. La tripulación del
Whistler
había podido rescatar a Anawak y a Delaware del agua, pero el infortunado piloto había desaparecido con su DHC-2 en las profundidades.
A pesar del trágico accidente, la operación podía calificarse de exitosa. Danny había colocado el transmisor. El URA había seguido a las ballenas y había grabado veinticuatro horas de película en banda magnética sin que los animales lo atacaran. Anawak sabía que Terry King tendría las grabaciones a primera hora de la mañana y había decidido estar para entonces en el acuario. Además, el Centre National d'Études Spatiales había liberado los datos telemétricos que le habían llegado desde el tacógrafo que
Lucy
llevaba en el lomo. Sin la caída, hubieran tenido motivos de sobra para darse palmadas en el hombro.
En lugar de eso, la situación empeoraba por momentos. Cada vez moría más gente. Él mismo había estado a punto de perder la vida en dos ocasiones. Tal vez había asimilado la muerte de Stringer con una celeridad asombrosa porque su furia contra Greywolf había sofocado el resto de sus sentimientos. Ahora, dos días después del desgraciado accidente, se sentía terriblemente mal, como si se hubiera apoderado de su cuerpo una enfermedad que, aletargada durante años, reclamaba su derecho a imponerse. Y con ella vinieron la inseguridad, las dudas y una inquietante falta de energías. Quizá seguía en estado de
shock
, aunque Anawak no lo creía del todo. Había algo más: un vértigo que le sobrevenía de vez en cuando desde que había salido despedido del avión, dolores en el pecho y ataques de pánico.
No se encontraba bien, pero la distensión de la rodilla no era el verdadero problema.
Anawak se sentía herido en lo más profundo de su ser.
El día anterior había dormido casi todo el tiempo. Davie y Shoemaker habían ido a visitarlo junto con algunos patrones de la estación. King había llamado varias veces para informarse de su estado. Pero, aparte de ellos, nadie más se mostró especialmente preocupado por su salud. Mientras que Alicia Delaware es taba siendo presionada por sus padres y por un cúmulo de conocidos para que abandonara la isla —incluso apareció un novio formal que hizo valer una relación de dos años—, el interés por el destino de Anawak se agotaba en el círculo de sus colegas.
Estaba enfermo y sabía que ningún médico podría ayudarlo.
Delaware le trajo una taza de café recién hecho y lo observó a través de los cristales azules de sus gafas. Anawak bebió un sorbo, se quemó la lengua y le pidió el radioteléfono.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal, León?
Titubeó un instante, luego meneó la cabeza.
—Más tarde.
—¿Cuándo es más tarde?
Anawak se encogió de hombros y marcó el número de King.
—Todavía no hemos terminado de revisar el material —dijo el director—. Tómate tu tiempo y descansa.
—Le has dicho a Licia que tendré que formarme mi propia opinión.
—Sí, en cuanto hayamos revisado todo el material. La mayor parte es aburrido. Es mejor que examinemos el resto antes de que vengas aquí sólo por ese motivo. Tal vez puedas ahorrarte el viaje.
—De acuerdo. ¿Cuándo terminaréis?
—Ni idea. Estamos trabajando cuatro personas con las cintas. Dame un par de horas; no, mejor tres. Te enviaré un helicóptero a primera hora de la tarde... Qué chic, ¿no? Es la ventaja de los comités de crisis, siempre tenemos helicópteros a nuestra disposición. —King se rió—. Habrá que tener cuidado, no sea que nos acostumbremos... —Hizo una pausa—. Tengo algo para ti. Ahora no dispongo de tiempo para contártelo, pero de todos modos sería mejor que llamaras a Ed Byrne.
—¿A Byrne? ¿Para qué?
—Ha hablado con Nanaimo y con el Instituto de Ciencias Oceánicas hace una hora. También puedes llamar a Sue Oliviera, pero a Byrne lo tienes más cerca.
—¡Maldita sea, Terry! ¿Por qué no me has llamado si tenías algo que contarme?
—Quería esperar hasta que te despertaras.
Anawak finalizó la conversación, malhumorado, y llamó a Byrne. El jefe de la estación de investigación marina de Strawberry Island contestó en seguida.
—¡Ahí —dijo—. King ha hablado contigo.
—Sí. Al parecer han dado con algo de repercusión mundial... ¿Por qué no me has avisado?
—Todos sabemos que necesitas estar tranquilo.
—Tonterías.
—En serio. Quería esperar hasta que te despertaras.
—Eso lo he escuchado ya dos veces en el término de un minuto. No, tres veces, si incluyo la constante preocupación de Licia. estoy bien, caramba.
—¿Por qué no te acercas hasta aquí? —propuso Byrne.
—¿Con el bote?
—Vamos, son sólo unos metros. Además, en la bahía todavía no ha pasado nada.
—De acuerdo. Estaré ahí en diez minutos.
—Muy bien. Hasta ahora.
Delaware lo miró por encima de su taza y frunció las cejas.
—¿Alguna novedad?
—Todos me tratan como a un convaleciente —protestó Anawak.
—No me refiero a eso.
Anawak se levantó, abrió el cajón de debajo de su litera y buscó una camisa limpia.
—Al parecer han descubierto algo en Nanaimo —bramó.
—¿Y qué es? —quiso saber Delaware.
—No lo sé.
—Ah.
—Voy a acercarme hasta la estación de Ed Byrne. —Vaciló; luego dijo—: Puedes acompañarme, si te apetece...
—¿Quieres que vaya contigo? ¡Qué honor!
—No seas tonta.
—No lo soy. —Delaware se rascó la nariz. El borde de sus incisivos descansaba sobre su labio inferior. Anawak volvió a pensar que había que hacer algo con esos dientes, y pronto. Cada vez que los veía sentía la tentación de ir a buscar zanahorias—. Desde hace dos días estás tan malhumorado que apenas se puede mantener una conversación civilizada contigo.
—Tú también reaccionarías así si... —Se interrumpió.
Delaware lo miró.
—Yo estaba en el avión —dijo, tranquila.
—Lo siento.
—Casi me muero de miedo. Cualquier otra se hubiera marchado en seguida con su madre. Pero tú has perdido a tu ayudante, así que he decidido quedarme contigo, estúpido gruñón...Por cierto, ¿qué era lo que querías contarme?
Anawak volvió a palparse el chichón en el cráneo. Cada vez sobresalía más. Le dolía, y además sentía molestias en la rodilla.
—Nada... ¿Ya te has calmado?
Delaware arqueó las cejas.
—Yo nunca me pongo nerviosa.
—Bien. Entonces acompáñame.
—Antes me gustaría hacerte una pregunta personal.
—No.
Ir con el
Devilfish
hasta aquella isla diminuta tenía algo de irreal, como si no se hubieran producido los ataques de las últimas semanas. Strawberry Island no era más que una colina sembrada de pinos, cuyo perímetro se podía recorrer a pie en cinco minutos. Aquel día la superficie del mar estaba lisa como un espejo. No soplaba el viento y el sol irradiaba una luz blanca e intensa. A cada instante, Anawak esperaba ver emerger una cola o un lomo con una aleta alta, pero desde el comienzo de los ataques únicamente se habían visto orcas frente a Tofino en dos ocasiones. Eran residentes, que, por el momento, no mostraban ningún signo de agresividad. Al parecer, se estaba confirmando la teoría de Anawak de que sólo las ballenas migratorias estaban afectadas por el extraño cambio de comportamiento.
La cuestión era cuánto tiempo seguirían así. La zodiac atracó en el desembarcadero de la isla. La estación de Byrne quedaba justo enfrente. Estaba instalada en un viejo velero encallado, el primer ferry de la Columbia Británica, que ahora descansaba pintorescamente en la orilla, apoyado sobre árboles muertos y rodeado de maderos y anclas herrumbrosas. A Byrne le servía de oficina y de alojamiento, que compartía con sus dos hijos.
Anawak se esforzaba obstinadamente en no renquear. Delaware permanecía callada. Probablemente estaba enfadada con él.
Poco después se encontraban los tres en la proa del viejo barco, sentados en torno a una mesita hecha de cortezas de abedul entrelazadas. Delaware daba pequeños tragos a su Coca-Cola mientras contemplaban las casas construidas sobre postes de la isla.
Aunque Strawberry Island quedaba a unos cientos de metros de Tofino, era un sitio muy tranquilo. Casi no llegaban los ruidos de enfrente. En cambio, se podían oír los diversos sonidos que producía la naturaleza.
—¿Cómo está tu rodilla? —preguntó Byrne, compasivo. Era un hombre atento, con una abundante barba blanca y profundas entradas, que parecía haber venido al mundo con una pipa en la boca.
—No hablemos de eso. —Anawak estiró los brazos y trató de ignorar el zumbido de su cabeza—. Mejor dime qué habéis averiguado.
—A León le molesta que uno se interese por su salud —observó Delaware, mordaz.
Anawak gruñó algo incomprensible. Por supuesto que tenía razón. Su humor cayó como un barómetro durante una tormenta. Byrne carraspeó.
—He mantenido una larga conversación con Ray Fenwick y Sue Oliviera —dijo—. Desde la necropsia pública de J-19 mantenemos un contacto fluido. Pero no sólo por ese motivo. El día del accidente del avión apareció otra ballena en la playa, una ballena gris que yo no conocía. No está registrada en ninguna parte. Fenwick no podía venir, así que yo mismo abrí al animal junto con otras personas para enviar a Nanaimo las muestras de rutina. Es un trabajo muy desagradable, te lo puedo asegurar... El caso es que, después de extraer el corazón, me adentré en la caja torácica y resbalé. La sangre y las mucosidades se me metieron en las botas, me caían desde arriba... Cuando salí parecía un ser de ultratumba. En fin, ésa es la parte anecdótica de mi trabajo... Naturalmente, también extrajimos partes del cerebro.