—Ahora —dijo Bohrmann.
La cámara se precipitó hacia el suelo. Por un instante pareció que los gusanos se erguían para recibir a la excavadora. Luego todo se puso negro. La pala de acero quedó enterrada en el metano y se fue cerrando lentamente.
—¿Qué diablos...? —masculló el marinero.
En el indicador de control bailaban las cifras: tan pronto se detenían como seguían pasando a gran velocidad.
—La excavadora desaparece. Se va hacia el fondo.
Hvistendahl se inclinó hacia adelante.
—¿Qué está pasando ahí?
—No puede ser. A esa profundidad no hay resistencia.
—Súbala —gritó Bohrmann—. Rápido.
El marinero tiró de la palanca. El indicador se detuvo y empezó a retroceder. La excavadora ascendió, con la pala cerrada. Las cámaras exteriores mostraron un agujero enorme que había aparecido de repente. Salían grandes burbujas que ascendían bailoteando. Luego una extraordinaria cantidad de gas formó una bóveda. Chocó contra la excavadora, la envolvió y de pronto todo desapareció en un torbellino hirviente.
Mar de Groenlandia
Algunos cientos de kilómetros al norte de la posición del
Sonne
, Karen Weaver había dejado de contar hacía un instante.
Había dado cincuenta vueltas en torno al barco. Ahora solamente corría por cubierta, arriba y abajo, poniendo especial cuidado en no perturbar el trabajo científico. Excepcionalmente, le venía bien que Lukas Bauer no tuviera tiempo para ella. Necesitaba moverse. Hubiera sido capaz de escalar un iceberg o cualquier cosa que tuviera al alcance, con tal de bajar su nivel de adrenalina. A bordo de un barco de investigación apenas se podía practicar deporte. Ya había estado en el gimnasio y se había aburrido enormemente con aquellos tres aparatos ridículos que tenían, así que decidió correr por el barco. Cruzaba la cubierta de un lado a otro. Pasaba junto a los ayudantes de Bauer, que estaban preparando la quinta boya de seguimiento, y frente a los marineros, que, enfrascados en su trabajo o reunidos por ahí, la seguían con la vista, probablemente con algún comentario lascivo en los labios.
A la altura de su boca semiabierta se formaban series regulares de nubes blancas.
Seguía cubierta arriba, cubierta abajo.
Debía mejorar su constancia, ése era su punto débil. En cambio tenía una fuerza increíble. Desnuda, Karen Weaver parecía una escultura de bronce, con una piel reluciente debajo de la cual se extendían unos músculos impresionantes. Entre sus omóplatos desplegaba sus alas un halcón tatuado primorosamente, una criatura extraña con el pico bien abierto y las garras preparadas para atacar. Su cuerpo, sin embargo, no era tan vigoroso como el de las culturistas. En realidad, habría sido perfecto para una carrera como modelo, salvo por su pequeña estatura y sus hombros anchos. Karen Weaver era algo así como un pequeño caparazón, blindado y bien formado, que necesitaba adrenalina y que se asomaba a cualquier abismo.
Y en aquella ocasión, el abismo tenía tres kilómetros y medio de profundidad. El
Juno
estaba navegando por las aguas abisales de Groenlandia, una llanura oceánica situada por debajo del estrecho de Fram desde la que fluía agua fría del Ártico hacia el sur. En el centro del círculo que formaban Islandia, Groenlandia, el norte de Noruega y las islas Svalbard se hallaba uno de los dos pulmones de los mares del mundo. Lukas Bauer quería conocer lo que pasaba en aquellas aguas. Y también Karen Weaver, o al menos sus lectores.
Bauer le hizo una seña para que se acercara.
Completamente calvo, con unas gafas de colosales cristales y una barba blanca en punta, era el arquetipo del profesor distraído; Weaver no había conocido jamás otro científico como él. Tenía sesenta años y la espalda encorvada, pero su cuerpo magro y quebrado contenía una energía indomable. Weaver admiraba a las personas como Lukas Bauer. Admiraba lo sobrehumano que había en ellos, su extraordinaria fuerza de voluntad.
—¡Venga aquí, Karen! —dijo Bauer con una voz sonora—. ¿No es increíble? En esta zona bajan alrededor de diecisiete millones de metros cúbicos de agua por segundo. ¡Diecisiete millones! —La miró radiante—. Es veinte veces más de lo que transportan todos los ríos de la Tierra.
—Doctor —Karen le puso la mano en un brazo—, eso ya me lo ha contado tres veces.
Bauer parpadeó.
—¿Sí? Vaya...
— En cambio, no me ha dicho cómo funciona su boya de seguimiento. Para escribir artículos periodísticos sobre su trabajo, necesito que se ocupe un poco más de mí.
—La boya, la boya autónoma... Yo pensé que estaba claro... para eso ha venido.
—He venido para hacer simulaciones por ordenador de los desplazamientos de las corrientes, para que los lectores puedan ver adonde van sus boyas. ¿Ya lo ha olvidado?
—Pero usted no puede, no tiene... Bueno, lamentablemente, no tengo mucho tiempo. Tengo que hacer tantas cosas todavía. ¿Por qué no observa y...?
—¡Doctor! Otra vez no. Me iba a hablar del funcionamiento de la boya de seguimiento.
—Sí, por supuesto. En mis publicaciones...
—Ya he leído sus publicaciones, y no he entendido más de la mitad, a pesar de que tengo formación científica. Los artículos de divulgación tienen que entretener, tienen que estar redactados en un lenguaje que todo el mundo entienda.
Bauer la miró ofendido.
—A mí mis artículos me parecen perfectamente comprensibles.
—Sí, a usted. Y a dos docenas de colegas suyos en todo el mundo.
—Qué va. Si estudia el texto con atención...
—No, doctor. Explíquemelo.
Bauer frunció el ceño, luego sonrió con indulgencia.
—Ninguno de mis estudiantes se atrevería a interrumpirme tantas veces. Sólo yo puedo interrumpirme. —Encogió sus hombros delgados—. Pero ¿qué puedo hacer? No me veo capaz de negarle nada. No, no puedo. Usted me cae bien, Karen. Usted es... es... me recuerda a... bueno, no importa. Vayamos a la boya de seguimiento.
—Y después hablaremos sobre los resultados que ha obtenido hasta ahora. Estoy recibiendo consultas.
—¿Ah, sí? ¿De quién?
—De revistas, programas de televisión e institutos.
—Qué interesante.
—No, solamente lógico. Consecuencia de mi trabajo. A veces me pregunto si usted entiende lo que implica el trabajo de prensa.
Bauer sonrió con picardía.
—Explíquemelo.
—Con mucho gusto, aunque ya es la décima vez. Pero primero cuénteme algo usted.
—No, no puedo —dijo Bauer, excitado—. Tenemos que bajar las boyas de seguimiento al mar, y luego tengo que...
—Después tiene que hacer lo que me prometió —le advirtió Weaver.
—Pero, muchacha, yo también recibo consultas. ¡Mantengo correspondencia con científicos de todo el mundo...! No puede imaginar las preguntas que me plantean. Hace un rato recibí un correo electrónico en el que me preguntaban por un gusano. ¡Un gusano, figúrese! Y quieren saber si hemos medido concentraciones de metano elevadas. Por supuesto que sí, ¿pero cómo pueden saberlo? Tengo que...
—Yo puedo hacerme cargo de todo eso. Hágame su cómplice.
—En cuanto...
—Si es que realmente le caigo bien.
Bauer abrió los ojos enarcando las cejas.
—¡Ah! Entiendo. —Comenzó a reír en voz baja. Sus hombros encorvados se movían con la risa contenida—. Ve, por eso no me he casado, uno vive bajo presión. Bueno, prometo mejorar. Ahora venga, venga.
Weaver lo siguió. La boya de seguimiento estaba colgada del pescante sobre la superficie gris del agua. Tenía varios metros de largo y estaba inserta en un armazón de apoyo. Un tubo delgado y brillante ocupaba más de la mitad del aparato; dos recipientes esféricos de vidrio constituían la parte superior.
Bauer se frotó las manos. Con su anorak de plumas, que le quedaba manifiestamente grande, parecía un singular pájaro ártico.
—Vamos a introducir la boya de seguimiento en la corriente —dijo—. Se desplazará con ella, como si fuera una partícula de agua virtual. Primero irá en vertical hacia abajo, porque, como le dije antes, el agua baja... es decir, no se ve cómo desciende, pero baja, ¿entiende?... ¿cómo se lo explicaría?
—En la medida de lo posible, sin tecnicismos.
—Bien, bien, preste atención. En el fondo es muy fácil. Sólo tiene que saber que el agua no tiene siempre el mismo peso. El agua más ligera es dulce y cálida. El agua salada es más pesada que el agua dulce; cuanto más salada, más pesa. Porque la sal al fin y al cabo pesa. El agua fría, a su vez, es más pesada que el agua caliente pues tiene más densidad; por tanto, el agua tiene mayor peso cuanto más se enfría.
—Y el agua fría salada es la que tiene mayor peso —agregó Weaver.
—Bien, muy bien —se alegró Bauer—. Por eso las corrientes marinas se mueven en distintos niveles. Las aguas cálidas permanecen en la superficie, las más frías en el fondo, y en el medio tenemos las corrientes profundas. Ahora bien, una corriente cálida puede viajar miles de kilómetros sobre la superficie hasta que llega a zonas frías, donde el agua, naturalmente, se enfría. Y cuando el agua se enfría...
—Se hace más pesada. —¡Bravo! Muy bien. Se hace más pesada y se hunde. La corriente de superficie se convierte entonces en una corriente profunda o incluso en una corriente de fondo, y el agua refluye. Y a la inversa sucede exactamente lo mismo, de abajo hacia arriba, de frío a cálido. De ahí que todas las grandes corrientes marinas del mundo estén continuamente en movimiento. Todas están interconectadas, hay un intercambio constante entre ellas.
Bajaron la boya de seguimiento a la superficie del agua. Bauer se encaminó hacia la borda y se inclinó hacia el exterior. Luego se giró y le hizo una seña impaciente a Weaver para que se aproximara.
—Venga, acérquese, desde aquí lo verá mejor.
Weaver se puso a su lado. A Bauer le brillaban los ojos mientras miraba.
—Sueño con que las boyas de seguimiento viajen por todas las corrientes —dijo—. Sería realmente fantástico. Conoceríamos fenómenos increíbles.
—¿Para qué sirven las dos esferas de vidrio?
—¿Cómo?, ¿qué? Ah... los flotadores. Para que la boya de seguimiento pueda flotar en la columna de agua. En la base tiene pesas, pero lo principal es la vara del centro. Ahí está todo: mandos electrónicos, microcontroladores, el suministro de energía. Y también un hidrocompensador. ¿No es fantástico? ¡Un hidrocompensador!
—Me parecería fantástico si me contara qué es.
—Eh..., claro, claro... —Bauer se tiró de la barba—. Cuando diseñamos la boya de seguimiento pensamos cómo podríamos hacer que... Bueno, la cuestión es que los líquidos son prácticamente incompresibles, no se los puede comprimir. El agua constituye una excepción. No totalmente, pero digamos que se puede... aplastar. Y eso es lo que hacemos. La comprimimos en la vara de modo que siempre haya la misma cantidad de agua, pero a veces se trata de agua más pesada y otras veces es agua más ligera. De ese modo la boya de seguimiento modifica su peso con el mismo volumen.
—Genial.
—¡Así es! Lo podemos programar para que realice todo el proceso de forma autónoma: comprimir, descomprimir, volver a comprimir y descomprimir, bajar, subir... Y nosotros no intervenimos en ningún momento... No está nada mal, ¿verdad?
Weaver asintió. Miró la larga construcción que se sumergía en las olas grises.
—De ese modo, la boya de seguimiento puede ser arrastrada por las aguas durante meses y años y emitir señales acústicas. Así podemos localizarla y reconstruir la velocidad y el curso de las corrientes. Mire, ahora se está sumergiendo... Se ha ido.
La boya de seguimiento había desaparecido en el mar. Bauer asintió satisfecho.
—¿Y hacia dónde va? —preguntó Weaver.
—Ésa es la pregunta clave.
Weaver se giró hacia él. A Bauer le tembló levemente la mirada, luego suspiró resignado.
—Ya sé, quiere que hablemos de mi trabajo.
—Ahora mismo.
—Es usted muy persistente. ¡Dios mío!, qué mujer tan testaruda... Bueno, vayamos al laboratorio. Pero le advierto que los resultados de mi trabajo son un tanto inquietantes, para decirlo suavemente...
—Al mundo le encanta que lo inquieten. ¿Acaso no se ha enterado? Hay invasiones de medusas, anomalías, personas desaparecidas, catástrofes navieras... Tendrá una compañía excelente.
—¿Ah, sí? —Bauer sacudió la cabeza—. Puede que tenga razón. Nunca entenderé del todo lo que es el trabajo de prensa. Sólo soy un profesor. Es demasiado elevado para mí.
Mar noruego, borde continental
—Mierda —exclamó Stone—. ¡Es un escape de gas!
En la sala de control del
Sonne
todos contemplaban atónitos el monitor. En las profundidades se había desencadenado un infierno.
Bohrmann dijo al micrófono:
—Salgamos de aquí. Comando a puente: a toda marcha.
Lund se giró y se marchó corriendo de la sala. Johanson vaciló pero finalmente corrió tras ella. Otros lo siguieron. Todo el personal del barco parecía haberse puesto en marcha. Johanson trastabilló por la cubierta hasta llegar al puente de maniobras, donde marineros y técnicos acarreaban tanques refrigerados bajo las órdenes de Lund. El cable de la grúa vibró cuando el
Sonne
comenzó a navegar a mayor velocidad.
Lund se acercó a él.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Johanson.
—Hemos dado con una burbuja. ¡Ven!
Lo llevó hasta la borda. Hvistendahl, Stone y Bohrmann se les unieron. Dos de los técnicos de Statoil estaban en el extremo más Inclinado de popa, directamente bajo la grúa, y contemplaban con curiosidad el mar. Bohrmann lanzó una mirada al cable tirante.
—¿Qué está haciendo ese idiota? —dijo entre dientes—. ¿Por qué no para la grúa?
Se apartó de la borda y salió corriendo hacia la sala de monitores.
En ese mismo instante, la superficie del mar se fue cubriendo violentamente de espuma. Grandes cúmulos blancos irrumpieron en la superficie. El
Sonne
navegaba ahora a toda velocidad. La cuerda de la excavadora se tensó con un chirrido. Alguien cruzó corriendo la cubierta hasta la grúa y agitó los brazos.
—¡Apártense de ahí! —gritó a los de Statoil, que estaban debajo del soporte—. ¡Váyanse!
Johanson lo reconoció. Era el primer oficial, el Guardián, como lo llamaba la tripulación. Hvistendahl se giró e hizo señas a los hombres. Luego todo sucedió muy de prisa. De repente fueron absorbidos por la efervescencia y el borboteo de un geiser. Johanson vio aparecer sobre la superficie del agua el contorno de la excavadora. Se esparció un hedor insoportable a azufre. La popa del
Sonne
se hundió, la excavadora salió disparada en forma oblicua desde el torbellino burbujeante y se balanceó como una hamaca gigante en dirección al costado del barco. El que estaba más atrás de los dos hombres de Statoil vio que la excavadora se cernía sobre ellos y se tiró al suelo. El otro abrió los ojos espantado, dio un paso indeciso hacia atrás... y se tambaleó.