—Ésos son los gusanos —dijo.
—Ampliemos la imagen —dijo Suess.
Apareció un fragmento de la superficie de hielo. Ahora podían ver claramente a los gusanos. Suess siguió ampliando la imagen hasta que un solo ejemplar ocupó prácticamente toda la pantalla. Era una estilización tosca; algunas partes de él tenían colores estridentes.
—Lo rojo son bacterias del azufre —explicó Yvonne Mirbach—. Lo azul, arqueas.
—Endosimbiontes y ectosimbiontes —murmuró Bohrmann—. El gusano está repleto de bacterias que viven sobre él.
—Exacto. Son consorcios: bacterias de varias especies que cooperan.
—Es algo que los investigadores a los que consultó Johanson ya tenían claro —agregó Suess—. Redactaron informes muy detallados sobre el modo de vida simbiótico del gusano, pero no sacaron las conclusiones correctas. Nadie se preguntó qué es lo que hacen esos consorcios. Cuando empezamos a analizar los gusanos partimos de la idea de que desestabilizan el hielo, aunque sabíamos que no pueden hacerlo. Y de hecho no lo hacen.
—Los gusanos sólo son el medio de transporte —dijo Bohrmann.
—Así es. —Suess cuqueó sobre un símbolo—. Ahora verás por qué se produjo aquel escape de gas.
La figura estilizada del gusano comenzó a moverse. En el poco tiempo que llevaban analizando las muestras habían elaborado una representación gráfica bastante elemental; era más una sucesión de imágenes que una animación. El gusano abrió sus mandíbulas y comenzó a penetrar en el hielo.
—Ahora presta atención.
Bohrmann miraba absorto las imágenes. Suess había vuelto a aumentar la imagen. Se veían varios animales que introducían sus cuerpos en el hidrato. Luego, de repente...
—¡Dios mío! —dijo Bohrmann.
Se hizo un silencio mortal.
—Si esto pasa en todo el talud continental... —comenzó a decir Sahling.
—Está pasando —dijo Bohrmann con voz apagada—. Probablemente incluso de forma simultánea... Maldita sea, se nos podría haber ocurrido a bordo del Sonríe. Los pedazos de hidrato que recogimos estaban repletos de bacterias.
Lo que estaba viendo confirmaba sus sospechas. Temía encontrarse con algo así, pero, no obstante, tenía la esperanza de estar equivocado. Sin embargo, la realidad era mucho peor aún... si es que aquello era la
realidad
.
—No estamos ante fenómenos desconocidos por la ciencia —dijo Suess—. Cada uno de ellos, observado por separado, no nos muestra nada que no conozcamos. Lo nuevo surge de la interacción. En cuanto interrelacionamos todos los componentes, la descomposición de los hidratos resulta evidente. —Bostezó. Parecía una reacción extrañamente inoportuna en vista de las terribles imágenes, pero ninguno de ellos había pegado ojo en las últimas veinticuatro horas—. Lo único que no entiendo es por qué los gusanos están ahí.
—Yo tampoco —dijo Bohrmann—. Y llevo pensando en eso desde hace más tiempo que tú.
—¿Y a quién informamos ahora? —preguntó Sahling.
—Hum. —Suess se puso el dedo en el labio superior—. Bueno... es un asunto confidencial, ¿verdad? Por tanto, tenemos que Informar primero a Johanson.
—¿Por qué no directamente a Statoil? —propuso Sahling.
—No. —Bohrmann sacudió la cabeza—. De ningún modo.
—¿Crees que se harán los tontos?
—Johanson es la mejor opción. Por lo que puedo apreciar, es más neutral que Suiza. Deberíamos dejar que decidiera cuándo...
No tenemos tiempo —lo interrumpió Sahling—. Si esta simulación reproduce, aunque sea aproximadamente, lo que está sucediendo en el talud, debemos informar al gobierno noruego.
—¡Y al resto de los países nórdicos!
—Buena idea. Incluye también a Islandia.
—¡Un momento! —Suess alzó las manos—. No estamos haciendo una cruzada.
—No se trata de eso.
—Sí que se trata de eso. Sólo tenemos una simulación.
—Sí, pero...
—No, tiene razón —Bohrmann lo interrumpió—. No podemos sembrar la alarma de ese modo. Ni siquiera sabemos con exactitud a qué nos estamos enfrentando. Quiero decir, sabemos cómo sucede, pero los resultados que tenemos son cálculos aproximados. Por el momento, sólo podemos decir que llegarán a la atmósfera grandes cantidades de metano.
—No es cierto —gritó Sahling—. Sabemos con absoluta precisión lo que pasará.
Bohrmann se tocaba mecánicamente el sitio donde le estaba volviendo a crecer el bigote.
—Bueno, podemos publicarlo. Saldrá en primera página en unos cuantos periódicos. Pero ¿con qué consecuencias?
—¿Qué sucedería si publicaran que un meteorito impactará pronto contra la Tierra? —razonó Suess.
—¿Te parece acertada la comparación?
—En cierto modo, sí.
—En mi opinión, no deberíamos tomar la decisión nosotros solos —dijo Mirbach—. Vayamos paso a paso. Hablemos primero con Johanson. Al fin y al cabo, es el contacto. Además, desde un punto de vista estrictamente científico, el honor le corresponde a él.
—¿Qué honor?
—Él descubrió los gusanos.
—No. Statoil los descubrió. Pero no importa, para Johanson el honor. ¿Y luego?
—Informamos al gobierno.
—¿Y damos a conocer el asunto?
—¿Por qué no? La prensa publica todo tipo de noticias. Sabemos de los programas nucleares de los coreanos y los iraníes, y que no sé qué otros liberan agentes de ántrax. Tenemos información sobre las vacas locas, sobre la peste porcina y sobre la manipulación genética de las verduras. En Francia decenas e incluso cientos de personas están enfermando y muriendo por unas bacterias de crustáceos contaminados. Y no salen corriendo a refugiarse en las montañas.
—No —dijo Bohrmann—. Por supuesto que no. Pero si reflexionamos en público sobre un efecto Storegga...
1
—Tenemos datos demasiado superficiales para llegar a esa conclusión —dijo Suess.
—Según la simulación, la descomposición del hidrato avanza muy rápido. Y de ahí podemos deducir lo que sigue.
—Pero no podemos decir con absoluta certeza qué sucederá.
Bohrmann iba a contestarle, pero se dio cuenta de que Suess tenía razón. Podían imaginar lo que pasaba, pero no podían probarlo. Si exponían sus conclusiones sin que su teoría fuera irrefutable, las compañías petroleras los descalificarían. Su argumentación se derrumbaría como un castillo de naipes. Era demasiado pronto.
—Bien —dijo—. ¿Cuánto tiempo necesitamos para presentar un resultado serio?
Suess frunció el ceño.
—Una semana más, creo.
—Es demasiado —dijo Sahling.
—¿Qué dices? —Mirbach sacudió la cabeza, estupefacta—. Es muy poco. Cuando solicitas un análisis taxonómico sobre un nuevo gusano, suelen tardar meses en entregarte los resultados, en cambio nosotros...
—Es demasiado en este caso.
—No importa —contestó Suess—. La falsa alarma no lleva a ninguna parte. Sigamos.
Bohrmann asintió. No podía apartar la mirada del monitor. La simulación había terminado, pero sólo en la pantalla. Continuaba en su mente, y lo que le mostraba lo aterrorizó.
29 de abril. Trondheim, Noruega
Sigur Johanson entró en el despacho de Olsen, cerró la puerta y se sentó frente al biólogo.
—¿Tienes tiempo?
Olsen sonrió.
—Me he deslomado por ti.
—¿Qué has averiguado?
Olsen bajó la voz y adoptando un tono conspirador dijo:
—¿Por dónde empezamos? ¿Por esos seres monstruosos? ¿Por las catástrofes naturales?
Le ponía suspense al asunto. No estaba mal.
—¿Con qué quieres empezar tú?
—Bueno... —dijo Olsen, haciéndole un guiño—, ¿qué tal si comienzas tú, para variar un poco? ¿Por qué no me dices para qué tengo que hacer de Watson durante días para ti..., Holmes?
Johanson volvió a preguntarse hasta qué punto podía confiar en Olsen. Tenía claro que su interlocutor reventaba de curiosidad. Era comprensible, a él le hubiera pasado lo mismo. Pero si accedía a contarle lo que sabía, dentro de unas horas estaría enterado todo el personal de la NTNU.
De pronto se le ocurrió una idea. Sonaba lo suficientemente descabellada como para resultar creíble. Olsen pensaría que estaba chiflado, pero podía vivir con eso. De modo que, bajando también la voz, dijo:
—He estado pensando que voy a ser el primero en proponer una teoría.
—¿Y cuál es tu teoría?
—Que todo está dirigido.
—¿Qué?
—Me refiero a esas anomalías: las medusas, los naufragios, las personas desaparecidas o muertas... Se me ha ocurrido que hay una conexión superior entre todas esas cosas.
Olsen lo miró sin comprender.
—Llamémoslo un plan superior. —Johanson se reclinó en su asiento para observar cómo se tragaba el anzuelo.
—¿Y qué quieres obtener con eso? ¿Que te concedan el Premio Nobel o que te internen en un manicomio?
—Ni lo uno ni lo otro.
Olsen seguía mirándolo fijamente.
—Me estás tomando el pelo.
—No.
—Por supuesto que sí. Estás hablando de... qué se yo... ¿del diablo?, ¿de seres de las tinieblas?, ¿de extraterrestres?, ¿de expedientes X?
—Es sólo una idea. Quiero decir, tiene que haber una conexión... Se producen todo tipo de fenómenos al mismo tiempo, ¿crees que es una casualidad?
—No lo sé.
—Ves, no lo sabes. Yo tampoco.
—¿Y en qué tipo de conexión has pensado?
Las manos de Johanson cortaron débilmente el aire.
—Eso depende de la información que tengas para mí.
—Ah... —Olsen hizo una mueca—. Muy astuto, Sigur. Tú no eres ningún tonto... me estás ocultando algo.
—Dime qué has averiguado y luego veremos cómo seguimos.
Olsen se encogió de hombros, abrió un cajón y sacó un fajo de papeles.
—La cosecha de Internet —dijo—. Si no fuera un condenado pragmático, acabaría creyéndome los disparates que me estás contando.
—Venga, veamos qué tienes.
—Todas las playas de Centroamérica y Sudamérica han sido cerradas. La gente ya no se baña en el mar y cientos de medusas quedan atrapadas entre las redes de los pescadores. En Costa Rica, Chile y Perú hablan de plagas devastadoras. Después de las fragatas portuguesas aparecieron unos seres minúsculos, con tentáculos extremadamente largos y venenosos. Al principio se pensó que eran avispas marinas, pero parece que se trata de algo completamente distinto. Quizá una nueva especie.
«Otra vez una nueva especie —pensó Johanson—. Gusanos nunca vistos, medusas nunca vistas...».
—¿Y qué ha ocurrido con las avispas marinas de las costas australianas?
—La misma situación. —Olsen revolvió entre los papeles—. Llegan cada vez más. Una auténtica catástrofe, tanto para los pescadores como para el negocio turístico, que de todos modos ya se había ido al traste.
—¿Qué pasa con los peces? ¿No los atacan las medusas?
— Desaparecitum.
—¿Cómo dices?
—No queda ni uno. Los grandes bancos han desaparecido de las costas afectadas. Según los marineros de las traineras, han abandonado la zona para adentrarse en alta mar.
—Pero ahí no tienen alimento.
—Quién sabe, tal vez estén a dieta...
—¿Y nadie tiene una explicación?
—Prácticamente en todos los países se han constituido comités de crisis —dijo Olsen—. Pero no hay forma de enterarse de nada. Ya lo he intentado.
—Lo cual quiere decir que la situación es aún peor de lo que nos figuramos.
—Puede ser. —Olsen sacó una hoja del montón—. En esta lista encontrarás algunas noticias resaltadas en negrita sobre las que no se ha vuelto a publicar nada: invasiones de medusas frente al África occidental, probablemente también en las costas de Japón y sin duda en las Filipinas; posibles casos mortales que luego fueron desmentidos y de los que nunca más se supo... Pero presta atención, aquí viene lo mejor. Hay una alga asesina que desde hace algunos años ronda por los medios como un fantasma. Se llama
Pfiesteria piscicida
y, una vez que la tienes en el cuello, ya no puedes librarte de ella. Ataca a humanos y a animales. Hasta ahora solía causar estragos principalmente al otro lado del Atlántico, pero parece que Francia está afectada, y no poco.
—¿Ha habido muertos?
—Sí. Los franceses no son precisamente pródigos en comentarios, pero, según dicen, el alga llegó al país en el interior de unos bogavantes. Tienes la información ahí, te la he seleccionado.
Le acercó a Johanson una parte del montón.
—Después está la desaparición de botes. Se han registrado algunas llamadas de socorro. Generalmente no tienen sentido, se cortan demasiado pronto. Sea lo que sea lo que ha pasado, tiene que haber sucedido muy de prisa. —Olsen agitó otra hoja en el aire—. Pero ¿quién sería yo si no supiera más que el resto de la humanidad? Tres de esas llamadas llegaron a Internet.
—¿Y?
—Algo atacó a los botes.
—¿Los atacó?
—Efectivamente. —Olsen se frotó la nariz—. Agua para el molino de tu teoría de la conspiración... El mar se rebela contra la humanidad, lo cual es sumamente desconsiderado por su parte.
Al fin y al cabo, nosotros sólo arrojamos algunos residuos, además de exterminar a los peces y a las ballenas. Y a propósito de ballenas: lo último que he oído es que en el Pacífico oriental arremeten en masa contra los barcos. Al parecer, ya nadie se atreve a navegar.
—¿Se sabe...?
—No hagas preguntas tontas. No, no se sabe, no se sabe absolutamente nada. Y te aseguro que he buscado a conciencia... Tampoco he encontrado información sobre las causas de los choques y naufragios de los buques cisterna. Hay un bloqueo total de noticias. Tu teoría tiene algo a favor, pues generalmente se informa sobre esos extraños sucesos, pero al cabo de un tiempo alguien extiende un manto de silencio. ¿Expedientes X, tal vez?... —Olsen frunció el ceño—. En cualquier caso, son demasiadas medusas, demasiados peces, todo parece de alguna manera sobredimensionado.
—¿Y nadie tiene idea de cuál es la causa?
—Oficialmente, nadie se aventura a suponer que todos esos fenómenos están relacionados, como propones tú. Los comités de crisis acabarán atribuyéndolos al Niño o al calentamiento del planeta, y la biología de las invasiones cobrará nuevo impulso y se publicarán más artículos especulativos.
—Es decir, los sospechosos de siempre.
—Sí, pero es absurdo. Hace años que las medusas, las algas y otros animales parecidos viajan por todo el mundo en el agua de lastre de los barcos. Son fenómenos que conocemos.