Delaware tenía razón. El vídeo era una pista.
A Anawak se le había pasado en seguida el enfado con la estudiante. Era una muchacha entrometida que a veces hablaba irreflexivamente, pero tras ese comportamiento intempestivo Anawak reconoció un cerebro analítico, de gran inteligencia. Además disponía de tiempo. Sus padres vivían en British Properties, el selecto barrio donde residían las familias acaudaladas de Vancouver. Sin aparecer jamás, proporcionaban a Alicia una vida de abundancia. Anawak sospechaba que compensaban con dinero su evidente desinterés por su hija y el escaso tiempo que compartían con ella, lo cual no parecía preocupar especialmente a Alicia, pues le permitía gastar grandes cantidades y, además, seguir su propio camino. En el fondo, no podría haber salido mejor. Delaware veía en la inesperada cooperación una oportunidad para afianzar con la práctica sus estudios de biología; y Anawak, por su parte, necesitaba una asistente después de la muerte de Susan Stringer.
Stringer...
Cada vez que pensaba en ella lo sobrecogían la vergüenza y los sentimientos de culpa por no haber podido salvarla. Constantemente se decía a sí mismo que nada ni nadie en el mundo hubiera podido salvar a Stringer cuando la orca la atrapó. Pero siempre surgían dudas que lo carcomían. Él, que había publicado trabajos y tratados sobre la conciencia de los delfines mulares, ¿qué sabía en realidad sobre cómo pensaba una ballena? ¿Cómo se convencía a una orca para que soltara a su víctima? ¿Qué argumentos admitía un intelecto que no funcionaba como el de los seres humanos?
¿Habría existido alguna vía?
Luego se decía que las orcas son animales. Sumamente inteligentes, pero animales al fin y al cabo. Y para ellos una presa es una presa.
Por otra parte, estaba claro que los seres humanos no formaban parte del patrón de caza de las orcas. ¿Las orcas habían devorado a los pasajeros que flotaban en el agua? ¿O únicamente los mataron?
Los asesinaron.
¿Se podía acusar a una orca de asesinato?
Anawak suspiró. Se estaba moviendo en círculos. Los ojos le escocían cada vez más. Sin ganas, tomó otro CD con imágenes digitales, lo giró indeciso hacia un lado y hacia el otro, y volvió a dejarlo en su lugar. Ya no podía concentrarse. Había pasado todo el día en el acuario, hablando con gente o llamando por teléfono a distintos lugares de los alrededores, sin que se produjera ningún progreso. Se sentía rendido y vacío. Cansado, apagó el monitor y miró el reloj. Las siete pasadas. Se levantó y fue en busca de Terry King. El director estaba en una reunión, así que pasó a ver a Delaware. Estaba en una improvisada sala de reuniones, analizando datos de télex.
—¿Te apetece comer un jugoso filete de cachalote? —preguntó ácido.
Delaware alzó la vista y pestañeó. Había cambiado las gafas azules por lentes de contacto, también sospechosamente azules. Salvo por sus dientes de conejo, era una muchacha muy guapa.
—Claro. ¿Dónde?
—Hay un bar aceptable aquí cerca.
—¿Un bar? ¡No! —gritó divertida—. Te invito.
—No es necesario.
—Al Cardero's.
—Hum.
—¡Se come muy bien!
—Ya sé que se come muy bien. Pero, en primer lugar, no tienen por qué invitarme y, en segundo, Cardero's me parece... ¿cómo decirlo...?
—¡A mí me parece de primera!
El restaurante y bar Cardero's estaba situado en pleno Coal Harbour, el puerto deportivo; era un local grande y bien aireado, con grandes ventanales y techos altos. Un sitio bastante de moda. Ofrecía una magnífica vista de los alrededores y servían platos excelentes de la gastronomía típica de la costa oeste. El bar contiguo siempre estaba abarrotado de jóvenes muy bien vestidos y a la moda, que bebían una copa tras otra. Anawak sabía que sus vaqueros deshilachados y su suéter desteñido eran ropas muy poco apropiadas; además, en los sitios de moda se sentía incómodo y fuera de lugar. Delaware, en cambio, era el prototipo de clienta ideal de Cardero's, como el mismo Anawak tuvo que admitir.
Así pues, irían a Cardero's.
Fueron al puerto en el viejo Ford de Anawak y tuvieron suerte. Por lo general, en Cardero's era necesario reservar mesa con la debida antelación, pero encontraron una libre en un rincón, un poco apartada, que era precisamente tal y como a Anawak le gustaba. Pidieron la especialidad de la casa: salmón
grillé
al cedro con salsa de soja, azúcar moreno y limón.
—Bien —dijo Anawak cuando se fue el camarero—. ¿Qué es lo que tenemos?
—Por lo que a mí concierne, sólo hambre. —Delaware se encogió de hombros—. No tengo más información que antes.
Anawak se masajeó el mentón.
—Tal vez haya encontrado algo. El vídeo de esa mujer me dio la idea.
—Querrás decir
mi
vídeo.
—Por supuesto —dijo burlón—. Todo te lo debemos a ti.
—Me debéis por lo menos una idea. ¿Qué es lo que has encontrado?
—Tiene que ver con las ballenas identificadas. Noté que en los ataques participaron sólo orcas migratorias. Ni una sola residente.
—Hum. —Delaware arrugó la nariz—. Es cierto. Sobre las residentes no se ha oído nada malo.
—Justamente. En el estrecho de Johnstone no hubo ataques. Y había kayaks navegando.
—Es decir que el peligro proviene de las orcas migratorias.
—De ellas y posiblemente también de las orcas que viven mar adentro. Las ballenas jorobadas y la gris que hemos identificado también son migratorias. Las tres pasaron el invierno en Baja California, eso incluso está documentado. Enviamos por correo electrónico las fotografías de sus colas al Instituto de Biología Marina de Seattle. Nos confirmaron que allí las han visto varias veces en los últimos años.
Delaware lo miró desconcertada.
—Pero no es nada nuevo que las ballenas grises y las jorobadas migren.
—No todas.
—Ah. Yo creía que...
—El día que volvimos a salir Shoemaker, Greywolf y yo, pasó algo extraño. Ya casi lo había olvidado. Teníamos que bajar a la gente del
Lady Wexham
. El barco se hundía, y además nos atacó un grupo de ballenas grises. Estoy convencido de que no teníamos la menor oportunidad de salvar el pellejo y, mucho menos, de rescatar a alguien. Pero entonces, de repente, emergieron a nuestro lado dos ballenas grises que no nos hicieron nada. Se quedaron un rato flotando en el agua, y las otras se retiraron.
—¿Y eran residentes?
—Frente a la costa oeste hay siempre una docena de ballenas grises durante todo el año. Son demasiado viejas para emprender las penosas migraciones. Cuando llegan las manadas del sur, las viejas se reincorporan, y entonces comienza el ritual de bienvenida. Reconocí a una de esas residentes; era evidente que no albergaba intenciones hostiles hacia nosotros. Al contrario. Creo que les debemos la vida a ambas.
—Vaya, me dejas sin palabras... Es decir, que ¿os protegieron?
—Vamos, Licia —dijo Anawak arqueando las cejas—, ¿estás insinuando que ahora crees que los animales tienen sentimientos, como los humanos?
—Hace unos tres días que soy capaz de creerme cualquier cosa.
—No me atrevería a decir que nos protegieron, pero creo que mantuvieron alejadas a las demás. No les gustaron las atacantes. Casi me atrevería a afirmar que sólo están afectados los animales migrantes. Los residentes (no importa de qué especie) se comportan pacíficamente. Es como si se dieran cuenta de que los otros no están muy bien de la cabeza.
Delaware se rascó la nariz con una expresión meditativa.
—Podría ser. Quiero decir, un gran número de animales desaparece en el camino de California hasta aquí, en alta mar... y las orcas agresivas también viven en pleno Pacífico.
—Exacto. Sea lo que sea lo que ha modificado su comportamiento, se encontrará precisamente allí. En lo más profundo del azul del mar, bien mar adentro.
—Pero ¿qué?
—Ya lo averiguaremos —dijo Terry King. Había aparecido de pronto junto a ellos; acercó una silla y se sentó—. Y será mejor que sea antes de que esos tipos del gobierno me vuelvan loco con sus constantes llamadas.
—He pensado en otra posibilidad —dijo Delaware durante el postre—. Puede ser que a las orcas les divierta el asunto, pero a las ballenas grandes seguro que no.
—¿Por qué piensas eso? —preguntó Anawak.
—Bueno —dijo con la boca llena de
mousse
de chocolate—. Imagínate que arremetes una y otra vez contra algo para derribarlo. O que te abalanzas sobre algo que tiene puntas y bordes. ¿No acabarías sufriendo algún daño tú mismo?
—Tiene razón —dijo King—. Los animales podrían estar heridos. Y ningún animal se daña a sí mismo, a menos que eso sea conveniente para preservar la especie o para proteger a las crías. —Se quitó las gafas y las limpió minuciosamente—. ¿Podemos fantasear un poco? ¿Qué pasaría si los ataques fueran una acción de protesta?
—¿Contra qué?
—Contra la caza de ballenas.
—¿Protestas de ballenas contra la caza de ballenas? —dijo Delaware, incrédula.
—Ha habido casos de ataques a balleneros —dijo King—, sobre todo a aquellos que perseguían a las crías.
Anawak sacudió la cabeza.
—Eso no te lo crees ni tú mismo.
—Era un intento.
—No muy bueno. Hasta ahora no está probado que las ballenas comprendan lo que es la caza de ballenas.
—¿Quieres decir que no reconocen que las están cazando? —preguntó Delaware—. Eso es una tontería.
Anawak hizo un gesto de impaciencia.
—No son capaces de ver la caza como algo sistemático. Los calderones vuelven a encallar siempre en las mismas bahías. En las islas Feroe los pescadores acorralan manadas enteras y las atacan sin piedad con varas de hierro. Son verdaderas masacres. Y en Japón, concretamente en Futo, hay auténticas matanzas de delfines mulares y de marsopas. Los animales saben desde hace generaciones lo que los espera, ¿por qué a pesar de eso vuelven siempre?
—Seguramente no es un signo de inteligencia —dijo King—. Por otra parte, los seres humanos empleamos gases que dañan la atmósfera y talamos bosques sabiendo que está mal, lo cual tampoco es un signo de inteligencia, ¿no os parece?
Delaware frunció el ceño y rebañó el resto de mousse de chocolate de su plato.
—Es cierto —dijo Anawak poco después.
—¿Qué?
—Lo que señaló Licia, que los animales podrían haber sufrido algún daño cuando se abalanzaron sobre los botes. Quiero decir, si de repente se te ocurre la idea de matar gente a tiros, ¿qué haces? Te colocas en un buen lugar, donde tengas un buen panorama, apuntas y disparas. Pero te cuidarás de no darte un tiro en el pie.
—A menos que algo o alguien haya influido en tu comportamiento.
—O estés hipnotizado.
—O enfermo. O perturbado. A eso me refiero, están perturbados.
—¿Lavado de cerebro, tal vez?
—Ya basta de ideas descabelladas.
Durante un rato nadie dijo nada. Cada uno se quedó absorto en sus propios pensamientos; entretanto, el sonido ambiental de Cardero's comenzó a elevarse. Se escuchaban fragmentos de conversación de las mesas vecinas. Los acontecimientos dominaban la prensa y la vida pública. Alguien con una voz muy potente estableció una conexión entre lo sucedido a lo largo de la costa y las averías de buques en los mares asiáticos. Frente a Japón y en el estrecho de Malaca se habían producido en cadena algunas de las catástrofes marítimas más graves de las últimas décadas. Los comensales hablaban de cuestiones técnicas e intercambiaban teorías sin que nada de eso pareciera influir demasiado en su apetito.
—¿Y si son los gases tóxicos? —dijo Anawak finalmente—. Los pesticidas y toda esa porquería. Quizá eso pone fuera de sí a los animales...
—Desde luego los enfurece —bromeó King—. Creedme, son acciones de protesta. Las ballenas se están rebelando porque los islandeses solicitan cuotas de caza, los japoneses las atropellan y los noruegos no respetan la convención internacional. Porque hasta los makah quieren volver a cazarlas. ¡Claro! ¡Eso es! —Sonrió—. Posiblemente lo han leído en la prensa.
—Como director de la Comisión de Asesoramiento Científico deberías tomarte más en serio este asunto —opinó Anawak—. Por no hablar de tu reputación como científico.
—¿Los makah? —repitió Delaware.
—Una tribu de los nuu-chah-nulth —dijo King—. Indios del oeste de la isla de Vancouver. Hace años que intentan que se les reconozca legalmente su derecho a volver a cazar ballenas.
—¿Qué? ¿Dónde viven? ¿Están locos?
—Que el Señor te conserve tu civilizado enojo, pero los makah cazaron ballenas por última vez en 1928. —Bostezó Anawak. Apenas podía mantener los ojos abiertos—. No fueron ellos los que pusieron a las ballenas grises, azules, jorobadas y demás al borde de la extinción. Para los makah se trata de su tradición y de la conservación de su cultura. Su argumento es que ya casi ninguno de ellos domina la caza de ballena tradicional.
—¿Y qué? Si quieren comer, que vayan al supermercado.
—No tergiverses el noble alegato de León —dijo King mientras se servía un poco más de vino.
Delaware se quedó mirando a Anawak. Algo se transformó en su mirada.
«No, por favor», pensó Anawak.
Era evidente que tenía aspecto de indio, pero Delaware estaba empezando a sacar conclusiones falsas. Prácticamente podía oír la pregunta que estaba a punto de plantearle. Tendría que dar explicaciones. Y no había cosa que odiara más que eso. Lo odiaba y deseaba que King nunca hubiera hablado de los makah.
Intercambió una rápida mirada con el director.
King entendió.
—Dejemos eso para otro momento —propuso. Y antes de que Delaware pudiera replicar, dijo—: Tendríamos que hablar de la teoría de la intoxicación con Oliviera, Fenwick o Ed Byrne, aunque, francamente, no creo que eso explique los ataques. En todo caso, los vertidos de petróleo y de hidrocarburos clorados deben tener algo que ver. Sabes tan bien como yo adonde lleva eso: debilitamiento del sistema inmunológico, infecciones, muerte prematura. Pero no a la locura.
—¿No calculó ya un científico que las orcas que están frente a la costa oeste se habrán extinguido dentro de treinta años? —dijo Delaware retomando la conversación.
Anawak asintió sombrío.
—Entre treinta y ciento veinte años, si seguimos así. Y no sólo por las intoxicaciones. Las orcas pierden su fuente de alimentación, el salmón. Si no mueren intoxicadas, emigran. Tienen que buscar su alimento en zonas que no conocen, se enredan en los aparejos de pesca... Y todo se va sumando...